En este sentido, el Bicentenario marca, para la argentina, el reemplazo de su antiguo modelo agroexportador por el de uno nuevo, basado en la agroindustria, que prioriza la agregación de valor en origen. aquí, una síntesis de esa evolución, sus logros y perspectivas.
Desde hace dos décadas, el mundo está viviendo un proceso de reconfiguración política, económica y social, que tiene como principal factor el ascenso de los países a los que antes se denominaba en vías de desarrollo o no desarrollados, en forma concomitante con un proceso de estancamiento o retroceso de los países ricos o desarrollados. El crecimiento económico de países como China, India, Brasil y Rusia (BRIC), con sus profundas implicancias sociales y geopolíticas, ha generado un corrimiento del dominante eje Norte-Sur, hacia la dirección Sur-Sur o Sur-Este.
Iniciada la segunda década del siglo XXI, cabe preguntarse cómo impacta este nuevo orden en la Argentina y la región sudamericana, en cuanto a su inserción global como proveedora de alimentos y de tecnología agropecuaria.
Sobre la base de la experiencia argentina, se trata de describir cómo el orden mundial en el centenario de la Revolución de Mayo (1910) destacó la actividad primaria y exportadora en la economía agraria argentina y por qué el mundo del Bicentenario (2010) representa una oportunidad para avanzar hacia la consolidación de un nuevo modelo agroindustrial o de ruralidad industrializada, a través de la herramienta de la agregación de valor en origen.
Industrializar, esa es la cuestión
Insertarse en el mundo como proveedor de materias primas o de productos industrializados es una cuestión que cruza la historia argentina y regional. Hay un componente temporal y otro territorial, que lleva a que Sudamérica haya quedado relegada en su desarrollo –desde fines del siglo XIX y gran parte o todo el siglo XX– debido a una concepción política que ató el modelo económico de nuestros países al mandato de las potencias industrializadas del momento. Rica en recursos naturales, Sudamérica vio cómo los países centra-les planificaron su destino como proveedora de materias primas de bajo valor para sus industrias, al tiempo que mercado de consumo de sus bienes industrializados.
En la Argentina, la red ferroviaria resulta un claro vestigio de esta concepción extractiva: los rieles que recogían la producción de cereales y la hacienda convergían hacia los grandes puertos, donde se embarcaban con destino a Europa, en las mismas condiciones en que habían traspasado la tranquera o con un mínimo de procesamiento, como ocurrió con la carne tras la aparición de la industria frigorífica. El recordado granero del mundo –metáfora que marca la Argentina del Centenario–, implicaba el diseño de un país que producía básicamente cereales y carne con destino a los trabajadores industriales en Europa.
En este modelo agroexportador, las pampas actuaban como factorías fotosintéticas, que aprovechaban la radiación solar incidente, las lluvias y el trabajo humano, para convertir semillas en granos o pasto en carne, pero donde los insumos y bienes de capital que se utilizaban eran mayormente importados y don-de no existía una agroindustria que transformara esas materias primas en productos de mayor valor, con trabajo local.
Este modelo fue muy funcional para el segmento social de la Argentina vinculado al agronegocio, pero al mismo tiempo incapaz de sostener en el tiempo una econo¬mía sustentable para el conjunto de la sociedad, como quedó demostrado a partir de 1930 y la crisis global que se desató.
A lo largo del siglo XX, fue constante la tensión entre la política primarizante y la proindustrial: las clases beneficiadas con el modelo agroexportador se resistían a perder sus privilegios frente a los partidos populares cuya base política la constituían las poblaciones urbanas más vinculadas en su economía a la industria y a los servicios que al ejercicio de la producción agropecuaria El Proceso de Reorganización Nacional, instaurado por los militares en 1976, constituyó el esfuerzo más importante del siglo pasado para desmantelar el incipiente desarrollo industrial y volver a posicionar a la Argentina en su rol de granero del mundo.
El retorno a la democracia, en 1983, estuvo signado por un or-den mundial donde el Occidente desarrollado exportaba la doctrina neoliberal y sumía a Sudamérica en el atraso económico, el endeu-damiento externo y la inequidad social. Mientras las clases sociales vinculadas a las economías extractivas acumulaban riqueza, el resto ingresaba en el círculo vicioso de la pobreza, la no educación y la falta de empleo de calidad.

El modelo industrial que se propone en el Bicentenario
La década del 90, con el neoliberalismo en auge, describe la paradoja en que estaba sumida la cadena agroalimentaria argentina. Las cosechas crecieron en esa década casi un 70%, al pasar de 38 millones de toneladas en la campaña 1990/91 a 64 millones en la 1999/2000; la soja y el maíz fueron los cultivos que expresaban el mayor crecimiento porcentual y bruto; la primera pasó de 10 a 20 millones de toneladas, y de 7,7 a 16,8 millones el cereal1.
Sin embargo, mientras la agricultura pampeana vivía una aceleración gracias a la creciente utilización de fertilizantes, una genética de mayor potencial, la incorporación de la biotecnología a nivel de cultivo, la masificación de la siembra directa y el desarrollo de las técnicas de protección vegetal mediante fitosanitarios, los eslabones de la cadena vinculados al procesamiento de estas materias primas continuaban en estado larvario.
