Una duda idéntica invadió las conversaciones de algunos ministros, un par de ellos importantes dentro de la medianía general que tiene el equipo que acompaña a Cristina Fernández.
Si no era necesario -en verdad no lo era- la conclusión de aquellos funcionarios sería que Néstor Kirchner habría decidido reducir sólo a hombres de extrema confianza ciertos cargos clave del poder. El órgano recaudador lo es, sin dudas, para la salud de la economía y para la subsistencia del proyecto político kirchnerista.
Si la determinación del ex presidente fue solicitarle a su mujer el reemplazo de Moroni sólo por su vieja amistad con Alberto Fernández, el ex jefe de Gabinete, otros ministros podrían ir perfectamente preparando bolsos y maletas. El ex titular de la AFIP no era el último albertista en el Gobierno. Primero habría que establecer si esa tipíficación posee, en verdad, sentido político. Si así fuera, podría convenirse que al menos un par de ministros estarían bailando sobre una cuerda floja.
Graciela Ocaña llegó al PAMI y al Ministerio de Salud por inspiración de Alberto Fernández. Carlos Fernández está en Hacienda porque el ex jefe de Gabinete se ocupó con premura de ocupar el sillón que debió dejar Martín Lousteau.
Ninguno de los dos, sin embargo, está en igual forma que cuando fue designado. Ocaña ganó autonomía gracias a la relación que trabó con Cristina en quien tiene confianza ciega. No le sucede lo mismo con Kirchner. Ocupa además un área de gestión cenagosa que administró hasta ahora con equilibrio y pulcritud.
Carlos Fernández nunca tuvo demasiadas apetencias. Casi se sintió aliviado cuando Economía resultó desguasado por el arribo de Débora Giorgi al Ministerio de la Producción. Esa partición favorece, objetivamente, las posibilidades de control que ejercen Julio de Vido, el ministro de Planificación, y Guillermo Moreno, el secretario de Comercio Interior.
Moroni no estaba últimamente feliz en su cargo. Dejó de estarlo, en especial, a partir del 10 de diciembre cuando terminó de completar el ciclo que había iniciado Alberto Abad. El ex jefe de la AFIP debió renunciar por una pelea con Echegaray, entonces a cargo de la Aduana. La Presidenta la presentó como un fallo salomónico que no fue tal: Abad anda ahora por el llano y Echegaray volvió enseguida a la ONCA, maneja una parte de la relación con el campo y desde ayer está a cargo de la AFIP.
Moroni aguardó dos semanas para conocer su destino y lo supo porque tuvo la ocurrencia de llamar a Carlos Zanini. El secretario Legal y Técnico le confesó que Kirchner dudaba sobre su continuidad. Nadie sabe qué pensaba Cristina. Moroni supo lo que debía hacer.
Podrían no existir objeciones a la decisión política adoptada por Kirchner y Cristina. Se trata, al fin de cuentas, de un resorte que les compete. Pero se repite en ellos el maltrato con los funcionarios que dejan de serlo. Se repite también la rectificación tardía: se le ofreció a Moroni un cargo importante en desarrollo social, tal vez, con la intención de enmendar aquel error.
Se lo forzó a Echegaray a un paso de minué: había convocado a la prensa para una asunción pomposa. Hizo su jura en privado y ante un núcleo íntimo.
Circunscribir la salida de Moroni de la AFIP y el arribo de Echegaray a un conflicto con el albertismo parecería una mirada ciertamente frívola. En el fondo del problema surgiría la decisión del ex presidente -¿Cristina?- de rodearse únicamente de incondicionales para afrontar un 2009 donde el matrimonio jugará su suerte política definitiva. Echegaray posee ese atributo ("Soy un soldado de Kirchner", gusta repetir a la usanza de Moreno) del cual, en apariencia, Moroni carecía.
Ese es apenas un plano del análisis. El otro consiste en preguntarse si la AFIP podría transformarse en un año electoral en una herramienta de presión oficial para disciplinar a los factores de poder o a aquellos actores políticos influyentes dispuestos a confrontar con el Gobierno. Algo de todo eso, con su natural inclinación a la desmesura, insinuó ayer Elisa Carrió.
El golpe del ex presidente, tal vez, haya repercutido en funcionarios con una visión menos estricta de la realidad. En algunos funcionarios que, sobre todo, hace poco tiempo que se sumaron al Gobierno.
Sergio Massa, por ejemplo, consideraba que la actual es una circunstancia propicia para ensayar una normalización en el INDEC. La inflación, gracias al temor desparramado por la crisis, dejó de ser una prioridad en las preocupaciones populares. El jefe de Gabinete había iniciado consultas con técnicos y economistas connotados. Esa tarea pudo haberse ya paralizado.
La tierra tiembla desde hace semanas debajo de Débora Giorgi. El temblor se agudizó por la reprimenda de Cristina a raíz de la demora para implementar el plan de los autos económicos. Antes de ese grito, la ministro de la Producción ya era cercada por De Vido y Moreno.
La amenaza de huelga de los dueños y empleados de las estaciones de servicio en vísperas de fin de año repitió una intromisión del ministro de Planificación en un terreno que, legítimamente, pertenece a Carlos Tomada. No es la primera vez en tantos años que el ministro de Trabajo debe aceptar auxilios no queridos y, en casos, tampoco necesitados.
El primer año de Cristina fue malo, aunque su epílogo mejor de lo esperado. No hacía falta que una renuncia forzada reinstalara en el Gobierno la sensación de un tembladeral.


