La última vez que Argentina se propuso bajar la inflación fue hace 10 años.
Los precios se habían disparado con la traumática salida de la Convertibilidad
y, a pesar de los extraordinarios esfuerzos de estabilización de las autoridades
políticas y económicas de aquellos días, el Índice de Precios al Consumidor
(IPC) cerraba 2002 con un aumento de 40%. Al año siguiente, ese aumento fue tan
sólo de 3,7% y en un marco de una fuerte recuperación de la economía que
transformó una caída de 10,9% en 2002 en un crecimiento de 8,8% 12 meses más
tarde.
Se puede bajar la inflación. Y para bajarla, no es necesaria una recesión.
Tuve el honor de dirigir el Banco Central durante aquella experiencia. Cuando
asumimos, en diciembre de 2002, el pronóstico de inflación más optimista era del
35% para el 2003. Y el FMI nos exigía que redujéramos un 20% la cantidad de
dinero, para poder alcanzarlo.
No estábamos de acuerdo. Había entonces enormes recursos de producción no
utilizados (desempleo y capacidad ociosa récords), un tipo de cambio real
extraordinariamente alto y una durísima política fiscal como consecuencia del
default (desendeudamiento genuino). La política monetaria podía y debía
contribuir a la recuperación económica con tasas muy bajas -las llevamos del 50%
a menos del 1% anual-. Y la batalla contra la inflación había que darla en el
plano de las expectativas: teníamos que demostrarle a los argentinos que el peso
era una moneda confiable, que los pronósticos agoreros de más estallidos
cambiarios estaban equivocados y que Argentina podía ingresar en un círculo
virtuoso. En otras palabras, teníamos que restablecer la confianza. Nada más que
eso. Y nada menos, claro: era un país en el que reinaba la desconfianza en
cualquier autoridad y estaba fresco todavía el reclamo de que se vayan todos.
Nos dedicamos entonces a restablecer la confianza en la moneda y en la
institución independiente encargada de emitirla y de defenderla. ¿Cómo lo
hicimos? Explicando en cada paso lo que queríamos hacer y por qué lo queríamos
hacer y prometiendo aquello que podíamos cumplir. Transparencia y credibilidad
debían producir, tarde o temprano, la recompensa de la confianza. Sabíamos que
la sobrerreacción de algunas variables jugaba a nuestro favor ya que cuando se
normalizaran, lo capitalizaríamos en credibilidad y así retroalimentaríamos la
recuperación.
Anunciamos una meta de inflación del 20% que lucía ambiciosa para los demás
pero que para nosotros era fácilmente asequible. Publicamos metas trimestrales
de emisión monetaria para todo un año, lo que parecía temerario. Iniciamos la
publicación de 9 informes diferentes, de frecuencia diaria, semanal, mensual y
trimestral, desmitificando la política monetaria y financiera para que la
comprendieran todos los ciudadanos. Y les explicamos a los argentinos que les
convenía confiar en el peso, sin obligarlos. Recuerdo que ante la pregunta de
una senadora en la Comisión de Acuerdos que debía tratar mi pliego, le contesté
que el valor de equilibrio del peso era de $2,80 por dólar. Entonces cotizaba a
$3,50, los pronósticos arrancaban en $5 y resonaban todavía algunos que
auguraban un dólar arriba de $10. También resonaban algunos comentarios
memorables, arrasados posteriormente por la realidad, como el que apueste al
dólar pierde o les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo.
Tomé ese riesgo porque estaba convencido de que le íbamos a ganar a la historia.
Solamente seis meses después, ya teníamos debajo del cinturón dos trimestres
consecutivos de cumplimiento del programa monetario (por primera vez en la
historia del BCRA), el dólar valía $2,80, el FMI ya no nos molestaba, estábamos
rescatando los Patacones y demás cuasimonedas, y los bancos volvían a funcionar
después de la debacle. Redoblamos la apuesta, entonces: anunciamos una meta de
inflación del 15% que aún seguía luciendo ambiciosa para la mayoría de los
economistas y de la gente.
El resto de la historia es conocida. Dejamos flotar el dólar porque ya
estábamos ganando la batalla de la inflación y seguimos cumpliendo cada meta
trimestral de los programas monetarios que anunciábamos oportunamente. La
inflación (bien medida por el Indec de entonces, es preciso aclararlo) cayó al
3,7% anual en diciembre de 2003 y andaba en esos niveles (5,9%) para el final de
nuestro mandato en septiembre de 2004.
¿Podría repetirse esta historia? Por supuesto que sí. Si bien no existen hoy
aquellos recursos ociosos y sí existen, en cambio, algunos precios notablemente
atrasados, como las tarifas y el tipo de cambio, el campo de batalla para
doblegar la inflación, sigue siendo el de las expectativas. Es perfectamente
factible anunciar un sendero decreciente de metas de inflación -digamos, 20%
este año, 15% el siguiente, 10% en 2014 y 5% en 2015- que sirva de referencia
para todos los formadores de precios. Las negociaciones salariales podrían
ordenarse en torno de ese parámetro, dos puntos arriba de la inflación, en
acuerdos plurianuales. Se lograría así la desinflación que se promete ya que no
sería conveniente para ningún agente económico apartarse del parámetro. Con la
inflación en sostenida caída, y en el marco de promesas y acuerdos creíbles,
podrían comenzar a corregirse los atrasos cambiario y tarifario sin mayor
incidencia en las expectativas de inflación, atendiendo de ese modo las
necesidades energéticas y de competitividad que la economía necesita para seguir
creciendo.
¿Están dadas las condiciones para que se repita aquella exitosa historia?
Evidentemente no. Un gobierno que miente con las estadísticas oficiales,
pretende pesificar por las malas y extorsiona a los que opinan distinto, es
incapaz de generar la confianza necesaria para producir el círculo virtuoso. El
que miente con los datos de inflación tiene una imposibilidad política, técnica
y moral: ¿quién podría creerle la promesa de que la quiere bajar?
Consecuentemente, al kirchnerismo morenista el único recurso que le queda para bajar la inflación es la recesión. Desde el 2005 la inflación sólo bajó por imperio de la recesión del 2009 -que el Indec tampoco quiso reconocer. Ahora la inflación luce más resistente que entonces. Parece que hace falta una caída aún mayor en la actividad para que ceda. Parece que hacia allí nos lleva el gobierno. Ya sea por error o por convicción, no tiene otra alternativa.


