El poder, que se creía vestido con la más sofisticada y convincente retórica, resultó estar desnudo. Hace ya tiempo que esa desnudez comenzó a volverse patética: argumentos contradictorios, aliados inexplicables, decisiones indefendibles. Cada vez más voces lo señalan, con frecuencia e intensidad creciente. Aunque el Gobierno se sigue exhibiendo como si su relato fuera un ropaje magnífico, sus acciones están en cuestión.

Polifónicas, disímiles tanto por los intereses como por los valores que manifiestan, esas críticas son prueba de la creciente distancia entre los discursos y los hechos oficiales, por una parte, y, por otra, de la idea que múltiples actores de la sociedad tienen acerca de los modos en que desearían vivir juntos. No se trata, evidentemente, de que el Gobierno defienda los intereses de una mayoría contra la voluntad predatoria de una multitud de minorías inescrupulosas. Las críticas, por el contrario, llegan desde las más variadas tradiciones políticas, desde los más diversos mundos ideológicos, desde contradictorias posiciones respecto de la distribución de la renta nacional, y expresan a sectores heterogéneos y radicalmente diferentes entre sí. La mayor parte de ellas merecen atención: enuncian puntos de vista racionales y legítimos, y exigen ser objeto de examen y debate.

Habitualmente, las objeciones a la acción del Gobierno cuestionan decisiones particulares, tomadas intempestivamente. Pero si se remiten fundamentalmente a aspectos concretos es porque no es posible realizar una crítica general de la política oficial, dado que tal cosa no existe: este gobierno no produce política, produce hechos.

Lo que caracteriza al conjunto de las acciones del Gobierno -y subyace al conjunto de las críticas- no es ni su ideología ni su política ni, por supuesto, su inconsistente "proyecto": es su conducta. Una conducta cada vez más fuera de control. No solamente fuera del control republicano, sino fuera del autocontrol que se espera de quienes concentran el poder del Estado.

Como ha mostrado el sociólogo Norbert Elias, el Estado es resultado de un largo proceso civilizatorio que concentró en él el monopolio de la violencia como el único modo de reducir la incertidumbre respecto del futuro. Concentrar el monopolio de la violencia es concentrar el poder. Así, el proceso de la civilización produjo sus propios monstruos, dado que inevitablemente el poder corrompe. No en el sentido de propiciar la obtención de un beneficio económico indebido, sino en el más profundo de depravar, dañar o pudrir.

La relación entre poder y locura, indagada por la filosofía y explorada por la literatura, ha sido comprobada por la psicología a través de numerosos y sistemáticos estudios experimentales. Adam Galinsky explica de qué modo el poder corrompe los procesos mentales de quienes lo detentan, lo que provoca dificultades para tomar el punto de vista de los otros: el poderoso deja de comprender cómo los demás ven las cosas, qué piensan y cómo sienten. "Los poderosos -escribe Galinsky- son más propensos a engañar y a quebrar las reglas, incluso las que ellos mismos han establecido. Quien detenta el poder se siente psicológicamente invisible. Así, liberado de la mirada de los otros, hace lo que le da la gana. Por ello, los poderosos se sienten con derecho a hacer trampas y a tomar lo que quieren. Este sentimiento de «tener derecho» los vuelve hipócritas: al mismo tiempo que actúan inmoralmente, sienten que pueden exigir a los demás un estricto estándar de moralidad y autocontrol."

Otros investigadores han probado que la acumulación de poder va acompañada de una demanda creciente de atención sobre sí mismos y de conductas cada vez más rígidas, que los poderosos se preocupan principalmente por sus propios deseos y su bienestar y que pierden sensibilidad respecto de las implicaciones sociales de su conducta. Concentrados en la acción orientada a la prosecución de grandes metas, los poderosos, indiferentes al punto de vista de los demás, se sumergen en la búsqueda de sus objetivos sin reconocer ninguna restricción. Se ha estudiado también la tendencia del poder a la objetivación de los demás, es decir, a ver a la gente solamente en términos de las cualidades que sirven a los fines e intereses personales, y a utilizarlos como herramientas para el logro de esos fines. Incapaces de tener en cuenta el punto de vista de los otros, concentrados en el logro de sus objetivos, los poderosos también tienen tendencia a crear estereotipos. El conjunto -ignorancia de la perspectiva ajena, propensión a considerar a los otros como herramientas para el logro de sus fines y creación de estereotipos- es una caja de herramientas cognitiva que el poderoso utiliza para mantener el mando.

