Poco más de dos siglos atrás, en la etapa preconstitucional de los Estados Unidos, James Madison no ocultaba su inquietud por la tensión existente entre la necesidad de concebir un aparato estatal con suficiente poder como para lograr sus fines con la igualmente imperiosa necesidad de someterlo a algún grado de control. En sus escritos en El Federalista, Madison proponía diseñar artilugios que permitieran cierta injerencia recíproca entre las ramas del gobierno para así evitar acciones desmedidas por parte de cualquiera de ellas, pero sin afectar su autoridad y fortaleza.
El desvelo por el control como factor limitativo del poder no parece haber sido enteramente solucionado en las democracias contemporáneas. Desafortunadamente, la Argentina no escapa a dicho patrón ya que no hemos encontrado aún un equilibrio conveniente entre un Estado con capacidad de ejecución y esquemas efectivos para impedir abusos. Algunos organismos de control en nuestro país parecen haber sido postergados por nuestra clase política. La situación de la Defensoría del Pueblo de la Nación es un buen ejemplo del desinterés reinante.
Con rango constitucional desde la reforma de 1994, la Defensoría tiene como misión la defensa y protección de los derechos humanos y demás derechos, garantías e intereses tutelados en la Constitución Nacional frente a actos de la Administración Pública Nacional y de los terceros que gestionen servicios públicos. Sin embargo, pese a su enorme importancia tanto por sus funciones de protección de derechos como de control, el cargo de defensor del Pueblo permanece vacante desde la renuncia de su titular en 2009. Si bien hubo algunos intentos tímidos para cubrir la vacante, la falta de consensos y la prevalencia de concepciones autointeresadas impidieron que los principales partidos políticos llegaran a acuerdos para poner en funciones a un nuevo defensor.
Frente a este panorama, en 2009, un extenso grupo de organizaciones de derechos humanos, sociales, profesionales y gremiales propusimos que la persona a ocupar dicho cargo fuera elegida de manera transparente y participativa, y tuviera una reconocida trayectoria y compromiso en la defensa de derechos. Sin embargo, excepto por la presentación de un proyecto de ley del diputado Adrián Pérez (Coalición Cívica), la iniciativa no sólo no tuvo eco en el Congreso sino que la Defensoría aún permanece a cargo del Defensor adjunto.
Otros organismos de control padecen similares dolencias. La Oficina Anticorrupción, por ejemplo, ha perdido notablemente la impronta que tuvo durante sus primeros años de vida. Una situación análoga se percibe hoy en el funcionamiento de la Fiscalía Nacional de Investigaciones Administrativas, que carece del liderazgo y la efectividad que ostentó durante la gestión del ex Fiscal Manuel Garrido. Asimismo, las tensiones en el funcionamiento de la Sigen y en su relación con otros organismos de contralor como la Auditoría General de la Nación (AGN) sugieren algunas falencias y falta de coordinación entre agencias con similares propósitos. Vale recordar que dichas desavenencias llegaron a los estrados judiciales: recientemente la justicia federal en lo contencioso administrativo le ordenó a la Sigen entregar a la AGN una serie de informes que la primera le había denegado. Por otra parte, el acuciante problema de los jueces subrogantes también alimenta las carencias en los mecanismos de control. Datos de 2010 señalan que un 22,6% de los cargos no están cubiertos por un juez designado para esa vacante específica, como lo establece la Constitución Nacional.
Endilgarle la responsabilidad exclusiva por esta preocupante situación sólo al partido de gobierno sería ingenuo. Nuestra clase política toda debe retomar la preocupación madisoniana por las funciones de control en nuestro sistema democrático y poner este tema en el centro de la agenda política.
El autor es director ejecutivo de Asociación por los Derechos Civiles.


