El mundo de la cuarentena, prisión protectora, nos rehace y nos transforma. Hay que cerrar la puerta al vampiro, con la excepción de aquéllos que necesitamos en la trinchera: médicos, investigadores, enfermeros, policías, bomberos, bancarios, periodistas y así.

Aquí dentro, es otra cosa. Áspera contradicción, sabemos que la vida está en la calle pero necesitamos apartarnos de ella. Y esperar a tener otra clase de días y a la suerte, que siempre importa. Hay para quienes, en las casas, la convivencia se hace difícil. Uno puede recibir el vaho de las separaciones y la horrible violencia que a veces revienta con mayor ritmo.

En otros casos, hay aproximación y revelación valiosa. Como quiera, hay que hacerlo. Todos, todas, que ya quedó –el inclusivo voló frente a cuestiones tan graves como patear el idioma o reivindicaciones de poca monta- tenemos como única vacuna la cuarentena, subrayado por agobiados líderes con toneladas de responsabilidades y presagios.

Y, como cuestión gorda del transcurrir del tiempo, se llega al nuevo mundo. Donde hay mucha televisión, juegos, lectura, sol en balcones –se siente mucho más como hecho urbano que en los cielos del campo o la tenacidad impresionante del mar que va y viene, en cerros y montañas- y, entre horas largas en metamorfosis, está la comida.

Entre las paredes de la cuarentena, aún en soledad, se puede encontrar, comer y cocinar como pausa regocijada, lúdica, con mayor seducción que antes de la peste. Ocurre en soledad: también en ese caso puede cruzarse hasta el mercadito del barrio, premeditar y cocinarse algo con intensidad y acompañamiento propio.

Lo que tenga en la heladera, se crea en tortillas, rizzotto, hamburguesas generosas. Inspiración, gozo, ya está, magia y una pausa feliz en la tormenta del mundo. No es necesario que sea majestuoso, aunque no se prohíbe, porque alcanza con mesas ricas por poco.

Ponele un puchero -sus verduras, su poco de pollo, su carne duranga que suelta gusto y se hace tierna, el caracú sobre su pan –un buen pan- unos garbanzos, cierto repollo... En todo el mundo, se hace puchero, olla primordial. Una vez celebrado, hacés con el caldo una sopa de arroz criolla y porteña -como "En un corralón de Barracas", de Homero Manzi: “Frisón”-, y con lo que quede en la olla, ese caldo poderoso, caliente, para cuando toque, agregarlo a otro rizzotto.

Es la fiesta infinita, encerrados a que un día pase el mal viento. Después, se verá. Ahora, el encierro puede también encontrarse con la comida como celebración. Ni siquiera es necesario tener hambre.

Por Mario Mactas
Fuente: TN