Las decisiones dependerán, entonces, de una mayoría de tres magistrados. Es un balance que fortalece al presidente del cuerpo, Ricardo Lorenzetti, quien cuenta con Juan Carlos Maqueda como un aliado sistemático. Ese dúo podrá sumar a sus posiciones a Carlos Fayt, con el que tiene una relación amigable. O, según sea el caso, a Helena Highton de Nolasco, que tiende a simpatizar con el Poder Ejecutivo. La nueva composición hace prever que Lorenzetti tendrá menos inconvenientes para alcanzar su objetivo: dotar a la Corte de una dinámica propia, que no quede atrapada en la alternativa oposición/oficialismo.

Este balance es, de todos modos, provisorio. El juez Raúl Zaffaroni, muy identificado con el kirchnerismo, promete abandonar el cargo en enero próximo, después de cumplir los 75 años, que es el límite de edad para integrar el tribunal. Zaffaroni acepta cada vez menos expedientes, y, ajeno a las versiones que lo imaginan como candidato a algún cargo legislativo, dice que regresará a la academia. La jubilación de Zaffaroni abriría una vacante, que a la Presidenta le será difícil cubrir antes de irse. Es imposible que los candidatos en los que se ve representado el kirchnerismo consigan los dos tercios de los votos que requiere el acuerdo del Senado. Uno es Alejandro Slokar, el más observante discípulo de Zaffaroni, que integra la Cámara de Casación Penal. La otra es Alejandra Gils Carbó, más lejos que Slokar del consenso necesario: desde que reemplazó a Esteban Righi, convirtió la Procuración General de la Nación en un apéndice de la Casa Rosada.

Hay que imaginar, por lo tanto, que los empates que puedan producirse en el tribunal superior a partir de enero se resolverán incorporando a un conjuez, que debe ser elegido por sorteo entre los camaristas federales y nacionales. Para una nueva designación es mucho más probable que haya que esperar a otro gobierno. Como tampoco la Presidenta dejará un Consejo de la Magistratura diseñado a su imagen y semejanza, el resultado de su saga judicial es poco ventajoso: apenas alcanzó para dejar un tendal de magistrados ofendidos. Un plan poco conveniente para un grupo que se aleja del poder atribulado por amenazas penales.

La dificultad de la señora de Kirchner para designar a un nuevo miembro no radica sólo en su predilección por los talibanes. Muchos conocedores del Poder Judicial identifican abogados cercanos al Gobierno a los que el radicalismo no vetaría. El primero de la lista es, siempre, Carlos Arslanian. Pero el margen de maniobra de la Presidenta es estrechísimo por un factor más poderoso que la identidad del candidato. Ella ha decidido reforzar, en los últimos meses que le quedan en Olivos, el programa de poder que más conoce: una polarización permanente que dinamite el centro. Esa estrategia es incompatible con la que necesita para integrar la Corte. La Constitución previó que el juzgado más importante del país no exprese a una facción, sino a un acuerdo entre las partes.

Cristina Kirchner no puede pensar la política de esa manera. Ella ve el contexto en el que actúa como un campo con sólo dos colores: blanco y negro. La fuente del conflicto es la perversidad de sus sucesivos adversarios. En los últimos meses, su estilo discursivo, su forma de decidir y de relacionarse con el entorno coinciden cada vez más con la descripción que Jerrold Post hace del liderazgo "paranoide". Post, uno de los máximos especialistas en el estudio de las relaciones entre la mente y el poder, escribió con sus colaboradores de la Universidad George Washington el ya clásico The psychological assessment of political leaders. Allí describe tres estructuras de personalidad en relación con el ejercicio del poder. Aclara que esa tipología es abstracta. Es decir, los casos particulares dependen del sistema político en el que opera el individuo. También advierte que no se refiere a cuadros patológicos, sino a simples propensiones que se verifican en personas sanas. Al cabo de esas salvedades, Post habla de tres perfiles: el narcisista, el obsesivo compulsivo y el paranoide. Cualquier lector argentino identificaría con cada uno a Menem, De la Rúa y a ambos Kirchner.