Así como el proceso de la civilización transfirió al Estado el monopolio de la violencia, creó instituciones cuyo fin es, cuando menos, doble. Por una parte, ellas enseñan a los individuos a controlar su conducta. Las instituciones simbólicas y culturales, tales como las "maneras de mesa" o el "comportamiento en el dormitorio", aspiran sobre todo a regular las emociones individuales, a establecer controles emotivos sobre la conducta de las personas, para conseguir que cada cual adapte su comportamiento a las necesidades del conjunto. Pero la civilización también construyó instituciones destinadas específicamente a controlar al poder, y particularmente al poder del Estado. Dado que ceder al Estado el uso de la violencia significa también otorgarle una cuota desmesurada de poder, la necesidad de limitarlo se volvió imperiosa.

Leviatán para Hobbes, ogro filantrópico según Octavio Paz, ese Estado exhibió sus rasgos más brutales cuando aprendió que apelar a la pasión era el modo más eficaz de saltarse los límites que la razón pretendía establecer. Nuestra modernidad da suficientes testimonios del resultado que la excitación de las pasiones puede provocar sobre la sociedad, especialmente cuando un líder, fuera del control de las instituciones, pierde también el control de su propia conducta.

Es cierto que las grandes catástrofes sólo pueden ser causadas por grandes líderes en situaciones históricas y sociales excepcionales. En la medianía de un presente en el cual se enuncian épicas batallas pero sólo se exhiben zapatos de charol, la falta de límites del poder provoca pequeñas miserias cotidianas. Pero esas miserias cotidianas son destructoras del futuro común: la relación inversa entre el poder y la capacidad de asumir el punto de vista ajeno puede permitirle al poderoso cumplir objetivos de corto plazo, pero conduce a la disminución del horizonte del futuro. El proceso civilizatorio -costoso, exigente, pleno de sacrificios para todos- pierde poco a poco su principal sentido: reducir la incertidumbre respecto del futuro, volviendo a la sociedad anómica, y permitiendo que numerosas formas de violencia ocupen el espacio público; formas de violencia económicas, sociales, ambientales, políticas, discursivas, pero también físicas.

Subyugado por la seductora sociedad del espectáculo -esa inversión perversa de la cultura de la conversación-, el Gobierno ignora el pensamiento de largo plazo, seducido, como está, por la ilusión de que donde termina el escenario en el que realiza sus trucos un auditorio infinito lo ovaciona desde la oscuridad. Ganado por la lógica del prestidigitador o del ilusionista, el Gobierno cree que el arte de gobernar consiste en realizar una sucesión de trucos -o de trampas- gracias a las cuales aparecen y desaparecen derechos y patrimonios, amigos y enemigos, noticias y silencios.

Incapaz de articular un discurso coherente durante una función completa, el kirchnerismo practica una larga serie de números aislados y vistosos que, mientras atraen la atención del público, le permiten conservar el centro de la escena. La oscuridad de la sala no le deja percibir, sin embargo, que el auditorio ha ido vaciándose, y que su espectáculo es sólo aplaudido por el escaso público de las primeras filas de una platea integrada por ridículos admiradores de gestos esperpénticos. "El poder -dice Galinsky- es como un perfume fuerte y penetrante. No sólo intoxica al portador, sino también captura a quienes están muy cerca de él."

El espectáculo sería sólo triste y decadente si no fuera porque lo brinda el poder del Estado. Un poder que ha derribado tanto a las instituciones que deben controlarlo como a la capacidad de autocontrol de su propia conducta. La paradoja del poder es un real dilema para el carácter. Cuando el desprecio por las preocupaciones, las emociones y los intereses de los demás se hace continuo, el poderoso provoca enemistad, amargura y rebeldía. "Las funciones supremas de coordinación del Estado -escribía Norbert Elias- obligan a una contención continuada y rigurosa."

Una vez más, la sociedad argentina ha sido indolente para exigir al poder una permanente rendición de cuentas que hubiera evitado que perdiera el control. Una vez más, la sociedad argentina ha entregado el Estado sin regular al poder. Aprender a evitar que ello ocurra nuevamente será, quizá, la principal tarea que deje este nuevo ciclo.