Así lo piensa, sobre todo, Scioli. Él no participó de la primera confrontación con un argumento difícil de retirar: "Voy a participar si hay una ley que fije las reglas". Esa ley no se dictó. Pero los resultados de la primera vuelta, que Scioli ganó, modificaron las expectativas y lo convirtieron en el challenger. Es Scioli, no Macri, el que busca una última oportunidad para dar vuelta los pronósticos de todas las encuestas.

El candidato kirchnerista confía acaso demasiado en los efectos de ese duelo. Los expertos en proselitismo advierten que una confrontación televisiva puede cambiar el desenlace de competencias parejas. No revierten ventajas muy marcadas. La contradicción está acotada por el ritual que se pactó. Además, cada contrincante conoce los defectos que le puede echar en cara el otro. Los equipos de Macri y Scioli estudian desde hace días las vulnerabilidades propias y las del antagonista.

Esta falta de espontaneidad hace que la consecuencia principal de estas polémicas sea la impresión que deja cada participante por culpa de un detalle inesperado. En 1992, Bill Clinton sorprendió en su oposición contra George Bush al bajar de la tarima y acercarse al público para responder una pregunta. Lo que quedó del debate del año 2000 fueron los suspiros de maestro de Siruela que daba Al Gore ante cada respuesta de George W. Bush. Gabriela Michetti y Horacio Rodríguez Larreta deben haber dicho cosas muy interesantes cuando se cruzaron este año en TN. Pero el único dato memorable es la cara de sorpresa de Diego Santilli cuando Larreta le propuso ser su vice. Un asombro que había sido preparado de antemano.

La experiencia también indica que el debate no se gana en el estudio de TV, sino en la prensa. Es crucial el fragmento que reproduzcan al otro día los noticieros o el veredicto en el título de un diario. Por eso en los Estados Unidos es clave el spin room, la trastienda en la que los asesores de los candidatos intentan convencer a los cronistas de que su ahijado va ganando.

Los adversarios del domingo bajarán a la arena con suficiente entrenamiento. A diferencia de los políticos clásicos, ellos hicieron su carrera delante de una cámara. Macri tiene la ventaja de haber participado, como aspirante a jefe de gobierno, de siete disputas como ésta. Sabe lo esencial: cómo controlarse. En especial, cómo vencer la tentación de decir algo interesante. Para Scioli es un debut. Pero él atesora otros saberes. Pasó la adolescencia en los estudios de Canal 9, donde su padre era socio de Alejandro Romay. Y cuenta con el auxilio de Jorge Telerman, a quien como candidato porteño le tocó debatir con Macri. Aun así, los asesores de Scioli están intranquilos. Ni con la ayuda de Karina Rabolini logran que su pupilo distienda un poco el rostro, coloque la sonrisa en el momento adecuado de la frase o evite esa mirada de reojo, fugaz pero huraña, que el nerviosismo no le deja controlar.

Está bastante demostrado que las preferencias de los votantes mudan poco por un debate por TV. Salvo que ocurra una catástrofe, cada bando sigue apoyando a su favorito aunque sepa que perdió. Como en el fútbol. Aun así, Macri y Scioli se internarán 48 horas a ensayar y, sobre todo, a descansar. John Kennedy fijó una regla del marketing electoral. Su triunfo sobre Richard Nixon el 20 de septiembre de 1960, en el primer debate televisado de la historia, se atribuye a que aceptó maquillarse y tomó sol el día anterior. Nixon, en cambio, ese día hizo campaña, fue mal afeitado, y comenzó a transpirar. Para los que vieron la pelea por TV, ganó Kennedy; para los que la escucharon por radio, ganó Nixon.

El estado de ánimo, por supuesto, es decisivo. Desde la primera vuelta, Macri se siente un mimado de la fortuna. Hasta se emociona, como en Humahuaca, adonde piensa regresar para el cierre de campaña. Scioli, en cambio, pelea hasta contra algunos fetichismos. Por ejemplo, el índice de confianza en el Gobierno de la Universidad Di Tella, que viene coincidiendo con el caudal del oficialismo, acaba de dar 38,6%.

Scioli hizo oler el suéter de Macri a sus colaboradores para que le traigan novedades con las cuales lastimar. Hasta ahora hay pocas. Aterrorizar con que quitaría los subsidios; insistir en el rechazo a la fertilización asistida, o citar a Juan José Aranguren y la privatización de YPF. Scioli también se abastece con las críticas de Martín Lousteau durante la batalla porteña.

La gran incógnita es si en una hora y media de debate Scioli corregirá su principal dificultad: 11 días antes de las elecciones, todavía no encontró el lugar donde pararse. Fue el drama de los que ocuparon su posición de abanderado de un oficialismo enclenque: Eduardo Angeloz, en 1989, y Eduardo Duhalde, en 1999. Si se recuesta sobre las consignas de su grupo, no llega. El "modelo" mide alrededor de 37%. Es lo que sacó el radicalismo con Angeloz, después de 15 paros, cuatro levantamientos militares, un ataque guerrillero, y en medio de la hiperinflación.

