En otra escena, que transcurrió lejos de los centros urbanos y del glamour de la riqueza, escuché a un adulto de clase media baja, de una provincia del Norte, recordar con nostalgia a un ex gobernador que dejó el cargo sospechado de corrupción y vínculos con el narcotráfico. Me confesó: "Es que con él progresamos mucho, ganábamos mejor, y además hizo conocer a la provincia en el mundo, atrajo inversiones". No puedo dejar de unir este testimonio con otro que recibí en el extremo sur, y alguna vez comenté en esta página. Es el caso de un muchacho que justificó y distinguió a Néstor Kirchner diciéndome que el ex presidente "se quedaba con el 50%, pero le daba el otro 50% al pueblo". Ante mí sorpresa, destacó con admiración, la excepcionalidad de Kirchner: "Es que los otros políticos le dan al pueblo el 20 y se quedan con el 80".

Estas creencias -en la cumbre y en la base de la escala social- no constituyen singularidades ni rarezas argentinas. Tampoco son novedades de la historia, aunque el desparpajo y la liviandad con que se expresan sí pueden ser nuevos. En realidad, los actores sociales y económicos, entregados a sus pulsiones materiales, suelen justificar medios espurios para alcanzar los fines que persiguen. En el plano público, el límite a esas conductas los fija un aparato jurídico y punitivo que funcione; en el plano privado, la contención la proveen los ideales éticos y la educación. Pero si el castigo es inoperante y la educación fracasa, los individuos naturalizan la impunidad, actuando como si la ley no existiera. Es la igualación hacia abajo, el "todo es igual, nada es mejor"; es la sociedad convertida en cambalache, ese término tan argentino para designar la anomia moral.

Pero no todo se explica por la debilidad de la ley y la falta de educación. Tendencias culturales muy fuertes juegan a favor de la opacidad ética. Entre ellas, se cuentan la desinformación y el poco interés en las cuestiones públicas. Datos concluyentes y sistemáticos dan cuenta de esta carencia social. El Latinobarómetro de 2013, por ejemplo, establece que, en promedio, sólo el 28% de los latinoamericanos dice estar interesado en la política. El desapego correlaciona con la escasa información y se expresa en baja participación: apenas uno de cada cuatro individuos habla frecuentemente de política en la región y menos del 15% firma peticiones, asiste a manifestaciones políticas o tiene una inserción activa en organizaciones partidarias.

Otra forma de mensurar el interés en la cosa pública consiste en analizar el consumo de la información periodística que circula en Internet. Un estudio internacional realizado entre 2008 y 2009 por los investigadores argentinos Pablo Boczkowski y Eugenia Mitchelstein (The News Gap: When the Information Preferences of the Media and the Public Diverge), concluye con algo que se intuía, y que ahora se confirma: el público privilegia las noticias livianas de la esfera del deporte y el espectáculo, y deja en segundo plano la información sobre política, economía y relaciones internacionales. Esto abre una brecha entre el interés de los editores y las preferencias masivas, que perjudica y banaliza la democracia. Las crisis políticas y económicas pueden achicar este gap, pero en condiciones rutinarias prevalece y aumenta.

Con sensación de impunidad, poco interés político y escasa información pública, el votante medio de la Argentina marcha rumbo a la elección presidencial. No es distinto del brasileño, que elegirá mañana un nuevo presidente. Ante este vacío, cabe preguntar con qué herramientas decidirá su voto el año que viene. Sin excluir otras razones, plantearé una hipótesis: lo hará con una memoria parcial, ceñida a sus experiencias elementales, evaluando si fue beneficiado o perjudicado por el Gobierno, ante todo en el plano material y físico. Carente de conciencia de lo público, permisivo ante la corrupción del poder, interesado en el deporte y la farándula antes que en la política, le pondrá el voto al que le parezca que garantizará mejor el ingreso y la seguridad física. Nada más. Políticos y empresarios venales podrán seguir con sus prácticas si aseguran esos bienes básicos.

Pero aquí no termina la historia, felizmente. Un tercio de la sociedad permanece ajena a estos comportamientos y los rechaza. Sus ideales son otros. Lo conforman personas de a pie y dirigentes políticos y empresarios que, por encima de sus intereses inmediatos, consideran la calidad de la vida social y aspiran a un buen gobierno que la promueva y la eleve. Se dan cuenta de que sin esas cualidades nos aguarda una sociedad brutal, de mafias y pandillas, no de ciudadanos libres. En el país que viene, que estará políticamente fragmentado y necesitará acuerdos y coaliciones, acaso este sector sano de la Argentina pueda poner un límite a la triste lógica de la impunidad, el desinterés y la memoria parcial.