A las dos cosas les dedicó gran parte de su vida. Estética y poder se mezclaron en ella irremediablemente desde la universidad, donde ya era famosa por su carácter impetuoso y por su boca irreverente. "Era linda también. Rajaba la tierra", suele recordar un kirchnerista que la conoció en los años 70. Sus convicciones han cambiado varias veces con el tiempo, pero no la pasión con que las defendió a cada una de ellas en momentos diferentes. Esa forma intensa y vehemente de sostener las cosas en las que cree es, quizá, la única presencia permanente en su vida.
Intercambia la mano o el beso, según su estado de ánimo con el interlocutor. Un beso cálido es la indicación inconfundible de que la relación está bien. Una mano fría tendida a la distancia es la señal, también precisa, de que hay enojos o cuentas pendientes. Me tocó pasar por las dos experiencias y a veces me equivoqué con los dos gestos. Alguna vez iba derecho a darle un beso cuando me frenó con una mano larga o, al revés, otra vez ella prefirió dar un beso cuando le tendí la mano, creyendo yo que esas formas se eligen o se cambian una sola vez en la vida. Cristina no es así; deja que sus ganas marquen las maneras según la oportunidad.
Hija de una familia humilde de La Plata, parece haberse propuesto no volver a ser pobre nunca más. Está decidida también a escalar hasta las cimas donde no han llegado ni siquiera los retoños de la alta burguesía o de la aristocracia vernáculas. Hasta ahora ha conseguido todo lo que se ha propuesto. Esa es su revancha. Nunca, en cambio, se ha puesto de acuerdo con ella misma en su condición de revolucionaria o de conservadora. Fascinada por el discurso llameante y por los actos populares, todo lo demás en ella pertenece al estilo de una clásica señora del Barrio Norte porteño. "No te pongas tantas joyas ni tantos vestidos para ir a La Matanza", le aconsejó algunas vez, cuando recibía consejos, un amigo. "Eva lo hacía y todavía la aman", lo despachó Cristina. Eva es su modelo. No quiere aprender nada de Perón. Para ella, el fundador del peronismo era un viejo reaccionario que traicionó a su generación.
El peronismo no le sienta bien. Su liturgia, la estética de sus dirigentes, la poca preparación y las formas suburbanas de éstos le despiertan un rechazo espontáneo, casi mecánico. "Néstor es peronista. Yo creo que hay que superar en la historia al peronismo, darle un contenido definitivo, preparar a sus dirigentes y abandonar las formas que sirvieron para otra época", me contestó un día que le pregunté si ella era peronista. Tampoco dijo que no lo era. Ella seleccionó personalmente a Amado Boudou, a Martín Lousteau y a Sergio Massa para su primer gabinete. Mezcló otra vez una mirada política y una visión estética. Imaginaba una refundación del peronismo con dirigentes con mejor presencia, con dominio de idiomas y con cierto bagaje intelectual.
Cristina Kirchner no reconoce errores porque no podría permitirse el error. Jamás va a ninguna parte si no sabe exactamente qué sucederá, qué esperan de ella y de qué deberá hablar. Parece que improvisa sus discursos, pero en verdad éstos son el resultado de muchas horas de preparación. Lectora incansable de informes y de gráficos (es una enamorada de las estadísticas, que le confeccionan según su particular gusto), termina de preparar sus exposiciones cuando ya está segura de que sabe lo suficiente.
Es también una oradora profesional. Un embajador de carrera quedó estupefacto cuando Cristina llegó al país donde él estaba destinado pocos minutos antes de una reunión en la que la Presidenta debía hablar. El diplomático le había preparado un borrador para el discurso. Cristina tomó el papel y pidió 15 minutos para hacerse algunos arreglos en la habitación del hotel. Volvió, se presentó en la reunión y recitó de memoria el borrador del embajador, cambiando sólo el orden de los párrafos. "Parecía como si cada palabra la estuviera pensando en ese momento", recuerda ahora el diplomático.
