Ha sonado una alarma para el Gobierno. No refiere a los problemas que desde hace semanas destapó la realidad sino al sistema político de decisiones que Néstor Kirchner ha edificado en estos casi once me ses de gestión.

El percance en su salud parece haber servido para desnudar algunas fragilidades y para comunicar también ciertos límites objetivos, comunes a cualquier humano. El Presidente no es un hombre que se haga cargo sólo de las responsabilidades políticas, indelegables e inherentes a su cargo: se zambulle, además, en una administración minuciosa que incluye a todas las áreas, con predilección por la economía y las relaciones exteriores.

Por esa razón el rumor insistente menciona más fricciones de Kirchner con Roberto Lavagna y Rafael Bielsa que con otros funcionarios. Ocurren por la trascendencia de los temas que analizan pero también por los estilos personales: el ministro de Economía y el canciller suelen ser precisos y punzantes con sus palabras, aunque además pacientes. El Presidente es frontal, dispuesto siempre a ir al grano.

En las vecindades del mandatario se ha comenzado a deslizar, después del impacto en su salud, la necesidad de revisar algunas de aquellas formas. Una de las que pensaría de ese modo sería su esposa, Cristina Fernández, que en los días críticos de la enfermedad estableció un cerco informativo sobre Kirchner.

Existe otro círculo íntimo de funcionarios patagónicos, entre ellos el secretario general, Oscar Parrilli, donde no prevalece la misma mirada y pervive el latiguillo de que el Presidente siempre fue así, también en sus mejores años como gobernador de Santa Cruz. Son los mismos que quizá no han advertido que la realidad y el escenario de aquel confín no tienen proporción con las exigencias del presente.

Nadie sabe todavía si aquel impensado trastorno ha encendido la chance de algún replanteo del Presidente. Las primeras señales indicarían que poco ha cambiado: se puso desde Olivos detrás de cada tema y Alberto Fernández apareció, como siempre, de aquí para allá. Trató de atemperar un brote de excesos de hombres del poder, terció en la crisis energética, habló de todo en el informe en Diputados y se ocupó de los hilvanes finales sobre el plan de seguridad.

Esa parece asemejarse a la fotografía del sistema de poder que tiene vigencia desde mayo: trasuntaría una carga excesiva sobre dos hombres que, según la visión de sectores empresarios, a veces estrangulan decisiones que no figuran en el primer nivel de prioridades. La sobredosis podría acarrear cierto costo personal: al Gobierno le quedan por delante tres años y la resolución aún de los problemas más complejos.

Kirchner posee, sin dudas, una inclinación a personalizar decisiones. Es una costumbre que difícilmente pueda ser mutada, aunque sí atenuada, cuando ha superado la mitad de su vida. Muestra también una tendencia constante al desafío, al gesto de autoridad, al flujo de crispación.

Puede que sea inherente a su carácter o puede, asimismo, que forme parte de una manera de entender la práctica política. En un caso o en el otro debería tener algo en cuenta: aquel mecanismo fue útil, quizá, para afianzar su imagen y su poder, que nacieron de la mano de la precariedad. Pero la sociedad percibiría que la debilidad inicial quedó atrás: tanto reto y tanta aspereza no ayudaría al sosiego colectivo, alterado por muchas cosas cotidianas.

Nada sirve para siempre. El Gobierno transmitió en sus primeros meses una sensación de autosuficiencia y ligó su sueño político sólo a la sintonía con la opinión pública. Nadie machacaría con reparar en una oposición que todavía no ha logrado pararse bien; pero aun dentro de ella y, sobre todo, del peronismo existen voces respetadas y manos tendidas.

Esa sensación de cierto aislamiento, matizada con quejas, sobrevoló la reunión que Eduardo Duhalde mantuvo la última semana con varios gobernadores. Lo que menos importó a todos ellos fue el último desaguisado del congreso peronista: reclamaron, en cambio, condescendencia del poder. ¿No es la inseguridad un problema al cual habría que acercar más de una posible solución? ¿No es la crisis energética una amenaza a la Nación que trasciende al poder de turno?


