Lo único que falta es que Cristina Kirchner sea también candidata a diputada
con la aclaración explícita, desde ya, de que nunca volverá a ser diputada. El
mayor escándalo institucional de los últimos ocho años, promovido por una camada
de candidatos que anticipan que nunca ocuparán los cargos que disputarán, sólo
se explica en la certeza previa de que las elecciones de junio están perdidas
para el poder que gobierna. Sin embargo, esta profanación del espíritu
constitucional podría arrastrar a la Argentina de tumbo en tumbo y adelantar aún
más los estrechos márgenes de la política.
Nunca, desde que Néstor Kirchner asumió, en 2003, la sociedad argentina
estuvo peor. Crisis económica. Conflicto irresuelto con el crucial sector
agropecuario. El consiguiente temor de la sociedad por las consecuencias de las
malas noticias económicas, nacionales e internacionales. La inseguridad como una
presencia constante en la vida del argentino común. Alumnos sin clases y
maestros sin disciplina. Empresarios pesimistas y sindicatos alterados.
El hombre fuerte de la Argentina, Néstor Kirchner, encontró una solución para
todo eso que sólo podría aumentar la dimensión del problema: convertir en
candidatos electorales a todos, o a casi todos, los que tienen la
responsabilidad de enfrentar semejante crisis. En lugar de gobernar los
calvarios sociales, muchos funcionarios deberán subirse a la tribuna durante
casi tres meses. Se ocuparán de "candidaturas testimoniales" en vez de
embarcarse en la solución de los problemas reales. Es probable que la sociedad
termine repudiando la práctica y a sus hombres.
¿Qué haría Kirchner si las próximas encuestas le dijeran que esta jugada de
desvarío no sirvió para nada? ¿Acaso podría correr en busca del caos para
presentarse luego él mismo como garante del orden? Tales incógnitas existen
porque Kirchner no es un político de previsibles andaduras democráticas. Hasta
la derrota debe suceder para él en medio de un escenario épico, rodeada por las
condiciones heroicas de un combate de homérica magnitud.
La expresión más notable de esa estrategia es la decisión de ungir candidato
a diputado nacional al gobernador bonaerense, Daniel Scioli, al frente de la
provincia con más conflictos sociales y económicos del país. Sabíamos que Néstor
Kirchner nunca se haría cargo de su banca de diputado nacional, pero conocemos
también con absoluta seguridad que Scioli jamás renunciará a la gobernación más
codiciada del país. Nunca volverá a ser lo que ya fue en los comienzos de su
vida política: un simple diputado nacional.
Tampoco los barones del conurbano serán concejales o diputados nacionales,
porque ellos saben, mejor que nadie, que el poder se lo ejerce en esos duros
condados desde el puesto de mando y no dando testimonios de una lealtad en la
que no creen.
Scioli era, hasta el conflicto con el campo, un presidenciable o un líder de
larga duración en la provincia de Buenos Aires. Recibió consejos para que tomara
un poco de distancia de Kirchner en medio de la batalla entre el Gobierno y los
productores agropecuarios. Decidió, por el contrario, jugar al lado de Kirchner.
Ultimamente leyó en los trazos confusos del futuro que Carlos Reutemann sería el
futuro presidente si ganara cómodamente Santa Fe y si hubiere un próximo
presidente peronista. Descifró también el crecimiento de un candidato, Francisco
de Narváez, que se propone reemplazarlo en la poltrona de La Plata.
El problema de Scioli no es sólo que estaba perdiendo, sino que ni siquiera
estaba jugando. La maniobra de Kirchner del martes, aún inconsulta con el propio
Scioli, terminó siendo también una decisión desesperada del propio gobernador.
Eso sí: rara vez los políticos aciertan cuando toman decisiones en medio de la
desesperación.
La decisión de Kirchner y de Scioli de enlazar a los caudillos del conurbano
tiene, a su vez, un solo e inconfundible propósito: exorcizarlos de la natural
tendencia a la traición. Empresarios que los frecuentan, porque sus negocios
pasan por los municipios de esos barones, estaban sorprendidos recientemente por
la predisposición de éstos a saltar hacia el corral de De Narváez y Felipe Solá.
"Se están yendo en masa", concluyó uno de ellos. Han sido menemistas,
duhaldistas y kirchneristas con idéntica y sucesiva devoción.
"La gente sabe valorar el silencio", dijo Scioli hace pocos días, contestando
una pregunta sobre su relación con Kirchner. El silencio es una cosa y la acción
es otra.
El gobernador, que siempre dijo cosas distintas de Kirchner al lado de
Kirchner, ha decidido ahora actuar junto con el ex presidente. Las malas
mediciones de Kirchner podrían contagiarlo rápidamente, porque Scioli es un
dirigente popular de reciente construcción en la provincia de Buenos Aires.
El Gobierno comparó su caso con el de Gabriela Michetti en la Capital. Desde
la perspectiva institucional, ambos casos son expresivos ?es cierto? de una
costumbre contraria al cumplimiento de los mandatos constitucionales. Pero no es
lo mismo desde el punto de vista de la responsabilidad del gobierno. Michetti no
tiene responsabilidades ejecutivas directas, que en la Capital recaen en manos
de Mauricio Macri. Scioli es, en cambio, el primer responsable de la definición
y la ejecución de las políticas oficiales en Buenos Aires. Además, y aun cuando
hubiera sido saludable que concluyera su mandato, Michetti se hará cargo de la
banca que ganará en junio, al revés de Scioli. No son lo mismo.
El escándalo institucional ha barrido también con cualquier noción de
democracia partidaria. ¿Qué órgano partidario del peronismo decidió que Kirchner
y Scioli debían ser los candidatos, cuando ni siquiera el gobernador fue
consultado? ¿Qué posibilidad hubo de una elección interna en el peronismo para
definir que la transgresión institucional es la mejor propuesta electoral del
partido gobernante? Nada. Un hombre en Olivos, solitario y exasperado, afligido
y temido, volvió a conmover la Argentina con el imprevisto rayo de un ultimátum.


