Fórmulas que mejoren el ingreso de los productores, incentivos para leche, lácteos, carnes y trigo, una ley de emergencia agropecuaria semiparalizada y eventualmente un plan nacional de desarrollo agroalimentario y agroindustrial. Todo, al fin, pariente del temor al fracaso, del fantasma de que solas, así como las presentó el Gobierno, las retenciones móviles se puedan caer en la batalla parlamentaria.
Según se ve, el andamiaje que se monta en estas horas terminó por barrer con aquella idea primaria de que aumentándole el impuesto a la soja se iba a contener la sojización del país y se alentarían otras producciones. Lo que ahora se pone sobre la mesa de ofertas en nada se parece a un plan agropecuario articulado, sino más bien a salidas de emergencia.
Con todo, queda en pie la cuestión de fondo: las retenciones móviles. Una de las ideas en danza es ponerles un tope y dejarle cierto margen al Poder Ejecutivo para ajustarlas en el futuro. Pero eso solo ya significa cambiar la ley que mandó el Gobierno, nada intrascendente dados los costos que la movida le acarrearía al poder político.
Más que probable, antes de convalidar semejante paso, el oficialismo medirá cuáles son efectivamente las fuerzas propias y cuánto pueden reunir quienes se oponen al sistema inflexible que imaginaron en el Gobierno.
Y tanto trajín parlamentario se ensambla con un rumor que corrió esta misma semana, intramuros del Congreso: antes de que se decidiera arrancar con el proyecto inicial, desde la Casa Rosada le preguntaron al jefe del bloque oficialista de Diputados si pensaba que la ley podía pasar. Sorprendido por la noticia, Agustín Rossi respondió: "Va a ser difícil juntar los 129 votos para sacar eso".
Descontentos en el bando oficial sin dudas que hay, lo que está por verse es cuántos son y, más que eso, hasta dónde están dispuestos a llegar: una cosa es comentarlo hacia adentro y una muy distinta arriesgarse a provocar una fractura hacia afuera.
La novedad, a cuento de lo mismo, es el revuelo que se estaría armando entre peronistas aliados del kirchnerismo, varios de peso. Quieren cortar ya la pelea con el campo, porque sienten el alto precio que pagan en la Provincia, pero empiezan a resistirse a aprobar la ley como vino de la Casa Rosada. Si así fuese, estaría en juego mucho más que simples votos.
Es obvio de toda obviedad que lo menos gravoso para el Gobierno sería que las retenciones móviles sigan tal cual están. Aunque paguen por ello los legisladores oficialistas, más todos los intendentes y dirigentes que deban disputar algo en las elecciones del año próximo.
Queda, sin embargo, la vía intermedia de aceptar algunos retoques en el Congreso al sistema de impuestos crecientes. Tal vez resulte una variante apropiada para las actuales circunstancias, pero de ningún modo sería por completo inocua.
Primero, porque un desenlace así licuaría una ley del Gobierno y pondría en jaque la estrategia que aplicó durante más de cien días de pelea con el campo. Luego, porque dejaría al descubierto fisuras en la base de sustentación del poder kirchnerista, agregadas a un estado deliberativo que crece en el propio PJ. Y también, porque abriría más dudas sobre la capacidad de conducción y de gestión del núcleo cerrado de decisiones.
Desde luego, muchísimo peor que algunos reajustes sería un cambio a fondo en las retenciones móviles. Admitir concesiones es, al fin, parte del ejercicio de gobernar; serían para el caso necesarias y nada dramático, si valen para encontrarle una salida al larguísimo conflicto con el campo. Eso sí, echarían más dudas sobre la eficacia del plan de batalla a todo o nada que imaginó Néstor Kirchner. Y sobre las propias decisiones y la aptitud para prever consecuencias: basta con ver todo lo que ha pasado desde aquella Resolución de Martín Lousteau del 11 de marzo, lejanísima aunque apenas hayan transcurrido tres meses.
Ahora se pondrán sobre la mesa las ofertas más variadas, a la búsqueda de sumar votos, todos cuantos sean posibles, para mantener vivo el sistema de retenciones móviles. Nuevamente, nada de esto había sido contemplado cuando, en la noche del martes -tan solo cuatro días atrás-, el Gobierno mandó un proyecto tan cerrado donde lo único posible es votar por sí o por no.
Desde luego, una ley, la que sea, vaciará unas cuantas posiciones de las entidades agropecuarias y las someterá a mucho más sólidos argumentos del poder político. O servirá para frenar el conflicto. Pero alcanza con mirar el punto al que escalaron los problemas para que no quede una sola duda sobre los costos acumulados. El Gobierno sostiene que el campo es al fin un sector, pero por el resto ha lucido todo este tiempo como paralizado.


