Su pronta reubicación en el consultorio médico de una empresa privada se debió a los buenos oficios de un amigo. Peronista, claro.

Meses más tarde, tras la caída de Perón, los tantos se invirtieron y papá debió preocuparse por el amigo en desgracia. Habían intercambiado los papeles, pero la amistad entre ellos seguía sin fisuras. No se habían dejado arrastrar por las pasiones aleatorias de la política. Así permanecieron: amigos hasta la muerte.

Transcurridos menos de dos décadas desde aquellos episodios, mi padre vino a notificarse de que su persistente prédica casera contra Perón había caído en saco roto. Como a otros tantos antiperonistas de corazón, el castigo divino le cayó en su propia casa.

Cuatro de sus cinco hijos adscribían infaustamente al peronismo, en vertientes, desde ya, enfrentadas: uno lo hacía desde el nacionalismo; otro, montado al FIP, de Jorge Abelardo Ramos; un tercero, vía la Tendencia Revolucionaria de la Juventud Peronista, y el benjamín de la familia (quien esto escribe), desde un lugar de menor compromiso ideológico, pero quizá de mayor fascinación por los acontecimientos que por entonces se abarrotaban frente a su asombro adolescente.

La pasión por ser testigo y dar testimonio de acontecimientos y fenómenos me desvió del peronismo hacia el periodismo (sólo dos letras de diferencia para marcar un abismo conceptual).

Se imaginarán que con un papá tan incómodo con el movimiento nacional y popular (diploma de honor en la Facultad de Medicina de la UBA, lejos de ser un aristócrata, se mantuvo trabajando abnegadamente durante toda su vida para el hospital público) y esos hijos tan apasionadamente atravesados por las pasiones setentistas nuestras comidas y sobremesas no eran de lo más apacibles.

Pronto los ánimos se encrespaban, las voces se elevaban y los estiletazos verbales de la política iban de un lado para el otro. Cosa no tan curiosa: replicando en miniatura el internismo feroz del movimiento, con frecuencia, los hermanos peronistas teníamos más agarradas entre nosotros que con nuestro conservador progenitor. Las dos mujeres allí presentes, mi madre y mi abuela, se mantenían en un discreto segundo plano, entre divertidas e inquietas por el batifondo que metían sus varones.

Sin embargo, a ninguno se nos ocurría que el alto voltaje de aquellos encendidos cruces podía opacar el afecto que nos profesábamos. Fue muy rico para mí crecer en ese ambiente donde se podía decir de todo sin que a nadie se le ocurriera llegar al agravio personal. Y siempre seguía habiendo lugar para las carcajadas, los cumpleaños felices y las emotivas fiestas de fin de año.

Toda esta cascada de apretados y queribles recuerdos viene a cuento porque desde hace un tiempo, y cada vez de manera más persistente, ha empezado a estar mal visto pensar distinto. Antiguos amigos ahora rehúyen encontrarse para evitar el mal rato de comprobar que sus opiniones difieren. Periodistas que antes se respetaban aunque estuviesen en medios opuestos hoy se recelan, se han quitado el saludo o se cruzan graves imputaciones públicamente.

Hasta la gente más ajena a la política y a sus bruscos modales ha comenzado a incomodarse frente al pensamiento diferente. "Leo sus notas y lo felicito -suelen decirme, no sin puntualizarme a continuación una obviedad que antes no hacía falta aclarar-. Aunque no siempre estoy de acuerdo con lo que escribe."

¿Por qué habría que estar de acuerdo en todo? ¿Quién quiere hacernos creer que debemos unificar nuestros pensamientos para no estar en falta? ¿Qué mundo monocorde y aburrido seríamos si en cada tema todos opinásemos disciplinadamente de idéntica manera? ¿Por qué hasta la gente más educada antepone un tímido "disculpame" a manera de aviso cuando va a expresar una idea que podría no ser de nuestro agrado?

Las divergencias, dentro del marco democrático, son más un motivo de celebración que de desdicha. ¿Qué mejor que en nuestras cabezas bullan ideas diferentes que, confrontadas con otras de diversa concepción, podrían llegar a mejorarse mutuamente con matices que no habíamos tomado en cuenta?

Antes de que se nos olvide del todo ese formidable y democrático ejercicio, o que pase a ser directamente una afrenta, debemos volver a revalorizar urgentemente al que piensa distinto de nosotros.

Exponernos a otras ideas nos hace más tolerantes, cultos, sensibles y mejores personas. Con un plus: las buenas maneras y la simpatía son determinantes para convencer, ser convencidos o, al menos, tomar las divergencias no como una declaración de guerra sino como un intercambio entusiasta entre dos o más seres civilizados.

