Desde que el hombre es hombre, los cuentos y las narraciones han tenido la virtud de poner en suspenso su incredulidad. Tal vez porque a través de las ficciones que urde la imaginación alcanzamos una posible aunque provisoria lectura del mundo y de la experiencia humana, que por definición son inabarcables. Según Vargas Llosa, a través de las ficciones que nos ofrece la literatura accedemos a otras vidas que anhelamos pero no podemos vivir, encerrados como estamos en la propia, siempre limitada y mezquina a la luz de las promesas que laten en el ancho mundo.
Sin embargo, para que la mente humana acepte una historia de ficción es preciso que se den ciertas condiciones. La primera es la coherencia interna del relato. Nadie se deja llevar de las narices si la narración se revela caprichosa o carente de sentido. Otra condición indispensable es que, a través de ciertos ritos o dispositivos, se pueda poner en suspenso el mundo real mientras se desarrolla la historia. No es casual que los primeros relatos hayan nacido al calor del fuego, que convocaba la mirada de la tribu mientras el mundo se disolvía en la oscuridad de la noche.
Algo parecido ocurre en el teatro. Cuando las luces de la sala se apagan, sólo queda iluminado el espacio mágico del escenario, donde el espectador espera que progrese una historia que él vivirá como verdadera, al menos mientras dure la función y siempre que la pericia del autor, el director y los actores lo ayuden.
¿Pero qué pasaría si en medio de la obra se cayera de pronto el telón que separa la escena del backstage y quedara en evidencia que el paisaje alpino contra el que se recortaba la acción es sólo un burdo cartón pintado? ¿Qué pasaría si los apuntadores les gritaran la letra a los actores a viva voz o si el director irrumpiera en escena para explicar un giro del argumento que no se comprendió bien? Cualquiera de estos incidentes rompería la magia y cortaría el hilo del sueño ficcional. Después de ese baldazo de agua fría, al público le costaría mucho volver a retomarlo. Habría despertado, de golpe, a la realidad.
En el gran teatro que montó el kirchnerismo ha ocurrido lo que se acaba de describir, pero sorprendentemente las consecuencias fueron muy distintas: la función siguió adelante, como si nada hubiera pasado, y los espectadores siguieron firmes en sus butacas, consumiendo el espectáculo. Nadie amagó a dejar la sala y nadie le exigió al responsable de la puesta la devolución del importe de la entrada.
Aunque no se corresponda con los hechos, el relato que tejió el kirchnerismo con viejos retazos y hábiles puntadas goza de coherencia interna. Repetido hasta el hartazgo por funcionarios, legisladores, medios adictos, bloggers y sobre todo la mismísima Presidenta, caló hondo en una buena parte de la sociedad. Lo que se rompió en este último tiempo no es esa coherencia de barricada, sino la segunda condición del relato: la suspensión momentánea de la realidad.
Boudou es un actor malo. Le falta, para repetir el libreto, la convicción que le sobra a la Presidenta. Lo traiciona esa involuntaria sonrisa de satisfacción que no se le cae de la boca. Pero el problema con su última actuación (la conferencia de prensa sin preguntas que dio por el caso Ciccone) es que abandonó el guión y dejó expuesto, ante los ojos de todos, el cartón pintado de utilería con el que el Gobierno reemplazó la realidad y embelleció cada uno de sus actos. En lugar de mantenerla en suspenso, a distancia prudencial, fuera de la vista, el acosado Boudou trajo a escena la realidad pura y dura. Sin máscaras, tal como se vio ese día, la realidad es ésta: en esta democracia lo único que cuenta es el poder. Un poder que, entre otras cosas, es garantía de impunidad. Si un juez va camino a condenarme, simplemente lo quito de en medio. Como sea y caiga quien caiga.
El día en que prescindió del relato, Boudou destapó de paso, porque había dejado de serle funcional, otro de los modos en que el Gobierno operaba o pretendía operar en el Poder Judicial para mantener a los jueces a raya, bien a través de los oficios del procurador general de la Nación, jefe de los fiscales, o mediante el solícito estudio de abogados presidido por la esposa del entonces procurador, Esteban Righi.
Expuesta a cielo abierto, semejante dosis de realidad debería haber despertado a varios del sueño ficcional del kirchnerismo. Pero no fue así. Y a partir de entonces, parece haberse corrido un límite.
La Presidenta avaló el diagnóstico y la estrategia del vicepresidente y el Gobierno apuntó contra el juez Rafecas, que anteayer fue apartado del caso Ciccone y que ahora debe explicar el inexplicable intercambio de e-mails con un abogado allegado a Boudou, divulgado por el mismo vicepresidente el día que destapó la olla. Righi, también dejado en offside , fue obligado a renunciar, y ahora se pretende cubrir el cargo con un funcionario de segunda línea cuyo único mérito es el único requisito que se le exige a la tropa: alineamiento y obsecuencia. Atributos más que inquietantes para un jefe de los fiscales.
A partir de aquella conferencia de prensa, el Gobierno parece estar actuando de manera más explícita, más frontal, como si hubiera advertido que, al menos en lo que al avasallamiento de las instituciones se refiere, ya puede ir prescindiendo de la máscara del relato. El ejemplo más claro es el modo en que confiscó YPF, ahora en las buenas manos del ministro De Vido, responsable en la tragedia de Once y de la misma crisis energética que, según el Gobierno, se busca sanear con la medida.
Mientras tanto, la platea sigue el espectáculo sin acusar reacción. A nadie parece importarle que se hayan encendido las luces de la sala y se vea el cartón pintado. Tal vez la causa resida en una idea sugerida en esta misma página por el sociólogo Eduardo Fidanza: ante la declinación de la política, los ciudadanos se han convertido en consumidores. Si esto es así, la decisión del Gobierno de frenar el recorte de los subsidios a los servicios públicos y de buscar cajas alternativas para seguir alimentándolos quizás haya sido una medida tan cortoplacista como astuta. Por más malestar que haya, es el bolsillo lo que altera el sueño de la gente. Mientras tanto, seguimos dormidos en medio de la realidad y la ficción, sin saber ya dónde acaba una y dónde empieza la otra. Algo que, como carece de consecuencias, tiene cada vez menos importancia.


