Este podría haber sido el mejor año de la historia para el campo. Los
altísimos precios de los productos agropecuarios y su fuerte demanda
internacional habrían sido una profunda fuente de riqueza para el país. Incluso
más importante que en otros ciclos alcistas porque esta vez esa ventaja también
hubiese sido aprovechada por una creciente clase media rural de productores,
contratistas y profesionales dedicados a la actividad agropecuaria. Gente que se
acostumbró a que, año tras año, la inversión en tecnología sea premiada por la
naturaleza con cosechas récord. Y a que la consecuencia de aquello sea vivir
mejor en pueblos y ciudades del interior, cuyas economías dependen del campo y
donde habitan alrededor de 8 millones de personas. Pero 2008 llegó a su fin y no
fue de los mejores. La racha de vacas gordas o, mejor dicho, de precios de las
commodities siempre en alza, iniciada poco después del crack económico de
2001-2002, parece haberse cortado. Aunque, según como se miren, los valores
actuales no son malos, en la pampa húmeda y en las provincias extrapampeanas se
extiende una decepción parecida a la de la época de la convertibilidad, de los
tiempos de rigidez cambiaria y precios por el piso. Pero esta vez esa depresión
vino acompañada con una bronca generalizada que se tradujo en protestas que
prometen seguir en 2009. Sin embargo, el malestar actual de los productores no
está relacionado con el humor siempre cambiante del clima -también fue un año de
sequías sin precedente- o de los mercados, sino con el del ex presidente Néstor
Kirchner, que es más difícil de descifrar. Con el líder del Gobierno, la
relación es abiertamente mala desde que, en la última parte de su mandato,
algunos ruralistas decidieron tachar su firma en un acuerdo sobre el precio de
la carne que a último momento eliminó una baja de retenciones pactada
previamente; el agro ha sido mala palabra para la administración Kirchner. Su
esposa, que en las elecciones de 2007 logró un caudal electoral arrasador en las
principales localidades rurales, no cambió sustancialmente las cosas.
Hace casi un año, los títulos de las notas de LA NACION eran: "Granos, prevén
otro año de fuertes subas" y "Lejos aún de la crisis global, la soja batió otro
récord: $ 1000". Pero también daban cuenta de que "Se agudizan los problemas de
suministro de combustible" y de que "Por la sequía, la cosecha no será récord".
A fines de febrero, las cosas eran más o menos así: "Moreno quiere fijar los
precios de la carne" y "Cerraron las exportaciones de trigo". Son ejemplos de
los tres planos en los que el campo debe analizar su pasado reciente y su futuro
inmediato: los mercados, la política y el clima. En esas variables estarán las
claves del éxito o del fracaso.
Cumplido el primer trimestre, la relación con el Gobierno era pésima y las
cuatro entidades del sector, todavía sumidas en sus diferencias de orígenes y de
ideologías, intentaban organizar alguna protesta que no encontraba demasiado eco
más allá de sus cuadros militantes. En ese contexto, una auténtica rebelión del
interior, de aquella nueva clase media rural que trasciende a los productores,
comenzó a gestarse el 11 de marzo, cuando el Gobierno anunció las retenciones
móviles.
Tras dos días de incertidumbre, las entidades del campo, ahora sí, juntas,
convocaron a una protesta que sería histórica: cuatro meses de presencia de los
productores en las rutas y multitudinarias manifestaciones en las dos
principales ciudades del país. El exceso de bloquear los caminos, en el que
cayeron los chacareros más radicalizados, fue indultado por la sociedad en su
conjunto, que, según los sondeos de opinión, apoyó mayoritariamente el reclamo
del campo.
La resolución 125 -el instrumento normativo que intentó imponer las
retenciones móviles- se convirtió en la marca de la derrota de un Gobierno que
hasta entonces tenía altísimos niveles de popularidad y que seis meses antes
había ganado claramente los comicios.
La reacción del agro ante una medida vista como confiscatoria fue la válvula
de escape de un malestar acumulado durante años y causado sobre todo por dos
ejes de la política económica: el cierre o la restricción severa de las
exportaciones y los precios máximos para las materias primas, aplicado por el
supersecretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno. Un camino completamente
distinto del encarado por Brasil, Uruguay y Paraguay, que multiplicaron su
producción agropecuaria y reemplazaron a la Argentina en los mercados que
nuestro país dejó vacantes. Los sectores más golpeados por esta política vienen
siendo la ganadería, el tambo y el trigo. En muchos casos, la soja permitió
equilibrar la ecuación económica. Por eso, el aumento de los impuestos al
principal cultivo del país -cuya área sembrada creció como nunca con los
Kirchner en el poder- se entendió como la gota que rebasó el vaso.
Cuando algún temerario hizo rodar la idea de organizar un gran acto de
protesta en Rosario, varios ruralistas quedaron pálidos. Era un salto al vacío,
¿cómo movilizar miles de personas sin un "aparato", sin choripanes ni punteros?
Los más osados se atrevieron a adelantar 20.000 asistentes. Todas las
previsiones quedaron cortas: con más de 100.000 personas -aunque el número real
es todavía una incógnita-, a los presidentes de las entidades les temblaron las
piernas. Era un desafío para el que no se habían preparado. "Es mucho para un
chacarero", dijo en aquel escenario Alfredo De Angeli, un ruralista de provincia
convertido por los productores -y también por los medios de comunicación- en un
líder sectorial nacional.
Un par de meses después, alguien quiso duplicar la apuesta. "Nunca va a ser
como lo de Rosario", decían los más conservadores. En el Monumento de los
Españoles, 237.000 personas del campo y la ciudad reclamaron al Senado que
rechazara las retenciones móviles. Esta vez, LA NACION aplicó una nueva
metodología para contabilizar a la multitud. A esta altura, la pelea por las
retenciones se disputaba en el Parlamento y en la calle. Como en el truco, punto
por punto. El final es conocido. La 125 naufragó en el Congreso, donde el
proyecto fue enviado para ser ratificado ante la presión social, tras el voto
negativo del vicepresidente Julio Cobos.
Las principales consecuencias del conflicto fueron la revalorización de la
producción agropecuaria como actividad clave para el desarrollo del país, sobre
todo de las provincias, y la maduración acelerada de nuevos liderazgos, que tal
vez se pongan a prueba en las elecciones legislativas del año próximo.