Hagamos el esfuerzo, al menos, los ciudadanos de a pie, ya que ni el Gobierno ni la oposición parecen convencidos de esos beneficios. Que el Gobierno nunca encuentre la ocasión para convocar a dialogar a dirigentes de otros partidos o que la oposición únicamente se autoabastezca con sus propias convicciones sin reconocer jamás algo bueno que el Gobierno pueda haber hecho no tiene por qué llevarnos también a nosotros a transitar por ese nefasto callejón sin salida.

El miedo a la opinión ajena suele expresarse de manera activa, particularmente en los medios de comunicación audiovisual y en las redes sociales, donde el intercambio de insultos, difamaciones y chicanas es bastante más usual que el debate pacífico y sin trampas.

Fastidia cada vez más profundamente que el que está enfrente piense al revés que nosotros. Vivimos convencidos de que las únicas ideas válidas son las que circulan por nuestra cabeza y que exactamente ésas deberían transitar por todas las demás para mantenernos amables y sin ofuscarnos.

¿Será que tememos inconscientemente ser convencidos? ¿Hay alguna pulsión atávica por los tantos años vividos bajo dictaduras militares que nos hace inconscientemente retroceder hasta amordazarnos de vuelta como en aquellas épocas? ¿No es acaso lo que se intentó hacer al pretender "marcarle la cancha" a Mario Vargas Llosa sobre lo que algunos intelectuales oficialistas pensaban que no sería apropiado que dijera en la inauguración de la Feria del Libro?

No hay nada que disfrute más que las cenas con largas sobremesas de gentiles discusiones políticas con un amigo cuyo nombre me reservo por ser kirchnerista vergonzante (le gusta todo lo que hace el Gobierno, pero no se decide a declararse oficialista). Distendidos, porque sabemos que no vamos a hacernos zancadillas arteras, sentimos que ese ir y venir de dos que difieren sobre un mismo tema es una de las experiencias humanas más recomendables. Y lo mejor de todo es que sabemos que, aunque el intercambio se ponga espeso, terminaremos indefectiblemente a los abrazos. Apena que esto no sea más corriente y que, por el contrario, se señale a la saludable confrontación política como un recurso contraindicado del que es preciso alejarse. Paradójicamente, la TV de hoy fomenta los "debates", pero de temas menores ( realities , chimentos, fútbol).
Si no volvemos pronto a discusiones en serio más amigables, todos terminaremos monologando o hablando sólo para los que están fanatizados por las mismas causas que nosotros. Y seremos cada vez más hoscos con quienes no comulgan con nuestras creencias.

En Twitter, por ejemplo, cada cual se ha hecho una gruesa caparazón para decir sus genialidades y vivir en su propia cápsula. Quien escribe alguna inconveniencia es automáticamente encarnizado por trolls (seres anónimos con nombres falsos que sólo están en la red para provocar) y también por militantes de las causas más diversas y cholulos de los famosos más impresentables que, por defender obsecuentemente a sus amos, son capaces de atacar al contrario por su sexualidad, por su edad o apelando a la aviesa tergiversación de sus dichos o trayectoria. No hay manera de ganarles: por lo general no debaten de la controversia en cuestión, pero si acaso lo hicieran y se sintieran acorralados de inmediato saltarán hacia otro tema para ver si ahí pueden lucir un floreo más ingenioso. La cuestión es ganar, dejar mal parado al otro, fatigarlo para, si es posible, sacarlo de circulación, armarle un escrache, abominar de él a los cuatro vientos.

Vuelvo a evocar a mi padre y a la serena resignación con que tomó cuarenta años atrás la efervescencia peronizada de sus hijos y lo ejemplar que fue al respetar nuestro dolor cuando, el 1° de julio de 1974, murió Perón.

Unos meses antes se había permitido festejar divertido una verdadera paradoja de las tantas que empezaban a atropellarse en esos tiempos de turbulencias políticas, poco antes de que las tinieblas lo envolvieran todo. Tras la caída de Cámpora, en julio de 1973, el peronismo en el poder viró bruscamente hacia la derecha. Un allanamiento a un local de la Juventud Trabajadora Peronista terminó con uno de mis hermanos entre rejas. Mi padre, que había sido médico de la Penitenciaría (allí trabajó a las órdenes del peronista Roberto Pettinato, padre del conocido animador), peticionó con éxito para que lo soltaran. "¿Se dan cuenta? -nos gastaba-. ¡Un antiperonista tiene que sacar de la cárcel a un peronista preso en el gobierno de Perón!" Otra vez, el afecto filial sanaba las incoherencias patológicas de la política.

Se ha dicho que la oposición tanto se había obsesionado en ir en contra de Néstor Kirchner que cuando éste murió quedó desorientada, dispersa, sin objetivos. En cambio, una sustancial reducción de la agresividad verbal de la Presidenta y una utilización más madura e institucional de su canal de Twitter la hicieron subir varios puntos en la consideración pública, incluso por parte de los no kirchneristas.

Ojalá que en octubre ganen los que, además de tener el mejor plan de gobierno, sepan escuchar más y vociferar menos.