Por Ricardo De Titto
HISTORIADOR, DIRECTOR DE LA COLECCION DEL BICENTENARIO DE EL ATENEO
Con motivo del bicentenario del nacimiento de Sarmiento, su figura controversial y polémica renace. Execrado por unos y glorificado por otros, el gran sanjuanino tiene ganado, de cualquier modo, un lugar que nadie puede obviar en la historia argentina, aunque se lo intente, como pasó durante los festejos del año pasado.
Aparece entonces, como bien rescató Luis Alberto Romero en esta misma sección, la dimensión de estadista de Sarmiento como constructor de un Estado nacional y una sociedad “civilizada” –en esa escuela pública que supimos conseguir gracias a su impulso denodado– como dos caras decisivas de su combate.
Sin embargo, aquellos que para denigrarlo apelan a un reduccionismo inaceptable hasta convertir a Sarmiento en una especie de genocida de gauchos , suelen ocultar (y no es casual) cuál era el proyecto de país que vertebraba todo el andamiaje de construcción política de Sarmiento.
Sabido es que se deslumbró con los Estados Unidos y que durante su primer viaje terminó por pergeñar el modelo económico y social que sustentaría la construcción de una nación y un Estado en el otro extremo del continente.
Para él, la clave estaba en la propiedad agraria, en el régimen de tenencia de la tierra . El motor del progreso estaba allí, en llenar el país de colonias agrícolas, en poblar el desierto con inmigrantes que se afincaran en la pampa para producir y, a la vez, generar un mercado interno consumidor que potenciara el desarrollo de la industria nacional. En esa pequeña unidad residía el secreto: hacer “cien Chivilcoy”, como enunció en su programa presidencial , era crear ciudadanos activos en la pequeña comunidad, como pequeñas civis diseminadas por el territorio que había que poblar. Educar a esa masa mayoritariamente analfabeta era el pasaporte al futuro, lo que arraigaría el proyecto para las futuras generaciones, lo que constituiría una instruida y dinámica clase media impulsora del progreso social.
Por esa razón terminó sus días desolado, enfrentado a lo que con razón denominó “oligarquía de las vacas”, y al nepotismo que extendió su poder durante el roquismo, tejiendo una madeja que, combinada con la dependencia de los capitales foráneos, ató el destino de la Argentina al modelo agroexportador y, digámoslo así, deformó su estructura socioeconómica.
No es en absoluto casual que silenciar la voz de Sarmiento pase por olvidar a aquel Sarmiento proteccionista, industrialista, enemigo de los endeudamientos y promotor de la pequeña propiedad , que luchó por un país democrático poblado por ciudadanos instruidos y conscientes. Pero ése fue un modelo capitalista que afectaba intereses ya arraigados.
Murió predicando en el desierto, sólo dos años antes de que la revolución de 1890 se alzara en armas para recuperar esos valores y enfrentar la corrupción instalada en el poder.
La Argentina, sin embargo, había perdido ya la batalla por convertirse en los Estados Unidos de Sudamérica , el gran sueño sarmientino incumplido.