Kirchner se molestó cuando, desde su reposo forzado en Río Gallegos, se enteró de la iniciativa de José Pampuro de ofrecer apoyo técnico de las Fuerzas Armadas para ayudar a combatir el delito en Buenos Aires. Su reacción tuvo, como tiene casi siempre, dos tiempos: mascó rabia por considerarla inconsulta pero con el paso de las horas le encontró razón.

Hay cuestiones prácticas, de sentido común, que el ministro de Defensa suele manejar con acierto: habilitando sólo algunas de las unidades militares en desuso se podría alojar a la casi totalidad de delincuentes —alrededor de 6 mil— hacinados en comisarías bonaerenses.

El Presidente no fue impermeable a las críticas por la colaboración militar que partieron desde sectores con atraso en el reloj de la historia: pero parece haber comprendido, después de aquella memorable protesta callejera, que las disquisiciones valen menos cuando lo que está en juego es la vida de las personas.

Aquel entendimiento, sin embargo, no tuvo una traducción pública inmediata. Kirchner pretende con su plan sobre seguridad reconquistar, en ese terreno, una iniciativa extraviada. De allí que no deja recoveco por revisar: pasará el trapo también a la cúpula de la Policía Federal, aunque sin rozar a su jefe, Eduardo Prados.

Tanto sigilo, tanto silencio, dio pábulo a muchísimos rumores viciados: uno de ellos insistió con la supuesta renuncia, por motivos imprecisos, de Gustavo Beliz. Pero el ministro de Justicia fue quien más visitó la quinta de Olivos desde el regreso del Presidente: "Son los días más fructíferos de mi gestión", confesó el funcionario.

También un enigma excesivo e incomprensible envuelve otro capítulo de la actualidad: la crisis energética. Se impone un enfoque en doble plano: la Argentina atraviesa una emergencia —como le ocurrió años atrás a Brasil— y se justifica la decisión de racionar el suministro de gas a Chile. Ningún precio podría ser superior a un parate en el crecimiento de la economía.

Pero resulta difícil aceptar la desaprensión por las formas políticas. El Gobierno se aferra a la razón que, en ese aspecto, le da la ley: pero en la convivencia, entre personas o países, inciden también los modales, el respeto, la solidaridad y la lealtad. Son los valores que Ricardo Lagos siente burlados y que le han tornado polvorosa la realidad de su país.


La carga de responsabilidad no habría que derramarla sobre Rafael Bielsa. El canciller quiso viajar la semana pasada a Chile, pero no lo dejaron, para intentar alisar la ajada relación bilateral. El afectado no es don nadie: el presidente de Chile tuvo muchos gestos con el Gobierno argentino y es una figura respetada en la región e, incluso, más allá de esas fronteras.

¿Descuido, prepotencia, intencionalidad? Nada de eso: la explicación habría que hurgarla en cierta improvisación para afrontar la crisis y en un conocimiento inacabado del perfil técnico. Repasemos: el Gobierno adquirió fuel oil a Venezuela para superar el trance pero la floja calidad del combustible afectaría las centrales energéticas. Se habla ahora de una triangulación con Estados Unidos o Brasil.

Hay quienes sugieren en el poder aplazar la salida de servicio de la central nuclear de Embalse Río Tercero, pero su último plazo de revisión caduca el 30 de este mes. El menor trastorno podría derivar en un desastre. Hay quienes aconsejan, además, resucitar la planta de Atucha, paralizada hace una década, de cuyo mantenimiento se duda en un país que vivió una crisis como la de los años recientes.

La imprevisión en la política puede ocasionar nervios y los nervios disparar con imprudencia las palabras. No fue la pasada, en ese aspecto, una semana afortunada para el oficialismo. Un diputado, Miguel Bonasso, corrió detrás de la paranoia de un complot; Bielsa denunció una campaña contra él orquestada por esperpentos; Aníbal Fernández y Lavagna embistieron sobre la prensa.

No hubo compaginación pero todos esos flashes iluminaron una vieja idea: el Gobierno no termina de entender y ajustar su vínculo con los medios de comunicación. No se trata de eludir compromisos: también el periodismo se debe desde hace rato una mirada introspectiva.

Pero sería conveniente que el Gobierno no cometa el mismo error de otros, de salir a pelear contra fantasmas.