Explica, al mismo tiempo, una forma de ser y una manera de reaccionar ante la adversidad. El kirchnerismo actuó anteayer una victoria sobre uno de los mayores desastres electorales que haya tenido. Ni siquiera se tomó el trabajo de esconder al vicepresidente Amado Boudou, a cargo del Poder Ejecutivo, a pesar de que es uno de los políticos más impopulares del país. Ni siquiera, tampoco, le agradeció a Daniel Scioli su conmovedora lealtad a la ingratitud.

Dicen los funcionarios que cada uno fue notificado, con precisión soviética, del lugar exacto que debía ocupar en la tribuna de una inexplicable algarabía. Es difícil imaginar que semejante producción de la parafernalia oficial no haya sido ordenada, en sus trazos generales, por la propia Presidenta. Tal vez los detalles quedaron a cargo de Carlos Zannini , un hombre que retoza haciendo cumplir las órdenes más absurdas. La mano dura que aparentó ablandarse durante la enfermedad de Cristina Kirchner se endureció de nuevo. Desapareció de inmediato ese vaho de libre albedrío que parecía rodear a ciertos funcionarios.

El kirchnerismo reaccionó siempre ante la derrota encerrándose en sí mismo, pareciéndose aún más a sí mismo y profundizando hasta lo que ya estaba en el fondo. ¿No ocurrió lo mismo, acaso, en 2009? ¿No fue después de aquella derrota cuando se tomaron las decisiones más importantes, y las más polémicas, de la actual administración? La famosa profundización del modelo es la receta que ofrece para la victoria o para el fracaso. "Ni un paso atrás" o "vamos por todo" no son sólo eslóganes para la militancia; también son convicciones profundas de la Presidenta y de su círculo más íntimo. No dejarán de existir abruptamente. Ése fue el mensaje más claro que puede extraerse de la actuación de una victoria que no existió.

En los últimos tiempos, antes de caer enferma, la Presidenta deslizó mensajes contradictorios. En algunos dirigentes peronistas del interior y del conurbano bonaerense dejó crecer la esperanza de que haría cambios en el Gobierno y en la política después de las elecciones. Pero en un reciente diálogo telefónico con Mauricio Macri lo frenó a éste en seco. Macri había nombrado lo que no se nombra, la palabra "transición", y le había pedido modificaciones en las políticas oficiales para aliviar el trayecto hasta 2015. Una Cristina Kirchner rotunda le contestó que lo suyo no será nunca una transición ("transición fue lo de Duhalde", lo sermoneó) y le advirtió que no cambiaría nada. "Haré uso de mis atribuciones presidenciales hasta el último día de mi mandato", le anticipó. Poco después, fue intervenida quirúrgicamente en el cráneo y se le detectó un problema cardíaco más permanente.

La noche del domingo, la escenografía oficial y los propios resultados permiten suponer que la futura Presidenta estará más cerca de la que habló con Macri que la que permitió brotes de ilusiones peronistas. El protagonismo de Boudou es un ejemplo de que el Gobierno no está dispuesto a reconocer ningún error. Mucho menos si el error lo cometió la propia jefa del Estado, como es claramente el caso del vicepresidente.

Pero casi todos los errores que le costaron la elección son, en un gobierno extremadamente personalista, de Cristina Kirchner, aun en los casos en que la instrumentación fue peor que la ya mala política. Sólo lo bajaron de la tribuna a Guillermo Moreno, pero éste no tiene la simpatía ni de Cristina. "No voy a entregar su cabeza a Clarín", es la única respuesta que la Presidenta ensaya cada vez que los caudillos territoriales del peronismo le piden el inmediato relevo del secretario de Comercio. No lo defiende. Tampoco lo justifica ni lo explica. Sólo menciona la única guerra que parece importarle.

¿Por qué, además, Cristina debería conformar ahora a los barones territoriales? Ayer se extendió en el oficialismo la sensación de que la Presidenta había sido víctima de una masiva traición, sobre todo en el poderoso conurbano bonaerense. La paranoia crecía con las horas. La suposición indicaba que los intendentes se habían desentendido de la suerte de Martín Insaurralde (es decir, de la de Cristina Kirchner) para preservar el control de sus concejos deliberantes. Esto es: habían entregado boletas de Massa junto con las listas de sus candidatos a concejales.

La traición es difícil de demostrar. También Massa les estaba hurgando los concejos deliberantes a los intendentes, porque él presentó candidatos propios a concejales en cada municipio. Ésa es una de las decisiones de Massa que muchos barones del conurbano no están dispuestos a perdonarle fácilmente. En la provincia de Buenos Aires, los concejos deliberantes tienen la facultad de destituir a los intendentes en 24 horas. Un intendente que perdió la mayoría en su concejo queda automáticamente con un pie fuera del poder. Cometen traiciones, es cierto, pero nunca se traicionan a sí mismos. Cada municipio tiene su propio conflicto, donde existieron tanto la traición como los efectos de una imparable marea política.

El kirchnerismo no entiende esos argumentos. Es probable, por lo tanto, que se consolide la certeza de que los intendentes bonaerenses son traidores seriales. Ya Néstor Kirchner los acusó de la misma traición en 2009. No hay razones, por lo tanto, para que la Presidenta escuche a los líderes territoriales que le piden cambios en nombre de un peronismo que Cristina ya no considera propio.

¿Por qué les haría concesiones a ellos si lo volvió a destratar a Scioli, que se hizo cargo de la campaña bonaerense contra todos los pronósticos y los consejos? El domingo quedó constancia de que la Presidenta le creyó a Massa cuando éste aseguró que un acuerdo electoral con Scioli estuvo a punto de cerrarse. Fue así. Pero Scioli se escudó luego en su "responsabilidad institucional" para romper el pacto. Ahora volvieron los padecimientos de Scioli, que fue el primero (y el único hasta ahora) que pagó el costo de la derrota. Pasó de ser una estrella fulgurante en el firmamento oficial a un simple actor en la línea del coro. La gratitud es un sentimiento que el kirchnerismo no conoce.

Siempre se puede hacer más de lo mismo. El problema son las consecuencias políticas inevitables cuando se hacen cosas que han fracasado reiteradamente. Y, sobre todo, cuando la sociedad las rechazó en un domingo implacable.