Desde el 17 de octubre de 2012 la Unión Europea (UE) discute un complejo proyecto de Directiva elaborado por la Comisión (el COM (2012)- 595 final), cuyo texto inicial proponía reducir del 15 al 5 por ciento el uso obligatorio de agro-combustibles como el etanol y el biodiesel que se había fijado para el 2020. Esta visión era menos extrema que la sugerida por las principales Organizaciones no Gubernamentales (ONGs) verdes, cuyos dirigentes propusieron llevar a cero ese objetivo.

De aprobarse el nuevo enfoque, se derrumbaría el punto de apoyo del precio de los commodities agropecuarios y se despedazaría el viento de cola o lluvia de divisas que domina desde fines de 2007 los escenarios de precios agrícolas que trazaron la mayoría de los analistas nacionales e internacionales.

La primera vez que mencioné estos y otros datos a un público de especialistas, en julio de 2012, el precio de la soja en la pizarra de Bloomberg se encontraba cerca de los 1.800 dólares. En estos días la misma pizarra lo ubicaba en alrededor de 1,500 dólares.

Según un conocido ex Ministro de Economía, estos niveles pueden jaquear la financiación del presupuesto nacional.

La iniciativa de la UE sugiere que ese tope para las energías renovables sólo podría superarse si fuera posible desarrollar a, escala económica, biocombustibles provenientes de algas o bien de desechos humanos y animales.

Es innecesario destacar que una menor demanda de agro-energía puede suponer una caída estructural de los precios mundiales de las materias primas agrícolas (commodities), el menoscabo de los incentivos que condicionan el ritmo de producción y una fuerte amenaza complementaria a los ingresos de divisas de las naciones que dependen de esas exportaciones. Con semejante números no es muy sensato asegurar que la caja en orden.

Por desgracia esta historia no empezó ayer. La crisis financiera, alimentaria y energética que arrancó en 2008 exacerbó aquello que la Fundación CATO califica ahora como Proteccionismo Reglamentario, la tendencia a parar la competencia extranjera con subsidios y regulaciones sanitarias, ambientales, técnicas y climáticas habitualmente concebidas como restricciones no arancelarias al comercio.

La UE tiene varios doctorados en esta materia, pero a la vez tiene una legión de admiradores e imitadores de distinta calidad en todos los confines del planeta, incluyendo a casi todos los miembros del G20.

Esto explica por qué Washington quiere replantear a fondo, en el marco del Acuerdo de Comercio e Inversión que empezará a negociar con Bruselas, la mera existencia de esos ingeniosos juguetes de destrucción del intercambio.

Pero es sugestivo que cinco años después de lanzada a tambor batiente las improvisadas políticas de biocombustibles en los Estados Unidos y la UE, el escenario registre semejante cambio de dirección. Los mismos actores de entonces hoy se aprestan a realizar, con distinto grado de apoyo interno, otro sorpresivo y hepático golpe de timón como el que propone la dirigencia europea.

Salvo los nuevos socios de la UE de las ex naciones socialistas, en Bruselas hay muchos que adhieren a la noción de que se debe atrofiar y no propagar el desarrollo de la agro-energía para bajar los precios internacionales de los alimentos y para controlar las emisiones de carbono proveniente de la agro-energía cuyo nivel, se dice, es muy superior al que se produce con el uso del petróleo, el carbón y el gas.

Esa oleada reconoce el indiscutible liderazgo del cojeante gobierno del Presidente de Francia, Francois Hollande.

¿Tiene fundamento económico razonable el nuevo enfoque europeo? De existir, nadie lo conoce. Las autoridades de la UE saben que el total de las tierras usadas para aprovisionar a la industria de biocombustibles no excede del 3 por ciento de la superficie bajo explotación. O que la muerte virtual de la agro-energía para estabilizar y reducir el precio mundial de los alimentos es un argumento superado y de notoria debilidad. Entre 2000/2001 y 2012/13, la producción internacional de maíz pasó de 454 a 960 millones de toneladas y el debate sobre las emisiones está plagado de burradas técnicas e intelectuales.

El Centro Económico para la Política Económica Internacional (ECIPE) con sede en Bruselas acaba de confirmar, por su lado, que la artillería montada por la UE para sostener y subsidiar los biocombustibles regionales, y para detener la competencia extranjera, es discriminatoria e ilegal (Ver On Camels and the Making of EU Fuel Policy de Fredrik Erixon). Esto aporta, al menos, una inteligente y seria opinión inicial.