Once diputados y un senador nacional constituirán, a partir de la renovación de bancas que se producirá el 10 de diciembre próximo la representación del campo en el Congreso de la Nación. Lo harán en ese carácter sin perjuicio de la pertenencia que corresponda a alguno de los diversos partidos cuyas listas de candidatos integraron en la consulta del 28 de junio. Otro tanto ocurrirá en las legislaturas provinciales a las cuales hayan accedido hombres y mujeres compenetrados de las cuestiones concernientes a este sector vital para el país.
El cambio notorio de tendencias políticas que se ha operado en las urnas deberá contribuir a que la actuación parlamentaria de los legisladores más consustanciados con los problemas agropecuarios gravite aún con más fuerza, si cabe, de la que hubiera sido posible hasta ahora. No sólo los dirigentes de la oposición, sino incluso aquellos que han preservado relaciones de mayor vecindad política con el matrimonio gobernante, como ha sido el caso del gobernador del Chaco, han considerado necesario advertir en público que ha llegado la hora de que el Gobierno revise sus relaciones con el ruralismo y las políticas que han conducido al actual estado de cosas.
La sociedad en su conjunto ha sido, según se infiere de los resultados electorales, más consciente que las autoridades nacionales del daño que por esa vía se ha provocado en desmedro del país. Así ha caracterizado la ciudadanía, por sus consecuencias de orden general, el fenómeno de verdadera persecución política, económica y social contra el sector que había dado en las últimas décadas claras evidencias de ser el más competitivo, más dinámico y de mayor productividad de la actividad nacional.
Es posible denunciar que ha habido hasta un hostigamiento cultural contra el campo, desencadenado por profesionales e intelectuales cuya miopía oficialista se refleja en el trastorno sobre la visión de la historia y del presente de los argentinos. De otro modo, hubieran tomado nota de los desmadres de índole variada habidos en la situación nacional, y habrían prescindido de la decisión de deformar el papel relevante que el agro, la ganadería y las industrias asociadas han cumplido en el desenvolvimiento de la economía nacional.
Como bien se expuso en el último encuentro de actualización política y económica convocado por la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa (ACDE), pocos sectores como aquél se han preparado más en nuestro medio para ser parte activa de la sociedad del conocimiento. Desde luego que el crecimiento cuantitativo del campo argentino ha sido extraordinario en las últimas décadas, como que desde 1970-71 los poco más de 10 millones de hectáreas cultivadas se han triplicado en cantidad.
Mientras tanto, se ha afirmado una industria aceitera de relieve mundial y la maquinaria agrícola ha conquistado mercados extranjeros, por lo que se ha extendido el reconocimiento a una calidad de servicios que es, desde hace tiempo, de valor indiscutible en el ámbito nacional agropecuario. Además, si algo impresiona últimamente, es el grado de aprovechamiento que se está haciendo de la información digital y satelital, como en la reciente incorporación de tecnología de punta para introducir el concepto de la agricultura por ambientes.
La Argentina ha demostrado que le sobra capacidad y energía para llegar a los 100 millones de toneladas de granos. Ahora, la meta ha pasado a ser que el país alcance, según postulaciones expuestas en la reunión de ACDE, una producción de 150 millones de toneladas, con el consiguiente aumento de las exportaciones de 45.000 millones de dólares a 70.000 millones de dólares.
Después de que el país hubiera dado hace menos de veinte años el salto que parecía imposible de una producción de cereales de 30 millones de toneladas, parecería que aquella esperanza está más que justificada por los avances de todo tipo que se suscitan en el mejoramiento de los granos, en el combate de las plagas, en la devolución a la tierra de las sustancias químicas y minerales que se extraen con los cultivos, en el perfeccionamiento incesante, en fin, de la maquinaria agrícola.
Debe cambiar, sí, para que ello sea asequible, la dirección de la nefasta política oficial con respecto al campo, tal como lo ha reclamado el voto ciudadano. Los mercados están ávidos de mayores cantidades de alimentos y de conquistar, a través de los biocombustibles y del etanol, fuentes creativas de energía. En los Estados Unidos, más del 30 por ciento de la producción de maíz ya se destina a la generación de etanol.
El mundo, en su conjunto, habrá aumentado en más del 62 por ciento los requerimientos alimentarios en los primeros 25 años del siglo XXI en medio de limitaciones notorias en los recursos naturales. Por citar algunos de los que fueron objeto de comentario en las exposiciones de ACDE, sólo el 3 por ciento de la superficie mundial es apta para la agricultura sin riego; hay escasez de agua y se ha incrementado la desertización y degradación de tierras. Dentro de ese cuadro, la Argentina ocupará una posición de excepcionales ventajas comparativas tan pronto se libere de las siniestras políticas en vigor.
No hay tiempo que perder. Urge establecer una estrategia de Estado que, en vez de desalentar la producción agropecuaria, la estimule. Por eso, el primer paso debe consistir en que la Argentina retome su papel de país previsible y que el gobierno de la Nación cuente con una esfera específica de atención de los intereses del agro y de la ganadería, con funcionarios animados de un espíritu distinto del de quienes en los últimos años resignaron facultades a favor de áreas constituidas con objetivos manifiestamente diferentes.


