Teníamos una sola opción: aceptar o negar la gravedad de la decisión de la Corte Suprema, pero si la aceptábamos debíamos pensar luego si no era mejor dejar el Gobierno en manos de las corporaciones. La frase la deslizó un influyente funcionario del gobierno nacional y se refería a la decisión del tribunal sobre la ley de medios. A ese elevado nivel de una eventual crisis llegaron las consecuencias de la resolución de los jueces supremos. En ese límite de su dura ofensiva contra la cabeza del Poder Judicial se frenó el kirchnerismo, por ahora, en la noche del viernes patagónico.
Fue lamentable que 14 gobernadores viajaran a Santa Cruz para manifestarse contra la Corte Suprema. La convocatoria y la escenografía fueron hechas contra la Corte y sus decisiones, aunque el contenido haya sido cambiado varias veces en las horas previas. En ese envase se colocaron a último momento, en efecto, palabras indescifrables contra la oposición parlamentaria. Fue el clásico y básico Kirchner, bamboleándose entre el amor fingido y el rencor genuino. Pero ¿acaso la oposición no hizo sólo lo que le pidió la Corte, que era intervenir en el conflicto irresuelto en Santa Cruz por el caso del ex procurador Eduardo Sosa? ¿Acaso la resolución del máximo tribunal no decía expresamente que se trasladara al Poder Legislativo ese caso de desobediencia manifiesta de una provincia?
Era mejor ir y contenerlo antes que no ir y profundizar la crisis institucional , aclaró uno de los gobernadores. Dicen que los que más condiciones pusieron fueron el bonaerense Daniel Scioli y el salteño Juan Manuel Urtubey; son, también, los que siempre ponen más reparos para estar cerca, pero siempre terminan estando cerca. El interlocutor permanente para los arreglos de los gobernadores con Kirchner fue el sanjuanino José Luis Gioja.
El gobierno elegido más unitario de la historia en clave económica se envolvió, así, en la bandera del federalismo en una cuestión de elemental respeto institucional. Ningún otro gobierno los obligó tanto a los gobernadores a peregrinar hasta Olivos para conseguir recursos esenciales para sus provincias; ningún otro, tampoco, les suplicó apoyo político para desacatar a la Corte desde una fortaleza provincial.
Scioli insistió en que la decisión de la Corte "es impracticable", la misma opinión que había difundido el kirchnerismo. No es cierto. El propio gobernador santacruceño, Daniel Peralta, encontró una solución y la envió a la Legislatura local. Luego, él y Kirchner decidieron no cambiar nada para seguir controlando la fiscalía local. Pruebas: el fiscal que reemplazó a Sosa, Claudio Espinosa, que debería investigar al poder local, estaba entre los eufóricos asistentes al acto kirchnerista.
¿Por qué Kirchner logra siempre que la dirigencia peronista termine eligiendo el mal menor? Es cierto que el discurso del ex presidente mostró, como nunca antes, a un líder débil que debió aceptar por primera vez las condiciones de sus invitados. A un líder con signos evidentes de haber recibido un golpe político. Eso lo explica a Kirchner, pero no a los gobernadores. La presencia complaciente en actos partidarios es una cosa; otra cosa es la complicidad con las agresiones de hecho a la institución judicial. Hay lugares y momentos de los que no se vuelve, y esa tarde y ese acto del viernes en Río Gallegos son, quizás, algunos de ellos.
¿En qué oportunidad sucedió esa manifestación del poder político contra el judicial? El máximo tribunal del país acababa de condenar a la derrota a los Kirchner en la segunda gran guerra que declararon. La primera fue contra el sector rural; el fracaso lo estampó en ese caso el Senado y, en su instancia final, el vicepresidente Julio Cobos con su ingrato desempate. Ahora, el protagonista fue la Corte y la guerra descerrajada fue contra los medios audiovisuales independientes.
La conclusión de la reciente resolución de la Corte es que los multimedios que existen seguirán siendo iguales dentro de un año, en las vísperas de las elecciones presidenciales. La desintegración de esos conglomerados antes de los próximos comicios, sobre todo el de Clarín , fue el objetivo oculto, pero fundamental, de la nueva ley de medios. La decisión de frenar la vigencia de la cláusula de desinversión, dispuesta por el juez federal Edmundo Carbone y ratificada por una Cámara y por la Corte, anticipan plazos judiciales más largos que las necesidades políticas de los que gobiernan.
