Cuando el sol cayó en la jornada del 9 de noviembre de 1938, tanto en Alemania como en Austria, comenzaba la ominosa Kristallnacht ("La noche de los cristales rotos"), que consistió en ataques coordinados entre civiles y grupos de choque del nazismo, ante la mirada pasiva de las autoridades del Tercer Reich que, a partir de ese momento, desataron una de las más feroces persecuciones criminales de la que tenga memoria la humanidad.
Se dirá que el repudiable mal momento vivido por el viceministro de Economía, Axel Kicillof , y su familia, en un barco que volvía a Buenos Aires no tuvo, desde luego, tal magnitud. Menos todavía podría asimilarse esa página negra de la vergüenza universal al inquietante episodio, aunque mínimo, sufrido en esas mismas horas por el periodista Nelson Castro, cuando el gerente de una confitería de la avenida Santa Fe lo "invitó" a retirarse del establecimiento porque su presencia no era bien recibida allí.
Nada es comparable, ni de lejos, con la Kristallnacht. Eso está muy claro, pero en cualquiera de estos hechos antagónicos descriptos -en uno, la víctima era un funcionario kirchnerista ; en el otro, un periodista habitualmente crítico del Gobierno- se esconde el germen de la misma patología: lo patotero, ocupando el lugar de lo argumental, y lo cobarde que significa, como en el primer caso, cuando se acciona colectivamente contra un individuo o grupos indefensos.
En cada acción directa o de hecho -se llame acampe, piquete, ocupación, cacerolazo o escrache- hay una denuncia tácita de un fracaso previo de las instituciones. Cuando las personas se desbordan, por lo general es por un hartazgo de no haber conseguido antes, por los canales adecuados, una solución civilizada de sus problemas.
Cuando la organización H.I.J.O.S. comenzó a hacer sus escraches frente a domicilios de represores de la dictadura militar, a mediados de los 90, fue seguramente por la impotencia de ver que el Estado había indultado a los artífices de los crímenes de lesa humanidad y necesitaban, de alguna manera, llamar la atención sobre esa grave anomalía.
Esta es una explicación posible de lo sucedido, no una justificación. Aquellos escraches no sólo abochornaban a esas personas que debían estar presas y no gozando de una libertad que no se merecían, sino también a sus vecinos, que nada tenían que ver con ellos, y cuya paz era alterada y los frentes de sus edificios, en muchos casos, arruinados. La cámara oculta con la que esta organización denunció hace unos días que el obstetra de la ESMA, Jorge Luis Magnacco, violaba su prisión domiciliaria vino a llenar el "agujero" producido en conjunto por la irresponsabilidad del propio condenado y por el vacío dejado por los estamentos judiciales y policiales que debían controlar que la pena impuesta se cumpliera de manera estricta.
Son distintas situaciones, sí, pero a todas las sobrevuelan ciertas fallas
previas que tendemos a justificar o no, según en qué "bando" estemos. Así, el
abucheo a Kicillof podría caernos más simpático si no comulgamos con este
gobierno, o gozar que a Castro lo hayan echado como un perro si nos fastidia que
critique tanto a Cristina Kirchner.
Otra vez salvando las distancias, porque lo sucedido ahora no tiene punto de
comparación con aquello, lo que decía Ernesto Sabato, en 1984, cuando se dio a
conocer el informe sobre los desaparecidos desde la Conadep, que "no hay
violencias buenas y violencias malas", tampoco hay "escraches buenos y escraches
malos". Debemos ser inflexibles con nosotros mismos y no permitirnos flaquear
cuando enfrentamos ese dilema.
¿Fueron objetivos los medios en estos días frente a estos episodios? Se diría que, en particular los audiovisuales, llevaron más agua para su molino, según de quién se tratara. Y hubo más justificaciones que explicaciones, lo cual nos condena a seguir repitiendo este tipo de episodios, en una escalada que, en algún momento, se puede tornar imprevisible.
También en estos días se produjo un abucheo mientras hablaba el vicepresidente durante la evocación del bicentenario del combate de San Lorenzo, en Santa Fe. El mismo Amado Boudou reconoció que lo que le pasó es parte de los gajes del oficio del político. Sin embargo, aquí también es necesario hacer una salvedad: una cosa es una rechifla espontánea y sorpresiva, y otra muy distinta es si está planificada por un grupo de militantes. En esa artificiosidad también se agazaparía el repudiable escrache. El gobierno santafecino negó esa posibilidad; los referentes del kirchnerismo dijeron lo contrario. El año pasado, en el bicentenario de la creación de la Bandera, una cámara tomó por sorpresa a la Presidenta azuzando a la militancia y se leyó en sus labios el nefasto "vamos por todo". Bajar los decibeles es una tarea que nos compete a todos. No hacer lo que no nos gustaría que nos hicieran debe ser un mandato respetado a rajatabla. Las autoridades son las primeras que deben dar el ejemplo para generar docencia y comportamientos imitativos.


