La política habría permanecido en suspenso, poco menos que abolida, y también la acción del Estado, en un vacío donde tan solo se destacaba en el país la presencia viciosa de unas corporaciones -entre ellas desde luego la mediática- que reproducían su propia dominación. La irrupción del kirchnerismo en su doble versión, masculina y femenina, habría abierto curso a una nueva historia, sin duda heroica, imbuida de la potencia necesaria para redimir esa penosa situación.

A poco que se observe esta construcción ideológica y se la ponga en tensión con los últimos datos de la realidad, se puede precisar mejor el ángulo estrecho de una visión que gozó, durante casi dos quinquenios, del sustento derivado de cambios favorables en el comercio internacional y de un ascenso espectacular en el concierto de las naciones de los países emergentes (entre ellos, mucho más que la Argentina, Brasil).

En cierta medida éste es un tiempo pasado, no exclusivamente por razones exógenas. Hoy la materia dura del Estado y la economía está crujiendo. No se ha desmoronado, nada de eso, pero los indicadores auguran una circunstancia mucho menos propicia que aquella en que imperaba el consumo masivo, cundían los subsidios para las clases medias y los superávits gemelos despejaban el campo de la incertidumbre. Con ello, las pasiones e intereses se calmaban.

El pasaje de la incertidumbre al desencanto y tras él al disgusto y a la frustración no es una novedad propia de este gobierno. Es, al contrario, resultado de una larga decadencia del Estado y de una no menos pronunciada declinación del concepto de servicio público.

La tragedia de la estación Once es, más que un hecho aislado, otro episodio dañino de la cadena de incompetencias que nos ha legado el imperio de una legalidad malsana. La responsabilidad del Gobierno en funciones reside precisamente en esa incapacidad para torcer el rumbo de un Estado privado de control. Por más que se insista, la retórica ya no puede enmascarar estas carencias.

No se trata, por cierto, de constatar que no hay instituciones. En rigor, las instituciones prolongan lo mejor y lo peor de nosotros. El genio del estadista consiste en dar en el blanco para institucionalizar lo mejor. Si repasamos con la debida atención la cantidad de informes que ha ido acumulando en esta década la Auditoría General de la Nación (AGN), podemos comprobar cómo ambos términos se imbrican: en la normas escritas, las instituciones de control están definidas; en los hechos ocultos detrás de esas reglas, se ha institucionalizado un comportamiento que no atiende a dichos controles y los esquiva por ineficiencia y, tanto o más grave, por corrupciones.

Estos son algunos de los síntomas, parafraseando un antiguo concepto, de un "desorden establecido". Un desorden que invade la sociedad y nace en las entrañas del Estado. Quienes pagan este precio que se mide en vidas humanas son, obviamente, los segmentos más desfavorecidos de la sociedad. Volvemos una vez más al asunto no resuelto de la democracia institucional. La democracia electoral, su mayor o menor legitimidad, se prueba en el momento de los comicios; la democracia institucional, cuyo cometido es la puesta en forma de un Estado competente, demanda una tarea indeclinable sobre los efectos nocivos de esos vínculos entre desigualdad e inseguridad.

Montar elecciones es menos exigente que poner en forma los sistemas de control propios del Estado. Consecuentemente, abrir las puertas del Estado, sin atender al mérito y al concurso, para satisfacer el apetito de una facción ideológica es el camino más rápido para convertir el Estado democrático, cuya legitimidad descansa en el control interno y externo de sus propias agencias, en un botín de recursos gubernamentales que ignora esos presupuestos.

El Estado-botín en contraste con el Estado-servicio. Por eso, nuestra democracia se degrada presa de escándalos, violencia diaria, corrupciones y, de tanto en tanto, tragedias. La paradoja está pues a la vista: los gobernantes han montado un régimen basado en la hegemonía del Poder Ejecutivo Nacional, condimentada con una personalización omnipresente, y han olvidado consolidar la estructura estatal sobre la cual ese proyecto debería levantarse.

De este modo, quienes nos mandan han producido un gobierno con abundante dinero encaramado sobre un Estado dislocado que, a través de un sinfín de experiencias que no dejan lugar al olvido, termina manifestando en algunos sectores (en especial, los de la seguridad e infraestructura) su propia inutilidad. Desde el ángulo fiscal, la pérdida de oportunidades en un contexto de crecimiento económico (por ejemplo, mediante el desperdicio de nuestro potencial energético) tiene mucho que ver, en particular en este momento, con ese humillante padecimiento debido a la malformación de los bienes públicos.

Dada nuestra conformación histórica y constitucional, estas acciones están segando la raíz de nuestro federalismo. El conflicto que en estos días tiene atenazados a los porteños proviene de una causa próxima y de otra más lejana. Al intentar bloquear las pretensiones del jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires de erigirse en un referente de la oposición, el Gobierno acredita su vocación hegemónica: ningún rival, en efecto, debe hacerle frente, salvo que asuma ese papel una oposición lavada. Sin embargo, al obrar el Gobierno de esa manera, pone a descubierto otro rasgo saliente de nuestra anomia o insuficiencia institucional.

Como se deduce de nuestra Constitución, el diseño federal del Estado caduca si las provincias no entablan con el Gobierno Federal una relación de igualdad horizontal. Este complejo sistema supone la vigencia de criterios objetivos de coparticipación fiscal y, sobre todo, el perfeccionamiento de un espíritu cooperativo encaminado a resolver problemas en conjunto.

Todos sabemos los problemas que soporta la ciudad de Buenos Aires debido a la deficiente legislación que estableció una autonomía a medias, sin control sobre la policía y el transporte. Devolver de parte del Ejecutivo Nacional esas herramientas de gobierno sin negociación previa ni fondos coparticipables es un ejemplo que nos sirve para ilustrar la distancia existente entre, por un lado, el ideal de un federalismo de cooperación y, por otro, las prácticas agonales de un federalismo de confrontación.

Este es otro de los emblemas del desorden. Quizá tengamos que pagar por estas alteraciones en la ciudad de Buenos Aires el precio de una mayor inseguridad hasta tanto lleguemos a la conclusión (¿llegaremos algún día?) de que el bienestar de la ciudadanía es un valor superior al del acrecentamiento del poder. En estos días, esos valores son letra lejana como próximos son los signos de nuestro subdesarrollo estatal.

Desafortunadamente, estas peripecias no acontecen en tiempos de penuria sino en una época de bonanza (aunque ahora esté disminuida). Lo que vendría a demostrar que, por encima del estentóreo llamado a fabricar una nueva historia, hay continuidades duras. En el instante menos pensado, esas demoras se desquitan y dicen aquí estoy, arrastrando consigo un tendal de víctimas. Estas revanchas del atraso señalan que una cosa es construir la supremacía legal y limitada del Estado democrático y otra bien distinta es acumular poder para abastecer los deseos hegemónicos de un gobierno ocasional.