Mariana Verón
LA NACION

Sus hijos, Máximo y Florencia, han decidido acompañarla y cancelar sus propias actividades para estar junto a ella. Guardó todo: rosarios, prendedores, camisetas, banderas, cartas. Algunas cosas las puso en el despacho de su marido en la quinta de Olivos. Otras se las llevó directamente a Río Gallegos, el día del entierro, a la nueva casa, a media cuadra de la ría, que habían comprado juntos. Algunos recuerdos más quedaron en la Casa Rosada.

La Presidenta volvió ayer al pago chico, después de un mes de ausencia, para ir al cementerio donde descansan los restos de su marido. Se cumplía un mes de la muerte de su marido y Cristina pidió partir lo antes posible de Guyana para poder estar en Río Gallegos a tiempo.

Quienes tienen que verla a diario, a veces se sienten incómodos. La Presidenta pasa buena parte de sus conversaciones políticas hablando de Kirchner, de sus recuerdos, de su vida, de lo último que dijo, de lo último que hizo, y la mayoría de las veces llora. Al rato se le pasa y vuelve a la gestión diaria, en la que, según dicen, está ocupando cada vez más los espacios que dejó en el armado del poder la muerte del ex presidente.

Así, entre esos recuerdos, fue como ella contó hace unos días a uno de sus funcionarios que había encontrado, entre los papeles de su marido, que Kirchner había hecho el cambio de domicilio que había prometido públicamente a Río Gallegos. La fecha es el 14 de octubre. "Ni yo sabía", le dijo Cristina a un colaborador.

En esas charlas es cuando recuerda todo: desde el último gran asado que compartieron con amigos en la casa de Máximo, su hijo mayor, en Río Gallegos, el viernes antes de la muerte, hasta la obsesión de Kirchner por sus rutinas deportivas, que lo llevaban incluso a entrenarse una hora antes de los clásicos partidos de los viernes en Olivos para que los 90 minutos de juego impactaran menos en su cuerpo.

Todo eso se terminó: no hay más picaditos y en la residencia presidencial no volvieron tampoco las cenas de la mesa chica del gabinete nacional. Según pudo reconstruir La Nacion entre los íntimos de la Presidenta, por el momento ella no convocó a nadie. En vida de Kirchner, tanto el secretario legal y técnico, Carlos Zannini, como su par de Inteligencia, Héctor Icazuriaga, cenaban todos los días en Olivos, excepto los sábados. Los viernes se ampliaba el quincho para más funcionarios.

Hoy, la intimidad de la Presidenta está blindada para su núcleo familiar. Le pidió a su hija Florencia que no volviera a Nueva York, donde estaba estudiando cine. Al menos hasta marzo, la menor de los Kirchner permanecería junto a su madre. Ella y su hermano se quedaron todo este mes en la quinta presidencial. Sólo viajaron juntos a Río Gallegos la semana en que la Presidenta se fue a Seúl para la cumbre del G-20. Apenas Cristina regresó, los dos hijos estaban de regreso en Olivos.

La hermana de la Presidenta, Giselle Fernández, y su madre, Ofelia Wilhem, son las que más frecuentan la residencia. "El momento más duro es a la noche, en Olivos", cuentan quienes comparten la gestión con Cristina. Otro que pasa más tiempo en la residencia es Rudy Ulloa, el ex chofer de Kirchner y su mano derecha.

En la gestión en la Casa Rosada poco cambió. La Presidenta mantuvo su rutina de pasar la tarde allí, con pocas actividades por la mañana. Lo que los ministros resaltan con alivio es que ya no reciben tantas llamadas. Antes, Néstor y Cristina duplicaban sus pedidos. "Cristina delega un poco más, pero de política ahora hay que hablar con ella", recordaba un funcionario por estos días.