Leopoldo Moreau y el director del Banco Nación, Claudio Lozano, argumentaron en voz alta a expensas de un acuerdo que todavía no había sido anunciado pero estaba en el aire. De su lado Cristina Fernández, desde Honduras, ensayó una tesis novedosa, que vinculó —como si fuesen parte de un disparatado complot— al FMI, los planes de ajuste neoliberales y el capitalismo desalmado. Era evidente que la vieja disputa del presidente y la vice volvía a reaparecer con renovada fuerza. Muchos pensaron que uno y otro estaban haciendo las veces de policía bueno y policía malo para terminar coincidiendo en el momento clave, y que evitar el default era la única opción que tenía el país. Pero no fue así y conviene ir por partes a la hora de explicar la crisis que ha estallado en el Frente de Todos, con consecuencias cuya magnitud es impredecible.

Sucedió lo que pintaba como más probable: después de muchas idas y venidas, tiras y aflojes, dimes y diretes, el Fondo Monetario Internacional y el gobierno argentino llegaron a un cierto entendimiento, paso previo a formalizar un acuerdo de facilidades extendidas. Su naturaleza light también era de prever. No era realista pensar que los funcionarios del Fondo le exigirían a nuestro país que realizara unas reformas estructurales —tan indispensables para que despeguemos como imposibles de llevar adelante por obra y gracia de este oficialismo y en este momento. La cuestión de fondo estaba cantado que no se abordaría. De la misma manera que el gobierno —a la larga— tenía que dejar de lado la retórica y aceptar determinadas condiciones del Fondo para esquivar el default, este último sabía que las exigencias imponibles a la administración K tenían límite. Era imposible pensar en un plan de máxima. Sólo cabía uno de mínima.

Ni bien se conoció la noticia, los pronunciamientos fueron en general positivos —excepción hecha de las críticas por derecha levantadas por José Luis Espert y Javier Milei, las de los ultrakirchneristas como Amado Boudou y Hebe de Bonafini, y las de la izquierda, voceadas por Miriam Bregman y Nicolás del Caño. Con algunos reparos, las centrales empresarias trasparentaron su adhesión. La CGT se unió a los festejos, si bien aclaró que ello no impediría la reapertura de las paritarias. En cuanto a los referentes más importantes de la oposición, nucleada en Juntos para el Cambio, no hubo disidencias de peso. En principio no se opusieron y aseguraron que —una vez que estudiaran sus pormenores— ellos no representarían un estorbo. Aunque Martín Tetaz adelantó que no aceptarían un programa que se financiase aumentando impuestos, luego de estas declaraciones se tomó un minuto para poner el dedo en la llaga y marcar la contradicción kirchnerista, apelando a una ironía: van a bajar el déficit sin ajustar.

Más allá del natural tachín, tachín que acompaña a estos fenómenos, el silencio de Cristina Fernández significó que algo andaba mal. Pasaron setenta y dos horas antes de que su hijo le hiciera conocer al presidente y al país en su conjunto que no sólo disentía del paso dado sino que —precisamente por esa razón— decidía dar un paso al costado y renunciar a la conducción del bloque partidario en la cámara baja. Desde fines del año pasado Máximo Kirchner no se hallaba conforme con el camino que se había elegido. Tanto él como su madre —aunque simulen en este caso no coincidir— saben que hay un ajuste en el horizonte. Además les quedó atragantado el condicionamiento de los diez exámenes a los cuales se verá sometido el equipo económico de Martín Guzmán. De todos los componentes del entendimiento de marras, el punto más enojoso para el kirchnerismo duro reside en el monitoreo del staff técnico del FMI, que tendrá el derecho, al final de cada trimestre, de avalar los desembolsos del organismo en beneficio de las escuálidas arcas criollas o de negárselos y ponernos entre la espada y la pared.

Cuando el gobierno, para honrar el compromiso que contraerá —si se firmase el acuerdo de facilidades extendidas— deba vulnerar algunos intereses creados, sepultar determinadas expectativas de la gente del común, clausurar los anhelos de un crecimiento sostenido de la economía, postergar una vez más los reclamos de los jubilados y reducir en una medida importante el recurrir a la emisión de dinero para financiar el gasto público, Máximo Kirchner desea estar lejos de la Casa Rosada en todo sentido. La suya es una clara y sonora toma de distancia respecto de la administración comandada por Alberto Fernández. Lo que ha puesto de manifiesto su renuncia es algo más que una diferencia acerca de la forma de negociar con el FMI. La carta que le envió a aquél no deja lugar a dudas. Significa un rompimiento hecho y derecho en un momento en el cual sólo un enemigo hubiese podido incrustarle al gobierno semejante torpedo en la línea de flotación.

Que el FMI ha sido en extremo benévolo con la administración populista criolla es una verdad a medias. De resultas de lo que se conoce del memorándum de entendimiento, las condiciones que se le impusieron a nuestro país, aunque laxas, resultan de difícil cumplimiento.

Lo más probable es que, al cabo de los dos o tres primeros trimestres, el FMI le deba extender un waiver a la Argentina, so pena de mandarla al default. De todas formas, los análisis que corresponda hacer hoy resultan de suyo provisorios. Hasta que no se conozca el texto final redactado por las partes, todo lo que se diga debe ser tomado con beneficio de inventario. De ahora en adelante será menester poner atención en tres protagonistas que serán decisivos cuando se discuta el acuerdo: los diputados y senadores de Juntos por el Cambio; luego del portazo de Máximo, el kirchnerismo duro que anida en las dos cámaras del Congreso Nacional; y, por fin, el board del Fondo Monetario.

Los halcones y las palomas se hallan presentes tanto a uno como al otro lado de la grieta. Cristina Fernández está incapacitada de repetir la ofensiva que llevó a cabo contra el presidente luego de la estruendosa derrota sufrida en las PASO, porque haría volar en pedazos al frente que todavía los aglutina y —al mismo tiempo— sería un jaque mate para la administración albertista. Pero después de lo expresado en Centroamérica y de la postura adoptada por su hijo, tampoco puede respaldar lo actuado por Martín Guzmán sin que se resienta —hasta límites insoportables— la adhesión de su tribu electoral. La pregunta del millón es qué harán sus incondicionales en el Congreso de la Nación. Y están los socios principales del FMI —Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia y Gran Bretaña— que, más allá de considerar las partes técnicas del acuerdo que les acercara el staff del organismo, hoy asisten azorados al espectáculo desmadrado que da la Argentina.

El análisis político y económico de los doctores Vicente Massot y Agustín Monteverde