A la misma hora, los dirigentes de Pro se tomaban de las manos para intentar cubrir el perímetro del Palacio de los Tribunales con otra consigna. Lo que demuestra que cuando se trata de abrazar edificios públicos, extravagante cordialidad con inmuebles a los que se busca exorcizar, los distintos opositores toman el recaudo de sincronizar sus relojes de modo de desencontrarse puntualmente. Es probable que la dispersión de esfuerzos aumente el desinterés de las masas por estas causas, pero antes está la falta de contundencia. En el supuesto de que la virtud de la transparencia consiga ser impresa en una pancarta, ¿tiene sentido pedirle transparencia a un gobierno que, si uno mira bien, cada día está más transparente?
Por cierto que muchos datos oficiales son rigurosamente inaccesibles (salvo cuando La Cámpora fastidia a Daniel Scioli con pedidos de informes legislativos). Pero ahora por lo menos el hermetismo estatal está al descubierto. Incluso se lo practica con jactancia.
En su período lactante, el kirchnerismo había enarbolado la bandera del acceso a la información. Dictó un decreto específico y propuso una ley. Pero enseguida embrolló el debate y enrolló la bandera. ¿Cómo fue el embrollo? La senadora Cristina Kirchner, presidenta de la Comisión de Asuntos Constitucionales, pretendía equiparar la información del Estado con la información de las empresas privadas para legislar en consecuencia. ¿Suena actual? Claro, es el argumento que restauran quienes le ofrendan una salida por la tangente al reclamo de conferencias de prensa que hoy agita a los periodistas no alineados. "Está bien preguntarle al poder político -dicen los custodios ad honorem de la fortaleza oficial-, pero también hay que preguntarle al poder económico." Adaptación del acertijo de cómo esconder un elefante en la calle Florida: la única salida es poner cien elefantes.
Las preguntas al Gobierno tienen en realidad diferentes formatos según quien las haga. Pueden proceder de periodistas en una conferencia de prensa, de legisladores en una rendición de cuentas del jefe de Gabinete o en la interpelación a un ministro, de un pedido de informes parlamentario o de cualquier persona que haga una presentación dentro de lo que permite el recortado acceso a la información pública. Visto así, es incorrecto aseverar que a los gobernantes actuales les disgustan las preguntas de los periodistas porque ellos odian a los periodistas. Les disgustan todas las preguntas, vengan de donde vinieren (lo que no significa que a los periodistas no alineados les tengan algún aprecio). El motivo es obvio: la ausencia sostenida de preguntas fue lo que le permitió al kirchnerismo construir un relato oficial integrado, que se resquebrajaría si se echara luz sobre sus zonas oscuras. La fortaleza del relato reside justamente en su carácter blindado, por eso el Gobierno devuelve los pedidos de preguntas libres con toda clase de contraataques.
El recurso esgrimido ("¿por qué no le hacen preguntas al poder económico?") tal vez sea el más contradictorio. Pretende una equivalencia entre las obligaciones del Estado y las del sector privado inversa a la que habitualmente se sostiene en materia de derechos humanos. El kirchnerismo siempre repudió la teoría de los dos demonios con fervor institucionalista. ¿Por qué si se entiende que un Estado totalitario no es equiparable a los grupos terroristas "privados", cuando se trata de información pública se pretende que el Estado es sólo un actor más y, consecuentemente, que los funcionarios son tan servidores públicos como los empresarios?
Fatigado, tal vez, de ensayar justificaciones para no aceptar preguntas, la novedad es que el Gobierno se volvió transparente para ejecutar su falta de transparencia. Ya no se esmera por aparecer cultor de una causa noble como el acceso a la información pública, a la que luego desvirtúa, sino que admite sin pudor el rasgo totalitario de administrar en forma monárquica la información estatal, como si fuera propiedad privada del gobernante.
Cristina Kirchner hizo cumbre en este sinceramiento la semana pasada, cuando rechazó el pedido de la prensa para que incorporara el hábito republicano de responder preguntas. "Yo no voy a hablar contra mí misma -dijo-. Para información oficial están mis discursos."
El Gobierno, se ve, cambió de argumento en pos de sus motivaciones reales. Juan Manuel Abal Medina, jefe de Gabinete, había sostenido -si cabe el verbo cuando se dice algo insostenible- que no hay conferencias de prensa porque el Gobierno está muy ocupado gobernando. Pero ahora la Presidenta explicó que la verdadera razón del escamoteo es que ella tiene por seguro que dar una conferencia de prensa y salir mal parada es exactamente la misma cosa. Una conferencia de prensa presidencial, sugiere la propia Cristina Kirchner, quebraría el hilo de la propaganda oficial, resguardada en sus discursos nunca interrumpidos por nadie, cuya relectura ella recomienda. ¿Algún opositor acalorado puesto a denunciante se habría expresado mejor?
Ahora bien, cabe preguntarse si es cierto lo que dice la Presidenta, que se pretende que ella hable "contra sí misma". Si fuera cierto en términos universales, los presidentes y primeros ministros de las democracias en las que son habituales las conferencias de prensa serían unos masoquistas de atar. Hasta resultaría difícil entender cómo algunos incluso son reelegidos en sus países pese a que semanalmente contestan preguntas de los periodistas. Sin embargo, la presidenta argentina, dotada de una astucia impar, parece aprovechar la idea de que las preguntas que a ella se le reservan la pondrían contra la pared. Sugiere así que los preguntadores de aquí no son profesionales neutros sino perversos diablos enmascarados, ansiosos por hacerla hablar contra ella misma.
En verdad, las conferencias de prensa a las que se someten los presidentes de otros países y las que algún día pudiera dar nuestra presidenta no serían iguales, pero ello no sería atribuible a alguna diferencia genética entre los periodistas argentinos y los uruguayos, franceses, españoles o estadounidenses, y tampoco a la diseminación de un virus ideológico entre los periodistas criollos, sino a la existencia de rutina en un caso y a la falta de rutina en el otro. Tantos años de hermetismo cesarista causaron sobreabundancia de preguntas pendientes, muchas de ellas mayúsculas.
Paradójicamente, las preguntas que varios conocidos periodistas dijeron tener in pectore durante el clamor grupal teatralizado en un reciente programa de Jorge Lanata abonaron la idea de que la Presidenta debería esmerarse si se decidiera a enfrentar a los preguntadores.
¿Tendría forma de salir bien parada de treinta o cuarenta preguntas (y repreguntas) sobre Boudou, Ciccone, Vandenbroele, la diferencia entre Mariotto y Cobos, su antigua admiración por Alemania, no se sabe si Occidental u Oriental (menos ahora que la AFIP tiene a ambas por vigentes) o la fantástica compraventa de terrenos que hizo Kirchner en El Calafate siendo presidente? ¿Saldría airosa de preguntas bien formuladas sobre las tres "i" (inflación, inseguridad, inversiones) y otros tabúes del esterilizado discurso oficial?
El día que le contestó al clamor profesional para que dé conferencias de prensa, cuando mandó a los periodistas a conformarse con sus discursos, Cristina Kirchner tuvo que atajar una pregunta al vuelo relacionada con las medias repartidas entre niños angoleños con la leyenda "Clarín miente". La Presidenta eludió responder mediante el recurso de mostrar simpáticamente sus medias lisas, lo cual no alcanzó para que se sepa qué piensa de aquel desagradable suceso. Quizá lo que quiso mostrar no fueron sus medias sino que los temas incómodos se seguirán sorteando así, con salidas del paso adaptadas a cada tema. Algo que una conferencia de prensa no digitada restringiría.


