La imprevisibilidad que caracteriza a la Argentina no se limita exclusivamente a sus problemas económicos. La incertidumbre en materia política y, específicamente, en términos de las reglas para la sucesión presidencial, ayudan mucho a que el país sea considerado impredecible.
Un sistema político como el nuestro plantea dos problemas. El primero y más visible es el pensar a la democracia como sinónimo de los sujetos que ejercen el poder. La segunda cuestión es la sucesión presidencial y la incertidumbre en torno de las reglas de juego para la transmisión del mando.
La incapacidad en el designio sucesorio presidencial no es un tópico nuevo en nuestro régimen político. Desde la vuelta a la democracia, el esquema de poder no ha encontrado una fórmula exitosa para la elección del candidato presidencial favorito de aquel que abandona el sillón de Rivadavia: Raúl Alfonsín no sólo no pudo terminar su mandato, sino que Eduardo Angeloz no era la persona que él hubiera elegido como su sucesor. Es probable que esa persona haya sido él mismo, como lo demuestra el hecho de que dedicó parte del poco capital político que le quedaba a negociar una reforma constitucional quimérica.
Tampoco Eduardo Duhalde se mostró como la continuidad de Carlos Menem, quien incluso hizo todo lo posible por evitar su triunfo. Menem también era el candidato de sí mismo, en el insensato esfuerzo por la re-reelección.
Los Kirchner eligieron una forma de alternancia que, tras la muerte de Néstor, fue imposible de concluir. Es la razón por la cual en el kirchnerismo a ultranza comienza a circular la idea de reformar la Constitución para permitir otra postulación de la Presidenta.
El problema sucesorio se vuelve todavía más complejo por la falta de equilibrio de poder que afecta hoy a nuestro país. La ausencia de una fuerza política con capacidad competitiva para derrotar a la que está en el poder hace más verosímil la idea de que el heredero será del partido gobernante. Esa perspectiva entraña una nueva complejidad: a quienes deseen heredar a Cristina Kirchner desde el peronismo sólo les cabe especular con el deterioro de la Presidenta. En ese supuesto está la razón por la cual la insinuación de Daniel Scioli sobre sus pretensiones presidenciales fue interpretada en Olivos como una traición.
La señora de Kirchner está muy advertida acerca de este problema. Sabe que, dado su férreo unicato, cualquier candidatura peronista está condenada a progresar sobre la base del deterioro de su popularidad. Esta hipótesis rige una de las principales operaciones de la Casa Rosada en estos días: la transferencia del ajuste a quienes podrían resultar competidores internos. La presión del poder central sobre Scioli para que descargue sobre los contribuyentes bonaerenses una asfixiante batería impositiva es, además de la expresión de una emergencia fiscal, un instrumento de la lucha por el poder interno en el PJ. Condenada a perder imagen, la Presidenta se propone que los demás la pierdan más que ella. Y, si es posible, antes.
Estas deformaciones son hijas de un problema central de la política argentina de estos días. La incapacidad para garantizar la alternancia en el poder. No es sólo un fenómeno local, aun cuando entre nosotros presenta rasgos muy agudos. México vivió 70 años a la sombra del PRI, que ahora se prepara para volver al poder. Así y todo, el sistema mexicano tiene una ventaja: desalienta el personalismo porque prohíbe la reelección. El unicato no estuvo nunca en manos de una persona, sino de un partido.
En Brasil, Fernando Henrique Cardoso encendió una gran luz de alarma cuando tomó nota de que el PT había ganado tres elecciones presidenciales consecutivas. "Estamos engendrando un subperonismo", dijo. Aun con ese peligro, los brasileños cuentan hoy con un sistema de partidos mucho más sólido que el nuestro. Sin ir más lejos, la oposición del PSDB gobierna San Pablo y Minas Gerais, dos de los principales estados del vecino país.
En la Argentina, la hegemonía del peronismo se potencia con el personalismo que caracteriza a esa fuerza. Es la expresión de un gran retroceso en la calidad de nuestra vida pública.
Hay que remitirse al orden conservador para encontrar características similares. Aunque las condiciones socioculturales de una democracia limitada permitían a aquella república restrictiva sortear con bastante eficacia el problema sucesorio.
Natalio Botana explicó claramente cómo esa generación, que se mantuvo en el poder desde 1862 hasta 1916, con sus aciertos y desaciertos, logró traspasar el poder ejecutivo ateniéndose a un equilibrio que, aunque por momentos pareció desajustado ante la búsqueda de preponderancia porteña, marcó las pautas de acción ejecutiva durante su época.
Sin embargo, Alberdi graficó la mecánica de este proceso cuando explicaba en sus últimos escritos que los electores resultaban ser los gobernantes y no los gobernados. Es decir, se trataba de una democracia limitadísima, sobre todo por las deformaciones del sistema electoral, que no era ni universal ni secreto ni obligatorio.
El poder electoral residía en los recursos coercitivos o económicos de los gobiernos y no en el soberano que lo delegaba de abajo hacia arriba. Las elecciones consistían en la designación del sucesor por el funcionario saliente y el control lo ejercía el gobernante sobre los gobernados antes que el ciudadano sobre el magistrado.
Asistimos, así, a otra deformación de nuestra república democrática, a la que conducen los sucesivos desvíos y abusos de poder desde la presidencia de la Nación, en un sistema donde la independencia de los poderes brilla por su ausencia.


