La cuenta ha costado muy cara: tranquilidad, paz, ilusiones, confianza, proyectos y otros valiosos intangibles yacen suspendidos en el aire. Pese a todo, esta crisis debe servir de aprendizaje, algún provecho hay que sacarle, debemos tomar nota de las lecciones de semejante vapuleo. A los actores les queda mucho por recapitular.
Veamos:
El Gobierno ha ofendido a una legión de ciudadanos de manera irreversible.
Debe revisar urgente su llamativa facilidad para herir a quien sostiene una
postura diferente. Y no se trata ya de corporaciones o sectores específicos.
Esta vez lastimó a ciudadanos de a pie, indefensos y anónimos.
Muchas veces las autoridades deben adoptar decisiones impopulares, pero esta
vez el grado de convulsión generado por una disposición impone un profundo
llamado a la reflexión a quienes toman las determinaciones. Aquí se falló por
mucho, en las formas y en el fondo. Y se pretendió justificar con una retahíla
de discursos y explicaciones una decisión a la que el común de la gente le dio
la espalda.
Se cristaliza la impresión de que al poder le cuesta demasiado retroceder, y
de que cuando ensaya un perdón lo hace sin convicción, a regañadientes. Hay
exceso de seguridad y orgullo, como si siempre se quisiera tener razón. Y ese
afán por acaparar el monopolio de los argumentos termina por generar una
sensación de opresión impropia de una democracia participativa y abierta. Se ha
extendido la sensación de que disentir es temerario, pasible de una represalia.
En este test de temperamento y templanza la población esperaba que el
Gobierno fuera árbitro y no parte. Que contribuyera a distender los ánimos y
apurara la solución que el hombre común imploraba. Pero en vez de estar a la
altura de quien tiene la responsabilidad mayor, privó una mirada corta y tozuda,
propia del que se siente desafiado. El Gobierno sostuvo que actuaba pensando en
los intereses generales, pero al perpetuar el conflicto sin apaciguarlo pareció
pensar sólo en sí mismo.
Le corresponde un examen inmediato. Perdió fuerza, cohesión y popularidad.
Quiso transmitir autoridad, pero terminó resignándola en jirones. Y la
insinuación de que insistirá en más de lo mismo desconoce la demanda creciente
por otro estilo de conducción.
¿Y el campo?
Al campo también le cabe lo suyo. ¿Por qué?
Porque hizo a su vez algo tremendamente odioso -e ilegal-, que contribuyó a
tensar demasiado la cuerda: cortar rutas. Aun así, a pesar de la prédica
oficial, ganó el favor de la mayoría. Desacostumbrado a las contiendas de la
alta política, supo imponer su espíritu casi amateur con su lenguaje llano y
familiar, con el que logró mayor identificación.
El campo se equivoca cuando habla de discutir el "modelo". Cualquier sector
económico tiene derecho a opinar sobre el modelo de gobierno, pero no se puede
"discutir" el modelo mientras se está arriba de una ruta. Para este tipo de
debate se necesita un ambiente calmo y reflexivo, no de exaltación, y son los
partidos políticos la instancia natural para canalizar ese reclamo.
Merece otro reproche: haberse ido de boca. El calor de las tribunas lo llevó
a frases desafortunadas, improvisaciones que contribuyeron a azuzar, a veces
gratuitamente, a su contraparte y potenciar los escarceos. Tiene mucho por
aprender ahí: la tentadora combinación de micrófonos y aplausos muchas veces
encierra una trampa.
Diálogo. Palabra que fue víctima de un vacío de significado que se va perdiendo con el vapuleo estridente. La usan para monologar, para ilusionar, para callar y hasta para ganar tiempo. Un término con tanta riqueza conceptual quedó reducido al tipo de envase que viene sin nada adentro. Ambas partes deben rescatarlo y devolverle su contenido.


