PABLO ESTEBAN DAVILA

Esta consistía, básicamente, en un lenguaje de apariencias donde los significados de los términos eran opuestos a la realidad que decían describir. Por cierto, algo muy parecido a lo que ocurre con las cifras del Indec.

Lo más notable de la organización de Oceanía era que su Poder Ejecutivo (por llamarlo de algún modo) se dividía en cuatro ministerios, cuyas funciones reales eran exactamente contrarias a las correspondientes a sus denominaciones. Así, el “Ministerio del Amor” se ocupaba de los castigos y la tortura; el “Ministerio de la Paz” se encargaba que siempre existiese alguna guerra; el “Ministerio de la Abundancia” implementaba las medidas necesarias para que la gente viviera siempre en la pobreza; y el “Ministerio de la Verdad” se dedicaba a alterar o destruir los documentos históricos para que todo coincidiese con la versión oficial de la historia, siempre manipulada por el líder del país, el popular “Gran Hermano”.

Salvando las enormes distancias entre aquella genial sátira literaria con la realidad de nuestro país, se nos ocurre que la reciente creación del Ministerio de Agricultura es otra manifestación de la neolengua con la que el gobierno nacional insiste en comunicarse con los argentinos.

Si hay algo que no necesitaba el campo era un Ministerio o, más exactamente, de la mayor burocracia que, normalmente, supone un nuevo organismo público. El campo sólo requiere que se le desaten las manos, que se lo deje exportar y comerciar con el mundo sin depender de los caprichos de Guillermo Moreno. Eso es todo. No existen mayores secretos para recuperar la extraviada abundancia del sector.

Pero ante unos pedidos tan simples se responde con un nuevo interlocutor, que se suma a los ya existentes. Suena un tanto cínico que el mismo gobierno que ha prohibido la exportaciones de carnes, leche, trigo o maíz, y que se ha obstinado en mantener inmutables altos niveles de retenciones para la soja, quiera ahora jerarquizar las políticas destinadas al mercado agropecuario con un nuevo Ministerio. Tampoco ayuda a entender este estado de cosas el hecho que, aparentemente, no exista ninguna intención de desmantelar los controles sovietizantes de Oncca y de la Secretaría de Comercio Interior, los verdaderos culpables del enfrentamiento que mantiene el campo con la Casa Rosada.

El gran problema no son las intenciones ocultas del gobierno detrás de este invento (si es que tuviera alguna), sino las ideas públicas que enarbola para justificarlo. En la visión oficial, el campo necesita de “políticas activas”, diseñadas por burócratas expertos en descubrir cómo los productores pueden generar más riqueza, cuidar mejor sus campos y utilizar menos agroquímicos sin desabastecer al mercado interno ni aumentar los precios de los alimentos. Hermosos propósitos excepto por el hecho que éstas han sido, precisamente, las medidas invariablemente tomadas en los últimos años con los inapelables resultados que todos conocemos. Esto equivale a decir que, para corregir el reciente fracaso del intervencionismo gubernamental, la solución consiste en incrementar la dosis de intervencionismo de la mano de un nuevo Ministerio para el sector. Esto es un verdadero galimatías.

En realidad, el mercado agropecuario necesita políticas pasivas, no “activas”. Esto significa que el gobierno debería abstenerse de interferir -por la vía que fuere- con las decisiones de miles de productores que, en conjunto, han logrado récords de producción y exportaciones en los últimos 20 años, un verdadero ejemplo de empresariado nacional. No debe soslayarse que, después de la devaluación de 2002, el campo fue la locomotora del crecimiento nacional hasta que sus expectativas de largo plazo fueron quebradas gracias a la Resolución 125, las restricciones a las exportaciones y el manoseo a chacareros otrora eficientes con una tan asombrosa como incompetente red de subsidios burocráticos.

En neolengua, el flamante Ministerio de Agricultura bien podría estar dedicado a terminar con las vacas, la leche o los granos en lugar de promocionarlos. Seamos justos: los antecedentes nos llevan a pensar de tal forma. ¿Por qué no se prueba -por el contrario- con liberar un poco al sector de tantas trabas absurdas y de la desmedida presión impositiva que lo azota? Siempre será mucho más razonable confiar en múltiples productores decididos a maximizar su bienestar que en un ministro bien intencionado que termine agobiándolos con sus “políticas activas”.

La fórmula es sencilla: menos ministerios, más mercado. Es todo lo que necesita el campo para asombrarnos nuevamente.