En 2000, todavía bajo el mandato de la convertibilidad, que establecía una paridad del tipo cambiario uno a uno con el dólar, la Argentina importaba 44.000 toneladas de productos avícolas contra una exportación de 28.000 toneladas2. Mientras el país se posicionaba como segundo exportador mundial de maíz y tercer productor mundial de soja, la industria avícola, transformadora de estos granos en proteína animal, mantenía un balance negativo en su balanza comercial. Apenas once años después, la industria avícola exportó más de 300.000 toneladas por un valor cercano a los 500 millones de dólares, y las importaciones se habían reducido a la mitad.
La tendencia histórica del atraso que se encontraron con una cosecha que, expresada en pesos, valía el triple que durante la convertibilidad (menos derechos de exportación) y una deuda no dolarizada. Acompañado de buenos precios internacionales, el volumen de la cosecha granaria pasó de 64 millones de toneladas a 103 millones en la campaña 2010/11, lo que marcó un crecimiento del 61%.
Sin embargo, la diferencia con el proceso que se desenvolvía hasta 2002 radicó en el crecimiento de la agroindustria, transformadora de las materias primas rurales.
Retomando la situación de la industria avícola, la producción de esta carne pasó de 900.000 toneladas en 2000 a 1,7 millón de toneladas en 2011. En este proceso, el consumo interno tuvo un papel destacado, ya que, al pasar de 27 kilogramos por habitante en 2000 a 39 kilogramos once años después, acompañó el desarrollo sectorial.
También la producción de carne de cerdo evolucionó positivamente en este lapso: la producción creció de 223.000 a más de 300.000 toneladas (+34%)4, con una perspectiva de incremento del consumo local fresco muy promisorio, sumada a la posibilidad de iniciar un proceso exportador. El concepto de industrialización rural o agregado de valor está íntimamente relacionado con la creación de trabajo local, el consiguiente desarrollo regional y el arraigo de la población en su lugar de origen, y evita la emigración forzada, propia de la falta de oportunidades de realización personal. Por conveniencia, la industria procesadora tiende a instalarse lo más cerca del lugar de producción primaria posible.
Así, mientras la gran industria de molienda de soja se ha concentrado en la zona de Rosario, debido a su orientación exportadora, las pequeñas y medianas aceiteras que hacen extracción por prensado (no por solvente) se dispersan por el interior productivo argentino.
Se estima que hay en el país unas 200 pequeñas y medianas aceiteras de este tipo, que con una participación de no más del 12% sostienen el 60% de los puestos de trabajo del sector5. Al mismo tiempo, la pequeña molienda se expande hacia el eslabón de los biocombustibles.
Desde 2006, la legislación argentina establece el corte obligatorio de naftas y gasoil con bioetanol y biodiésel, respectivamente, en una proporción no inferior al 5% y con vigencia desde el 1° de enero de 2010. El marco legal promueve la asociatividad de los productores primarios para la fabricación de biocombustibles y les otorga una serie de beneficios impositivos. Para 2012, tercer año de aplicación de la ley, el corte obligatorio con biodiésel ya se ubica en el 7%, con expectativas de incrementarlo hasta el 10%.
De un total de 27 empresas autorizadas a proveer 1,3 millón de toneladas de biodiésel para el corte obligatorio en 2012, 17 son pequeñas o medianas, muy distribuidas en el interior profundo rural y responsables de proveer el 47% del cupo.
Otro sector agroindustrial con buen desempeño es la molienda de trigo, que frente a un mercado interno maduro encuentra en la exportación su factor de expansión. De un nivel de 370.000 toneladas de productos farináceos exportados en 2000 se superó el millón de toneladas en 20087, umbral que también fue sobrepasado en 2009 y 2011, lo que posiciona a la Argentina como segundo o tercer exportador mundial de este producto, según el año. La molienda de trigo trepó de 4,7 a 6,5 millones de toneladas, y volcó una proporción creciente hacia la industrialización interna. El rol del procesamiento en esta cadena es estratégico. Un informe del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) expresa que, mientras para producir 10.000 toneladas de trigo se requieren 15 puestos de trabajo, para producir 10.000 toneladas de pasta se necesitan 315 puestos. De ahí que países como Italia, deficitarios en trigo, tienen una vigorosa industria del fideo, pues exportan productos que multiplican el valor de la materia prima.
Financiamiento y expansión
Otra herramienta para el desarrollo agroindustrial fue el lanzamiento de líneas crediticias, otorgadas por la banca pública para emprendimientos de generación de riqueza, puestos de trabajo y exportación. En 2010 se implementó el Programa de Financiamiento Productivo del Bicentenario, que encuentra en la agroindustria un sector ávido de capital de inversión.
En febrero de 2012 había aprobados 347 proyectos, con fondos por $ 6354 millones (US$ 1440 millones), que implicaban una inversión total superior a los $ 10.000 millones (US$ 2270 millones) y la creación de 22.000 nuevos puestos de trabajo.
