Dio a entender así que estaba al tanto de todos los antecedentes del militar antes de proponer su ascenso a teniente general y de ponerlo al frente del Ejército, y que los fundamentos del Centro de Estudios Legales y Sociales para propiciar el rechazo del ascenso debían ser relativizados.
La asimetría entre la actitud del Poder Ejecutivo ante Milani y la exhibida anteriormente hacia otros oficiales que vieron postergadas sus carreras por sospechas mucho menores o por simple portación de apellido quedó en evidencia.
Probablemente, la jefa del Estado no imaginó que las zonas oscuras que contienen los antecedentes de Milani trascenderían a través de medios periodísticos a los que, según ella, no les importan los excesos cometidos durante la lucha contra el terrorismo. Y, probablemente, no calculó que las organizaciones de derechos humanos que, inicialmente, hicieron silencio frente al ascenso del militar no tendrían más remedio que cuestionarlo una vez que se conociera su pasado.
¿Por qué la Presidenta, al ratificar a Milani como jefe del Ejército, se sigue exponiendo a pagar un costo político no menor y a una fisura en su relación con entidades de derechos humanos? Una razón es que Cristina Kirchner ha visto en él al militar de confianza que necesitaba para transformar al Ejército profesional en un Ejército militante, del mismo modo que ha buscado hacerlo con la prensa y con la Justicia. Tal vez, a semejanza de Venezuela, donde se pretende que las fuerzas armadas sean un apéndice del chavismo.
El énfasis puesto por el propio Milani con su frase: "Queremos ser parte de un proyecto nacional y popular" habría terminado de persuadir a la Presidenta.
No hay que descartar la existencia de una comunidad de afinidades entre el Gobierno y el jefe del Ejército acerca del papel que las Fuerzas Armadas podrían desempeñar en una eventual lucha contra el narcotráfico y en el marco de la ley antiterrorista, frente a hipótesis de conflicto que sobrevolarían la idea de potenciales enemigos internos. Algo que hoy contravendría la legislación nacional, que prohíbe a las Fuerzas Armadas la realización de espionaje interno y otras tareas reservadas a las fuerzas de seguridad.
Otro factor que puede ayudar a explicar la defensa de Milani es que éste, además de la estrecha relación que supo cosechar con la ex ministra Nilda Garré, representa la figura más confiable para administrar el presupuesto de 330 millones de pesos para tareas de inteligencia del Ejército, de los cuales una porción se gasta sin pormenorizadas rendiciones de cuentas y en medio de no pocas sospechas de que podría terminar alimentando cajas políticas.
La presidenta Cristina Fernández de Kirchner pareció sincerarse respecto del caso del general César Milani en la noche del martes. "No hay nada nuevo en la causa", enfatizó. Dio a entender así que estaba al tanto de todos los antecedentes del militar antes de proponer su ascenso a teniente general y de ponerlo al frente del Ejército, y que los fundamentos del Centro de Estudios Legales y Sociales para propiciar el rechazo del ascenso debían ser relativizados.
La asimetría entre la actitud del Poder Ejecutivo ante Milani y la exhibida anteriormente hacia otros oficiales que vieron postergadas sus carreras por sospechas mucho menores o por simple portación de apellido quedó en evidencia.
Probablemente, la jefa del Estado no imaginó que las zonas oscuras que contienen los antecedentes de Milani trascenderían a través de medios periodísticos a los que, según ella, no les importan los excesos cometidos durante la lucha contra el terrorismo. Y, probablemente, no calculó que las organizaciones de derechos humanos que, inicialmente, hicieron silencio frente al ascenso del militar, no tendrían más remedio que salir a cuestionarlo una vez que se conociera su pasado.
¿Por qué la Presidenta, al ratificar a Milani como jefe del Ejército, se sigue exponiendo a pagar un costo político no menor y a una fisura en su relación con entidades de derechos humanos? Una razón es que Cristina Kirchner ha visto en él al militar de confianza que necesitaba para transformar al Ejército profesional en un Ejército militante, del mismo modo que ha buscado hacerlo con la prensa y con la Justicia. Tal vez, a semejanza de Venezuela, donde se pretende que las fuerzas armadas sean un apéndice del chavismo.
El énfasis puesto por el propio Milani con su frase: "Queremos ser parte de un proyecto nacional y popular" habría terminado de persuadir a la Presidenta.
No hay que descartar la existencia de una comunidad de afinidades entre el Gobierno y el jefe del Ejército acerca del papel que las Fuerzas Armadas podrían desempeñar en una eventual lucha contra el narcotráfico y en el marco de la ley antiterrorista, frente a hipótesis de conflicto que sobrevolarían la idea de potenciales enemigos internos. Algo que hoy contravendría la legislación nacional, que prohíbe a las Fuerzas Armadas la realización de espionaje interno y otras tareas reservadas a las fuerzas de seguridad.
Otro factor que puede ayudar a explicar la defensa de Milani es que éste, además de la estrecha relación que supo cosechar con la ex ministra Nilda Garré, representa la figura más confiable para administrar el presupuesto de 330 millones de pesos para tareas de inteligencia del Ejército, de los cuales una porción se gasta sin pormenorizadas rendiciones de cuentas y en medio de no pocas sospechas de que podría terminar alimentando cajas políticas.


