Hay un enorme desorden político en el poder, aunque quizá se note menos, y otro enorme desorden en la economía, que se nota mucho más. Cristina Fernández capea en esas condiciones una transición que, aún así, le ofrece ciertas facilidades. ¿Cuáles? La de un peronismo amansado, pese al final de ciclo irreversible, y de una oposición empastelada que el año pasado supo quebrar la pretendida perpetuación kirchnerista, pero que aún parece lejos de despertar para el 2015 algún definido entusiasmo de la sociedad.

Jorge Capitanich, el jefe de Gabinete, no ve la hora de que llegue fin de año para intentar regresar a su provincia, Chaco. Axel Kicillof acopia en Economía pruebas sobre anomalías administrativas de sus antecesores, Amado Boudou y Hernán Lorenzino. Florencio Randazzo, el ministro del Interior, trata de mover montañas para que el vicepresidente se tome una licencia a raíz de sus procesamientos. Con esa mochila le cuesta hacer campaña como candidato K. Héctor Timerman ha sumido a la diplomacia en un horroroso abandono. La Presidenta cayó en la cuenta antes de su turbulenta visita a Asunción que nuestro país carece allí de un embajador. La sede diplomática está en manos desde mediados del 2012, cuando fue destituido el entonces presidente Fernando Lugo, de un Encargado de Negocios. Cristina había ordenado el retiro del embajador Rafael Romá cuando sucedió aquel quiebre institucional. Nunca fue repuesto. Ni siquiera desde que asumió el nuevo mandatario, Horacio Cartes, en agosto del año pasado, luego de ganar las elecciones generales.

Fábrega sufrió la semana pasada otro golpe propinado por Kicillof. El Banco Central debió bajar un punto la tasa de interés bancaria por orden del ministro de Economía. Lo hizo de mala gana porque presumió que ese afloje volvería a desatar una fuerte presión sobre el dólar.

No se equivocó. Con las negociaciones con los fondos buitre y el juez Thomas Griesa en punto muerto, la cotización paralela de la moneda estadounidense volvió a subir. No fue la única consecuencia. En un puñado de días, los bancos empezaron a advertir una fuga del dinero en plazos fijos. Lógico, no sólo por aquella baja de la tasa: también por un proceso inflacionario que no se detiene pese a la caída de la producción.

Fábrega no posee, tal vez, los pergaminos académicos que se le adjudican a Kicillof. Pero es un funcionario que hizo la mayor parte de su larga trayectoria en las oficinas del Banco Nación. Fueron 45 años hasta que resultó designado en el Banco Central en reemplazo de Mercedes Marcó del Pont. No conoce mucho del comportamiento de las aulas pero sí de las reacciones de los mercados y de los reflejos de la economía argentina. Por esa razón, no comprendió los motivos de la determinación del ministro.

¿Bajar la tasa para incentivar el crédito? ¿Incentivar el crédito para reanimar un consumo declinante? Ese sería el supuesto círculo virtuoso que la Presidenta proclamó hace días para enfrentar el mal momento económico que adjudica a la situación internacional antes que al desbarajuste interno y a sus guerras contra los buitres, la Justicia de EE.UU. y el propio Barack Obama.

Fábrega estaría temiendo que el rumbo adoptado pueda derivar en una situación similar a la del verano último, cuando fue necesario un ajuste duro y ortodoxo, que avaló Cristina, para frenar la corrida del dólar y coagular las reservas del Banco Central. En ese primer trimestre se perdieron US$ 3.592 millones, la caída más severa en igual lapso desde el 2006. Aquel momento pareció, incluso, más propicio que el actual para un reacomodamiento. La recesión no había calado tanto y el Gobierno se esperanzaba con un regreso a los mercados de capitales para conseguir financiamiento. De allí, el tranco apurado para cerrar los juicios pendientes en el CIADI, la compensación a Repsol por la expropiación de YPF y el acuerdo con el Club de París. Pero ese trámite encalló en el puerto descuidado del pleito con los buitres.

Fábrega habría descargado su amargura por esta realidad durante un café que tomó con un confidente.

¿“Por que no renunciás?”, le preguntaron.

“Porque Cristina no me deja”, contestó.

“Andate igual”, le aconsejó el amigo. No respondió. Pero su silencio habría resultado elocuente. El titular del Banco Central no tiene pellejo de político ni le interesa adquirirlo a sus 64 años. Presume que su salida, sin la anuencia presidencial, podría desatar sobre él las iras kirchneristas.

Conoce muchas cosas que les sucedieron a ex funcionarios que se atrevieron a cruzar ese desierto. Que plantaron a la Presidenta.