El liderazgo paranoide, que Post describe entre las páginas 93 y 100 de su trabajo, se sostiene en una creencia indiscutible: hay un enemigo. Y ese enemigo tiene la peculiaridad de vivir en las sombras. Es, como acaba de decir Jorge Capitanich, "un poder invisible". Los gobernantes que parten de esta suposición viven "escaneando el ambiente en busca de pistas que confirmen lo que ya suponen". Tienden a menospreciar los datos que no coinciden con sus prejuicios y, por lo general, se sienten solos, rodeados de adversarios. Este tipo de líderes suelen ser manipulados por los subordinados que les proveen información de ese mundo oculto en el que radica el peligro. Ha sido la ocupación cotidiana de Carlos Zannini, Guillermo Moreno, Axel Kicillof y Alejandro Vanoli, el nuevo presidente del Banco Central. La suspicacia de los jefes suele dar a los servicios de inteligencia un poder desmesurado.

La personalidad paranoide, sostiene Post, tiende a investir al enemigo oculto de una "racionalidad extrema, un control total de sus acciones" que le permite actuar en planos muy distintos de manera coordinada. Como dice la Presidenta, "todo hace juego con todo". Con un rival de esa magnitud, la negociación debe resignarse a un solo objetivo: hacerle mantener la guardia baja. Es inútil, dice Post, confiar en el balance de fuerzas. Lo único efectivo es prevalecer. Entre las habilidades que el político paranoide atribuye a su enemigo hay una sobresaliente: la posibilidad de infiltrar su propio entorno. Por esta razón, apunta Post, se rodea de un número de colaboradores cada vez más pequeño e incondicional. Las "cámporas". Esa camarilla de interlocutores es reclutada con un solo criterio: la subordinación absoluta, que a veces debe ser chequeada con pequeñas humillaciones. Es un método poco aconsejable para armar un equipo de alta calidad.

La guerra que Cristina Kirchner acaba de reabrir contra Clarín se sostiene en esas percepciones. Desde hace casi dos meses la Presidenta ha vuelto a los micrófonos para describir cómo se confabulan las fuerzas que operan en su contra. El primer motor inmóvil parece ser Paul Singer, el jefe de los "buitres", que a pesar de financiar a los republicanos consiguió arrastrar a Barack Obama. Después se sumaron los cómplices locales: Capitanich acusó de estar manipulados por los "buitres" a Hugo Moyano y Luis Barrionuevo. Y desde hace 10 días se plegaron bancos y sociedades de bolsa que juegan a la disparada del dólar especulando con el "contado con liqui". Esa pista condujo al banco Mariva, de José Luis Pardo, que -"todo hace juego con todo"- es amigo de Eduardo Duhalde, reaparecido en escena con la candidatura de su esposa, "Chiche". El tuit presidencial del 1° de octubre cerró el círculo: "Según se sabe en el ambiente, el Mariva tiene su porcentaje dentro del Grupo Clarín".

Al decidir la adecuación forzosa de Clarín a la ley de medios, el Gobierno cree estar defendiéndose de un ataque polifacético. Sólo los ingenuos o los cínicos pueden reducir ese conflicto a una controversia administrativa. Por lo tanto, es de mala fe pedir a Martín Sabbatella que otorgue a Clarín el mismo derecho a la defensa que les dio, en procesos similares, a DirecTV o a Telecentro, que son ajenos -al menos por ahora- a cualquier conspiración. Tampoco corresponde que antes de tratar ese expediente Sabbatella resuelva otros, más antiguos, presentados por Supercanal o Telefé. Los que son ciegos a la verdadera guerra acusan al kirchnerismo de haber abolido, hace una semana, en el Congreso, el Tribunal de Defensa de la Competencia, demostrando su desinterés por la desmonopolización.

El conflicto con Clarín está destinado a judicializarse, como había adelantado Lorenzetti después de que la Corte convalidó la interpretación oficial de la ley de medios. La muerte de Petracchi no cambia mucho el curso del conflicto. El grupo que lidera Héctor Magnetto resolverá su situación cuando haya otro gobierno. Pero para Cristina Kirchner sólo por hipocresía o ignorancia se puede reducir el entredicho a una controversia judicial. El avance sobre los medios es su respuesta a una conspiración que se multiplica en varios frentes, bajo tierra. Sólo las "simples marionetas de un teatro que nunca comprenderán", a las que ella se refirió en Twitter hace tres semanas, pueden confundirlo como un ataque a la libertad de prensa.

Esta lectura elitista del proceso político también es consustancial a la visión paranoide. En el fondo, sólo dos personas entienden lo que ocurre: el líder y el enemigo oculto que lo tiene amenazado.