Al revés, si se separa, Scioli se convierte en un arrepentido que transfiere votos al adversario. Sus últimos avisos prometen un estilo dialoguista, distinto del de la Presidenta. Y, al mismo tiempo, amenazan con las siete plagas de Egipto a quienes decidan votar a Macri. El mensaje es ininteligible. Dice algo como esto: "Como hombre de paz y pluralista, les advierto que mi rival sólo puede planificar calamidades".

El dilema de Scioli es evidente. El ballottage lo induce a demonizar al adversario. Pero, al hacerlo, él mismo se inocula el rasgo más negativo del oficialismo: la belicosidad. La contradicción llega al extremo cuando las figuras más desprestigiadas del Gobierno se convierten en voceros de su campaña negativa. Ayer el encargado de decir que "si gana Macri va a llevar el dólar a 16 pesos y va a quedarse con la mitad del sueldo de la gente" fue Aníbal Fernández. Una de las desventajas de Macri en este tramo de campaña era que, derrotado en Buenos Aires, Fernández iba a salir de escena. Pero el exhibicionismo del jefe de Gabinete lo liberó de ese problema. Scioli lo sigue cargando en la mochila. Y eso que ordenó a la policía limpiar la provincia de los carteles que quedaron con la foto del fallido candidato a gobernador. Si por él fuera, encerraría a Fernández en un baúl. Con perdón de la palabra.

La irracionalidad de la campaña oficialista ha logrado lo imposible. A Scioli le sacan fortunas por spots plagiados de las elecciones de Brasil. Y, lo que es peor, son los del candidato que perdió frente a su amiga Dilma Rousseff. Cuando el año pasado se conocieron esos avisos en Buenos Aires, los kirchneristas hablaron de golpismo. Hoy los usan contra Macri.

Mientras tanto, la sensatez y la moderación quedaron en manos de Luis DElía y Alberto Samid. El primero pidió a Fernández que se calle. Y Samid advirtió a Cristina Kirchner que con sus discursos daña la imagen de su amigo, el candidato. La Presidenta no merece este final.

Para la preparación del debate, además de la imagen de Aníbal Fernández, los contratos de Hotesur, las fechorías de Amado Boudou o la denuncia de Alberto Nisman, a Macri lo ayudan las últimas noticias. Cuatro días antes de que Scioli le enrostre que "recuperamos la soberanía energética", la Corte obligó a Miguel Galuccio a exhibir el misterioso contrato con Chevron. El "Mago" no pudo adivinar lo que venía. Si no, hubiera publicado antes el convenio. El tribunal desató ahora otra polémica: si YPF es asimilada a la administración pública, ¿los holdouts podrían cobrarse su acreencia avanzando sobre sus activos? Los abogados de Paul Singer ya se hicieron la pregunta.

Como los mercados, las instituciones descuentan el resultado que prometen las encuestas. El fiscal Eduardo Taiano imputó al presidente del Banco Central, Alejandro Vanoli, a raíz de la caudalosa venta de dólares futuros. La causa se radicó en el juzgado de Claudio Bonadio. Si gana Macri, ya tiene un argumento para pedir la remoción de Vanoli. Algo similar podría suceder con Alejandra Gils Carbó. Ayer ella consiguió la solidaridad de un grupo de subordinados que, en un redescubrimiento de las virtudes republicanas, claman por la independencia de la Procuración respecto del Poder Ejecutivo. Pero otros fiscales preparan dos denuncias que podrían determinar su remoción. Una tiene que ver con la presunta filtración de información confidencial por parte de su hija. La otra, con la controvertida compra de un edificio en la calle Cangallo.

Es incorrecto, sin embargo, responsabilizar al kirchnerismo de los desaguisados que ensucian el final de la campaña. En la provincia, Scioli y su ministro Ricardo Casal insisten en designar más de cien jueces y 16 camaristas de Casación antes de dejar el poder a María Eugenia Vidal. Gabriel Mariotto intenta tranquilizar a los enviados de Vidal diciendo que es imposible aprobar la iniciativa. Pero Casal asegura a los aspirantes que después del 22 se vota todo. Algunos de esos candidatos hacen gestiones delante del radicalismo. Se sirven como puente de Mario Yutiz, camarista penal de San Martín y cuñado del vicegobernador electo, Daniel Salvador. Paradójico. Yutiz es abanderado de Justicia Legítima. ¿O fue?

Scioli daña a Scioli. Y es lógico. Su campaña debe convivir con un fenómeno cuya estética se ha vuelto inmanejable: la retirada del poder en Buenos Aires.