De continuar la escalada de violencia y de profundizarse la incipiente percepción de anarquía, es probable que pronto estemos hablando de una crisis institucional.

Se ha llegado muy lejos. Demasiado lejos como para imaginar salidas con sencillas ingenierías políticas. Hoy, en medio de puebladas y de irresponsables denuncias sobre intentos de dar un golpe cívico, sólo una cosa puede evitar males mayores: la cordura.

Cordura fue lo que faltó durante la tensa jornada de ayer en un gobierno ausente, que dejó en manos del militante piquetero Luis D’Elía el triste papel de vocero de turno y la denuncia de un golpe de Estado, del que responsabilizó a Eduardo Duhalde, a los dirigentes rurales y al Grupo Clarín, y que no hizo más que exasperar los ánimos de los sectores medios urbanos.

La actitud de D’Elía provocó ayer una cadena de e-mails que derivó, a partir de las 8 de la noche, en cacerolazos y protestas callejeras.

Es menester caer en la cuenta del profundo retroceso que ha sufrido la democracia argentina en los últimos tres meses. Las disputas políticas ya no parecen dirimirse en esa caja de resonancia de los problemas del país, hoy vacía, que debería ser el Congreso. Tampoco en la Justicia, cuyos tiempos son muy diferentes de los tiempos de la política. Hoy los conflictos, por imperio de la lógica kirchnerista, parecen dirimirse en la calle.

Salvando las distancias, la Argentina presente se asemeja cada vez más a la de los años juveniles del matrimonio Kirchner, cuando la palabra democracia carecía de mayor valor y se suponía que casi todo podía lograrse por medio de la prepotencia y la violencia.

En aquellos años 70, desde la Federación Universitaria de la Revolución Nacional (FURN), Néstor Kirchner impedía a huevazos que figuras que no eran de su agrado, como Alvaro Alsogaray y Guillermo Borda, brindaran conferencias en la Facultad de Derecho de La Plata.

Hoy, sus seguidores también recurren a técnicas de apriete para impedir que otros sectores ganen la calle para protestar contra medidas del Gobierno. Distintos grupos kirchneristas, entre ellos La Cámpora, liderada por el hijo de la pareja presidencial, Máximo Kirchner, custodiaban anoche las inmediaciones de la Plaza de Mayo para impedir un eventual avance de los manifestantes.

Acostumbrado a construir poder a través de antagonismos antes que de consensos, para Néstor Kirchner se está ante una suerte de guerra que se gana o se pierde. Ese criterio, sin embargo, está perdiendo adeptos hasta dentro del propio oficialismo.

El Gobierno comienza a exhibir fisuras frente a la estrategia de choque impulsada por el ex presidente. En su propio seno hay funcionarios que anoche seguían sin poder explicar el gesto de D Elía de denunciar un golpe con nombres y apellidos. Y varios gobernadores hicieron llegar a la Casa Rosada su pedido de que se suspendiera el acto de mañana en la Plaza de Mayo.

Un gobierno que presenta como su primera espada a un dirigente tan desgastado como D Elía no puede ofrecerles a sus opositores mejor señal de debilidad que ésa. La crisis de confianza que acosa a Cristina Kirchner puede transformarse pronto en erosión de poder. Y la manera de evitarla no es convocando a nuevas marchas a la Plaza de Mayo sustentadas en movilizaciones de aparatos aceitados con dineros públicos.

Para conjurar la crisis, la primera mandataria debe volver a las fuentes. Concretamente, a algunos de sus discursos preelectorales, cuando hablaba de la calidad institucional como asignatura pendiente.

El Gobierno se olvidó de que no puede arrogarse facultades indelegables del Congreso en materia tributaria, y mucho menos si se trata de gravámenes confiscatorios. El supuesto beneficio fiscal que iban a posibilitar las retenciones móviles ya se lo facturaron con creces los costos políticos y económicos del conflicto. Volver a las fuentes exige que el Congreso retome el papel que le otorga la Constitución.