Cristina Kirchner es de gustos caros. Aun vistiendo el color de las viudas, no abandonó nunca su decisión de ser una mujer elegante. "Sí, gasto en cosas que me hacen sentir bien. Es mi plata y la tengo toda en blanco", me dijo una vez, confirmando que no repara en gastos cuando se trata de darse todos los gustos en vida. Es elegante cuando se ve con los líderes del G-20 o cuando habla ante el gentío de pobres provincias. El paso de los años la ha hecho más meticulosa en el cuidado de su aspecto. "No, no, yo nací maquillada", la frenó en seco a una maquilladora en mi programa de televisión, cuando todavía era senadora. Había llegado tarde, sobre la hora de la emisión, porque ella misma se había dedicado al maquillaje de su cara. Nadie, salvo sus asistentes personales, la ha visto jamás sin maquillaje.
El empaque de Cristina es legendario. Amante del estricto protocolo, sabe perfectamente cuál es su situación y en qué lugar debe estar ella y en qué lugares deben estar los otros en cada momento. Sus pretensiones no son las de una líder sudamericana. Una vez le pregunté qué destino imaginaba para la Argentina. "El de Alemania", me contestó, sin dudar. "Ustedes hablan mucho de la seguridad jurídica. Díganme, ¿qué seguridad jurídica hay en China y, sin embargo, recibe inversiones como nadie?", me dijo otra vez. ¿Cómo explicarle que China tiene 1300 millones de habitantes y que los comunistas que la gobiernan son los profetas más convencidos en este mundo de la ortodoxia económica? Sus ejemplos son Alemania, la principal potencia europea, y China, una de las primeras potencias del mundo. No reparó en Brasil ni en Chile ni en Canadá ni en Australia. Estos últimos ejemplos dan vueltas, para ella, sobre cierta medianía.
Nada es producto de la nada y, más bien, todo es consecuencia de algún interés o de una conspiración. La Presidenta maduró esa forma de ver las cosas y superó incluso a su esposo, que también tenía una visión conspirativa de la política y de la historia. De hecho, Cristina Kirchner se enfrentó con su marido y con Alberto Fernández en la interpretación del caso Antonini Wilson, cuando en los Estados Unidos se reveló una declaración del voluminoso venezolano que señalaba que sus 800.000 dólares estaban destinados a financiar la campaña presidencial de Cristina. "Desde el principio les dije a estos señores [por Néstor y por Fernández] que se trataba de una conspiración de la CIA y ellos no me creyeron", me contó por aquellos días. La conspiración como perspectiva y la traición como posibilidad quedaron definitivamente incrustadas en las certezas presidenciales después del conflicto con el campo en 2008. Desde entonces, no delega nada en nadie.
Era una senadora con voto y sin voz cuando el menemismo la echó del bloque de senadores nacionales y de las comisiones que integraba. Detestaba, más que cualquier otra cosa, el mal gusto del menemismo. "¿Se puede ser menemista sin perder el buen gusto?", la oí preguntar, irónica, en esos años. Desde 1995, cuando ella llegó al Senado, y hasta 2003, cuando su esposo accedió a la Presidencia, la relación con los periodistas era la única manera que tenía para hacer conocer sus ideas. Era entonces una política simpática y racional, aunque ya aparecía en su actitud, sobre todo en su relación con la política, esa predisposición a no hacer concesiones y a pelearse con cualquiera que se cruzara en su vida de certezas.
La relación con el periodismo cambió cuando alcanzó el segundo objetivo de su vida: el poder. Encontró entonces un documento de la Unesco de los años 80 (basado en el anterior y célebre "Informe McBride"), en el que se señalaba la necesidad de "democratizar las comunicaciones" y diferenciaba la "libertad de prensa" de la "libertad de empresa". El progreso tecnológico posterior (y la constante necesidad de inversión) convirtió en obsoleto ese informe que ya era inconsistente. Después de todo, sólo las empresas periodísticas en condiciones de autofinanciarse sólidamente pueden promover una prensa libre e independiente de cualquier poder.
No importa. Cristina Kirchner tomó las ideas y las consignas de aquel antiguo documento y las hizo suyas como conceptos definitivos. La relación con la prensa era para Néstor Kirchner una competencia con rupturas y reconciliaciones; para Cristina, el trato con el periodismo es ahora una cruzada ideológica y conceptual. "Leo los diarios, pero no les creo", me dijo la última vez que la vi. Las cosas ya no eran igual que antes. El poder es ahora su obsesión, después de haber sido su ambición.


