No pueden sus dirigentes hacer un análisis desapasionado del huracán que el domingo los pasó por encima, y fijar un rumbo que les permita —cuando menos— llegar recompuestos a la prueba de fuego que deberán enfrentar dentro de dos meses, apenas. Peleados como están entre sí, culpándose sin piedad unos a otros por el inesperado porrazo que acaban de darse y todos alcanzados, en mayor o menor medida, por la derrota electoral, ninguna de sus figuras estelares está en condiciones de ordenar las filas, por doquier diezmadas, y trazar el camino a seguir de acá hasta el 14 de noviembre.

Contra lo que podrían pensar algunos, ni siquiera la que fuera todopoderosa y omnipotente jefa del frente que los aglutina, se ha salvado de las críticas. El revés en el territorio bonaerense —su bastión por excelencia— y la merma de senadores —que puede hacer que en diciembre la bancada oficialista pierda el quórum propio en la cámara alta del Congreso de la Nación— han convertido a Cristina Fernández en uno de los referentes más cuestionados del espacio populista. Está claro que todavía no se animan sus opugnadores a poner en tela de juicio su autoridad o a dudar en público de su capacidad para conducir con mano de hierro el movimiento peronista pero, si acaso los resultados del domingo se repitieran en sesenta días —algo bien probable—, seguramente asistiremos a un espectáculo nunca visto en la historia kirchnerista. No sentarán a la Señora en el banquillo de los acusados —lugar que le tienen reservado al pobre Alberto Fernández— ni habrán de desflecarla a vista y paciencia de todos. Lo que sucederá es que su poder habrá de sufrir una capitis diminutio de proporciones y ya no podrá hacer lo que le venga en gana.

La principal dificultad que el gobierno es incapaz de resolver en estas horas resulta producto de la falta de un conductor avezado que pudiese —en medio del estupor que le ha producido a la tropa oficialista los guarismos de todos conocidos— pegar cuatro gritos, disciplinar a la soldadesca desanimada e insuflarle ánimos para la pelea que se les viene encima. Cierto es que en distinta medida han quedado heridos el presidente y su vice, Sergio Massa, Axel Kicillof, Máximo Kirchner, la mayoría de los gobernadores justicialistas y alguno de los más conspicuos barones del Gran Buenos Aires. La derrota sufrida es de una dimensión desconocida en los anales de los comicios legislativos en los que participó el kirchnerismo. Comparado con el traspié sufrido en el año 2009, a manos de Francisco de Narváez, el de 2013 a manos de Sergio Massa, y el de 2017 a manos de Esteban Bullrich, el actual es mucho más serio y peligroso.

En atención a las aspiraciones inocultables del oficialismo, de cara a las elecciones presidenciales que se substanciarán a dos años vista, que haya perdido más de cuatro millones de votos y no sólo retrocedido en los cinco distritos decisivos del país —Buenos Aires, la Capital Federal, Santa Fe, Córdoba y Mendoza— sino también perdido en provincias que se suponían peronistas a perpetuidad —como son los casos de Santa Cruz, Chubut, Chaco, San Juan, San Luis y Entre Ríos— dan una pauta clara de que esta derrota es inédita y obliga a la actual administración a poner las barbas en remojo y a meditar seriamente acerca de los motivos que la explican.

En este orden de cosas hoy podrían existir dos visiones: que el kirchnerismo considerase que sus males provienen de una mala praxis o que creyese que son producto de un libreto inservible. Hay un abismo de diferencia entre una postura y la otra. Cristina Fernández y quienes la siguen a sol y sombra suponen que el que ha fallado es el Poder Ejecutivo en la figura del presidente y de sus ministros más representativos —o sea, el jefe de gabinete Santiago Cafiero, Martin Guzmán, Matías Kulfas y Cecilia Todesca. No cuestionan sus ideas tanto como la forma de gerenciar las políticas públicas que se propusieron poner en practica. El albertismo, por su lado, apunta a la situación ruinosa que heredó y a la pandemia que se cruzó en su camino y destrozó la economía del país. Los dos bandos —por llamarlos de alguna manera— dejan a salvo la ideología del régimen.

Eso hace pensar que en las semanas venideras no presenciaremos una modificación del rumbo que hasta el momento ha llevado el gobierno sino una acentuación de las medidas de carácter intervencionista que lo han caracterizado. Nadie que no fuese un ingenuo podría siquiera imaginar una deriva hacia la ortodoxia, motivada no por la convicción como por la necesidad. El plan de acción que pondrá en marcha a la brevedad Alberto Fernández se podría resumir en la frase más de lo mismo, sólo que corregido y aumentado. La noción de que perdieron porque la gente no tenía plata en sus bolsillos explica la razón en virtud de la cual empapelarán con billetes a la república y, casi con seguridad, acentuarán el rigor del cepo cambiario.

Al carecer de tiempo y de ideas que no sean las ya aplicadas en pasadas ocasiones, repetirán el vademécum de siempre con el propósito de achicar en noviembre las diferencias y tratar que la derrota no sea tan grande. Como es lógico, nadie del oficialismo reconocería, de puertas para afuera del espacio, que la suerte está echada. Por el contrario, todo lo que se escucha es que están en capacidad de dar vuelta la elección de noviembre. Decir otra cosa importaría suicidarse. Pero lo cierto es que, en petit comité, no hay un solo integrante de peso del kirchnerismo que aliente esperanzas de vencer a Juntos por el Cambio. M & A 4 Si bien habrá que descartar, de momento, la tentación latente en los sectores más duros que rodean a Cristina Fernández de escalar la crisis a propósito y radicalizarse al máximo —porque carecen hoy de la fuerza suficiente para poner en práctica una política de esa índole— es un escenario que no debería descartarse que ocurriese con posterioridad a los comicios de noviembre. El día que el kirchnerismo se sienta derrotado sin remedio, podría salir disparado hacia cualquier lado.