Hace pocos días la presidenta de la Nación se refirió en dos ocasiones en forma peyorativa e impropia del elevado cargo que ocupa a uno de sus predecesores más ilustres: Domingo Faustino Sarmiento. En la primera oportunidad, al aludir a la decisión del entonces primer mandatario de clausurar órganos de prensa que sostenían la revolución de 1874, entre los que se encontraba este diario, Cristina Fernández de Kirchner, dirigiéndose a la cronista de LA NACION que cubría su mensaje, subrayó, cual velada amenaza: "Mariana, Sarmiento te hubiera cerrado". Tampoco se ahorró la burla a otro medio más que centenario cuando pontificó en tono jocoso: "También cerró el diario La Prensa".

Cabe preguntarse si no es lo que se busca hoy desde el Gobierno a través de los operativos tendientes a uniformar opiniones a través del ahogo de cuanto medio no responda al discurso oficial.

Un rato después, ese mismo día, ante un grupo de alumnos de una escuela de Leones que visitaban la Casa Rosada, la jefa del Estado les narró, con el aparente propósito de explicar lo que era la masonería y el papel que tuvo Sarmiento en esa orden, una anécdota familiar: "Al hijo de un amigo de Néstor, que era muy politizado, le habían dicho que Sarmiento era un masón y cuando fue a la escuela y la maestra le preguntó si sabía quién había sido Sarmiento, desde el fondo éste dijo: «¡Sí, un masón HDP»."

Más allá de que probablemente la mayoría de los estudiantes no entendió la intencionalidad del mensaje, esa nueva invocación al nombre del gran argentino para agraviar su memoria evidencia una reiterada y deplorable conducta. Pero también entraña una notoria ignorancia del pasado unida a la aparente convicción de que, entre sus muchos carismas, la Presidenta posee el de relatora inapelable de la historia nacional.

Sarmiento, hombre excepcional en diversas facetas, supo encabezar un proyecto de auténtico progreso que llevó adelante hasta sus últimas consecuencias -aunque con un resultado inverso al que hoy sufrimos, pues fundó instituciones perdurables y colocó a la instrucción pública argentina entre las primeras del mundo- y mantuvo fuertes disensos con muchos de sus contemporáneos. De hecho, la firmeza en las ideas que cada uno sostenía los enfrentó en la prensa, en el Parlamento y, como en 1874, en los campos de batalla, pues el presidente no cedió su puesto de comandante en jefe y condujo desde su mismo despacho las operaciones militares.

Con Mitre, que encabezó el movimiento para oponerse a la elección de Nicolás Avellaneda, que su partido, el Nacionalista, consideraba fraudulenta, fueron amigos en el destierro durante el régimen rosista, colaboradores estrechos durante la presidencia de aquél -de cuyo inicio se cumplirán el 12 de octubre 150 años-, para discrepar durante los años de la primera magistratura de Sarmiento. Se reconciliaron luego y trabajaron, cada uno en su terreno y hasta el fin de sus respectivas vidas, por el bien del país que contribuyeron a organizar. Eran obreros de la patria y, como tantos otros, no se beneficiaban a través de ella.

En cuanto a la indirecta descalificación de la masonería, huele a una cerrazón ideológica pasada de moda y a una intolerancia que respecto de esa logia fue propia de regímenes totalitarios endógenos o exógenos ya totalmente perimidos.

Bueno sería que la jefa del Poder Ejecutivo fuese más ponderada en sus juicios. Y que comprendiese que la historia fue lo que fue y no lo que ella pretende que haya sido para adecuarla a sus propios intereses.