Quizá lo que menos comprenda el jefe del Central sea el encierro de Cristina y Kicillof que impidió hasta ahora hallarle un escape al conflicto con los buitres. Semejante problemón por sólo US$ 1.330 millones. Aquel encierro estaría acompañado por dosis sorprendentes de incoherencias y desconocimiento. No fueron pocos, entre empresarios, banqueros y políticos, los que creyeron que la decisión de conducir el pleito hasta la Corte Internacional de La Haya escondía una fina ingeniería política y diplomática previa con la Casa Blanca. Nada de eso: Obama desechó la posibilidad de someter a discusión el fallo de Griesa en aquel Tribunal en apenas 24 horas.

Las relaciones con Washington fueron dañadas por innumerables torpezas de Timerman, entre ellas el inservible pacto con Irán por la AMIA. Pero no mejoraron nada desde que el propio Kicillof se hizo cargo del timón. Cecilia Naón es una embajadora suya.

La inexistencia esa trama secreta tornó todavía más absurdo aquel ensayo del Gobierno argentino. La Presidenta le pidió a Obama que intercediera contra los buitres como alguna vez lo hizo George Bush (h) para evitar un embargo de Paul Singer, la cabeza del fondo Elliot, contra la República del Congo. Pero al mismo tiempo pretendió empujar el diferendo por el fallo de Griesa hasta la Corte de La Haya.

¿Un favor y un sopapo? ¿Cómo entenderlo?

También llamó la atención la confusión sobre las facultades del Tribunal. Aquella Corte interviene frente a diferendos entre Estados. Así sucedió con la Argentina y Uruguay por la pastera de Fray Bentos. El litigio, en este caso, sería entre nuestro país y la Justicia de un distrito de Estados Unidos, el de Nueva York. No existían los requerimientos jurídicos necesarios.

¿Puede sorprender esa incompetencia? ¿Puede llamar la atención semejante contradicción?

La Presidenta no acostumbra reparar en detalles ni en cuestiones de fondo cuando trata de proteger su relato político de la realidad que la va cercando. Trazó, por ejemplo, una teoría conspirativa casi pre universitaria para explicar el cierre de la imprenta estadounidense Donnelley, que dejó a 400 trabajadores sin empleo. Denunció una hipotética maniobra indirecta de Singer con el fondo Black Rock, inversor en aquella empresa. Ese fondo es también aportante en YPF y su director, Larry Fink, defendió en Nueva York la postura argentina contra los buitres y Griesa. ¿Cómo podría ser? Los buitres no se comportarían siempre como buitres.

El caso de Donnelley le sirvió a la Presidenta para pedir la aplicación de la ley antiterrorista porque con el cierre de la empresa, a su entender, buscaría generar un clima de pánico social. Quizás debiera reparar en otros síntomas para captar el nivel de deterioro que está alcanzando el modelo económico.

Cuando las suspensiones de trabajadores empiezan a llegar a las empresas siderúrgicas, como ocurre entre otras con Acindar, significa que el sistema está sufriendo de la cabeza a los pies. Cristina le dio a aquel conflicto una dimensión que, en verdad, no debiera haber tenido si las autoridades hubieran actuado en su momento. La imprenta estadounidense, que posee más de 20 plantas en el mundo, venía intentado un ajuste y solicitó la intervención del Ministerio de Trabajo y de la gobernación de Buenos Aires.

En ninguno de los casos tuvo respuesta.

Aquel ajuste que hurgaba Donnelley obedeció a que la situación de la industria gráfica, en la Argentina y en el mundo, atraviesa una honda crisis que responde a la irrupción de las nuevas tecnologías.

La Presidenta afirmó, sin embargo, que todo está muy bien. Atesora, sin dudas, mala información y no debería extrañar. Su Gobierno impulsó una ley de medios que en el siglo XXI omitió la existencia de Internet.

Ni la Presidenta ni Kicillof parecen disponer de recetas adecuadas para afrontar la emergencia económica y social. La manipulaciones a esta altura son insuficientes. Cristina se jactó de aplicar la ley antiterrorista a una empresa estadounidense, pero ya la había pretendido ejecutar contra un periodista en Santiago del Estero, que difundió las rebeliones policiales de diciembre pasado. Ahora amaga con profundizar la ley de abastecimiento, con creciente intervención del Estado, para r esponsabilizar a los empresarios de la inflación que el Gobierno no sabe cómo detener. El empresariado reaccionó con una unidad desconocida hasta hace muy poco. El Gobierno carga además contra la Justicia, los medios de comunicación y la Iglesia.

Los reflejos conocidos, de siempre. Como si la imaginación política se hubiera agotado. Reflejos que en las mejores épocas kirchneristas trasuntaron astucia y fortaleza. Pero que ahora denotarían temor e impotencia por una transición con el rumbo perdido.