Los Kirchner sabían que esa decisión se cocinaba en la Corte. De hecho, los trazos esenciales de la resolución de los jueces supremos fueron redactados hace unos 60 días. ¿No lo sabían en la cresta que todo lo sabe? Imposible. Eso explica el largo período de enfrentamiento del Ejecutivo con la Corte y la intensa campaña de desprestigio y de calumnias a la que sometió al tribunal.
Dos sectores oficiales confluyeron de inmediato en la residencia de Olivos con opiniones diferentes. Uno de ellos sostenía que debía aceptarse la derrota y lanzar un nuevo y duro ataque contra la Corte. Lo lideraba el titular de la autoridad de radiodifusión, Gabriel Mariotto, que desoyó luego el discurso elaborado por el propio kirchnerismo. Mariotto fue uno de los pocos que reconoció la derrota. La otra franja la integraron el secretario general de la Presidencial, Oscar Parrilli, y, sobre todo, su subsecretario, el ex radical Gustavo López, que aconsejaron buscar argumentos exitistas para esconder el fracaso. Ellos tenían razón. La aceptación de la realidad hubiera terminado con el Gobierno , explicó, dramático, uno que los oyó.
El Gobierno prefirió entonces subrayar la mención de la Corte al "plazo razonable" que deberían tener las medidas cautelares. Esa posición es vieja entre los jueces supremos. Los magistrados sólo discutieron ahora si le ponían un plazo firme (hablaron de uno o dos años) o si dejaban aquella mención imprecisa a lo que sería razonable. Eligieron lo último. De todos modos, uno o dos años son como la eternidad para los Kirchner; entonces, ya habrán pasado o estarán por pasar las elecciones y los grandes medios seguirán siendo tal como son. Ese es el tamaño de la derrota.
Funcionarios judiciales estiman que el juez Carbone decidirá la cuestión de fondo (la inconstitucionalidad, o no, del artículo que obliga a la desinversión) antes de fijarse un plazo para dictar esa resolución. Con fama de serio, duro e insobornable, Carbone es un juez que ya está jubilado, pero que se quedó en la Justicia porque le pidieron que no se fuera ante tanta carencia de jueces. La jubilación lo coloca más allá de las presiones o las amenazas del Gobierno. La resolución definitiva de Carbone será un secreto hasta el día en que se haga pública. Pero hay indicios que permiten la inferencia: un juez con sus características sólo dicta decisiones de no innovar cuando tiene alguna certeza de que se está por dañar un derecho, un bien o una garantía constitucional.
El Gobierno debería prepararse para esa eventual decisión con algo más que manifestaciones públicas. La época en que esas concentraciones eran más importantes que las instituciones pasó hace casi 40 años. En los años 70, en efecto, la capacidad de movilización social de los líderes políticos era más significativa que las decisiones de los poderes de la Constitución. Los Kirchner son tributarios de esa herencia setentista. A Néstor Kirchner, sobre todo, nunca se le ocurre una idea mejor que sacar a la calle a organizaciones piqueteras, al lamentable clientelismo del conurbano y a las agrupaciones de derechos humanos cuando tiene un problema. La nueva democracia argentina revalorizó desde 1983 a las instituciones por encima de las movilizaciones. Los Kirchner están desandando ese saludable camino.
Desandan otros caminos, también. La relación con Gran Bretaña ha sido mucho más complicada desde la guerra inútil que forzó la dictadura en 1982. Desde Raúl Alfonsín, la democracia argentina se esforzó, en cambio, por encauzar ese centenario conflicto por las islas Malvinas en un contexto de ardua negociación diplomática. El arribo de los Kirchner al poder significó, al revés, una regresión a la cartografía discursiva y gestual de los militares.
Los británicos ocupan ilegalmente islas que están muy lejos de ellos. Pero nada habilita a que el Twitter de la Presidenta se haya convertido en una herramienta adolescente para resolver graves conflictos internacionales. Gobierno y Twitter se encendieron ayer de nacionalismo frente a maniobras militares británicas en las Malvinas. Cuando le va mal, el populismo suele despertar los peores instintos nacionalistas de los pueblos. Esas islas en el confín del Sur merecen argumentos mejores.