Entre la avicultura, la cría porcina, la industria alimenticia, la de biocombustibles y la láctea, el sector agroindustrial participaba con unos $ 1300 millones (US$ 295 millones) o el 20% de los fondos otorgados por el programa.
Por medio de la Secretaría de la Pequeña y Mediana Industria (Sepyme), se implementaron líneas específicas para emprendimientos, como el Programa de Apoyo a la Actividad Emprendedora (PACC Emprendedores), que realiza aportes no reintegrables por montos de hasta $ 110.000 (US$ 25.000), más apoyo económico para los aspectos administrativos y de formulación y evaluación del proyecto. En tanto, el Gobierno avaló la creación de la Subsecretaría de Agregado de Valor y Nuevas Tecnologías en el ámbito del Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca con el fin de apoyar la industrialización de la ruralidad, aportando asesoramiento técnico, evaluación y financiamiento a los proyectos.
En 2012, un acuerdo entre el Banco Nación, e l Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca y la entidad cooperativa Coninagro generó una línea crediticia por $140 millones destinada a las cooperativas agrarias adheridas a la entidad, con condiciones ventajosas gracias al subsidio de la tasa que realiza el Ministerio y plazos razonables para el acceso a capital de inversión. Paralelamente, el Programa de Servicios Agropecuarios Provinciales (Prosap), que administra créditos blandos otorgados por organismos multilaterales como el BID y el BIRF, apuntala el desarrollo agroindustrial mediante el financiamiento d e obras d e infraestructura como la modernización de los canales de riego, la electrificación rural, el mejoramiento de los caminos o instalaciones logísticas para la comercialización de los productos. Otro de los aspectos señalados por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner es la íntima relación entre industrialización y desarrollo de la ciencia y la tecnología. En los años que van de 2003 a 2011, hubo una clara política de fortalecimiento del sistema de generación de conocimiento.
Algunos de los hitos fueron la creación de un ministerio específico y el programa para la repatriación de científicos argentinos que trabajaban en el exterior. También se fortalecieron los presupuestos de los organismos de Ciencia y Técnica, como el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria, cuyo presupuesto pasó de $175 millones en 2003 a $1630 millones en 2012.


Dos modelos frente a frente
El cuadro 1 sintetiza las características de este Modelo Agroindustrial del Bicentenario (MAiB) y las diferencias con el Modelo Agroexportador del Centenario (MAeC). Posiblemente, una de las diferencias sustanciales atienda al cambio geopolítico global producido entre 1910 y 2010, por el cual el mundo pasó de estar definido sobre una relación de metrópolis/ periferia a otra multidimensional de relaciones entre pares. La Argentina agroalimentaria encuentra una oportunidad histórica en el crecimiento de los países en desarrollo, cuyas economías expansivas requieren los alimentos producidos en Sudamérica.
Sin embargo, en tanto que la industrialización de las materias primas rurales es una actividad generadora de trabajo, los países compiten para realizar este proceso fronteras adentro, a partir de la importación de las materias primas antes que de los alimentos listos para consumo. China, como gran propulsor de la demanda de commodities agrícolas, adquiere anualmente alrededor de 50 millones de toneladas de poroto de soja, que procesa internamente desdoblándolo en harina y aceite, y volcando la primera a la cadena de las proteínas animales. Para la Argentina, el peso del cluster de la soja es de una magnitud inevitable. En 2011, sobre un total de exportaciones por valor de US$ 84.269 millones, el complejo sojero aportó el 26%, entre las ventas directas de poroto (6%), harina proteica (12%), aceite (6%) y biodiésel (3%).
El peso que tiene este complejo, junto al cerealero, opaca la buena performance que tuvieron otras actividades. Efectivamente, mientras que entre 2001 y 2011 las exportaciones argentinas crecieron 3,2 veces al pasar de US$ 26.610 a US$ 84.269 millones, el rubro “Carne y sus preparados” creció 5,9 veces; “Productos de la molinería” 5,4 veces; “Productos lácteos” 5,3 veces, por citar algunos (ver cuadro II). Sin embargo, entre 2001 y 2011, los grandes rubros no tuvieron variaciones tan significativas, ya que la participación de los productos primarios pasó del 23 al 24%, mientras que MOA lo hizo del 28 al 34% y MOI, del 31 al 35%.
Con el Plan Estratégico Agroindustrial y Agroalimentario 2020 presentado formalmente por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner en septiembre de 2011, el desafío de esta década supone alcanzar las metas planteadas, que básicamente consisten en incrementar la producción, dando una mayor participación a los procesos de industrialización, con creciente diversidad de actores sociales, fomentando las formas asociativas y en el marco de una política favorable a la distribución de la riqueza. De esta manera, y sin descuidar ningún aspecto, se generará crecimiento atendiendo a la inclusión social y equilibrio territorial.
Por Javier Preciado Patiño - Ingeniero Agrónomo - Máster en Periodismo y
Sociedades Complejas. Director periodístico de Infocampo. Fundador de RIA -
Consultores, especializada en asuntos públicos del sector agropecuario y
agroindustrial.
Fuente: Acrópolis cosecha gruesa/zafra de invierno 2012


