Y allí donde puede ganar, como en Córdoba, se distancia del gobierno nacional.

Sin embargo, existe un consenso respecto de que, a pesar de ese panorama, la reelección de Cristina Kirchner no está en peligro. De aquellas evidencias y esta presunción se deriva una incógnita: ¿por qué si el oficialismo va perdiendo terminará ganando?

La respuesta más superficial para este acertijo es que las elecciones de distrito producen alineamientos específicos, que no pueden ser extrapolados a la escena nacional. Es una afirmación razonable si no se la acepta en términos absolutos. No caben dudas de que muchos votantes de Mauricio Macri podrían votar en el futuro a la señora de Kirchner.

O que vecinos centroizquierdistas que el domingo se inclinaron por Daniel Filmus, pero que en el futuro preferirían a Hermes Binner o a Ricardo Alfonsín.

Sin embargo, es impensable que la Capital, Santa Fe o Córdoba sean por completo indiferentes al conflicto kirchnerismo-antikirchnerismo. Se puede admitir, para ponerlo en términos de Mao, que gracias a la muerte de Kirchner y a la reanimación económica, esa contradicción ha dejado de ser la principal para muchos ciudadanos. Pero sería muy curioso que esos dos fenómenos hayan sido suficientes para que el Gobierno supere su principal dificultad política: el conflicto con los sectores medios.

De ese entredicho hubo un registro muy temprano: en las presidenciales de 2007 Cristina Kirchner perdió en las grandes ciudades del país (Capital, Rosario, Santa Fe, Córdoba, La Plata, Bahía Blanca, Mar del Plata, el cordón norte del conurbano bonaerense, etc.), a pesar de que el entorno económico era todavía muy confortable. A ese cacerolazo técnico del electorado urbano se le agregó, tres meses después, el dramático conflicto con el electorado rural. Los resultados de Santa Fe y las tribulaciones de De la Sota en Córdoba están indicando que las secuelas emocionales de esa guerra determinan más que los buenos precios internacionales la relación entre el kirchnerismo y el campo.

Hay que admitir, entonces, que existe hoy un mercado electoral disponible para que se imponga una alternativa al Gobierno. Sin embargo, de esa constatación no cabe deducir la derrota de la Presidenta. Que esa secuencia, que parece lógica, pueda no verificarse revela el problema central de la vida pública en el país: la política no le provee a esa franja de la sociedad el dispositivo organizativo necesario para que se produzca la alternancia.

Desde el derrumbe de 2001 se registra un pavoroso déficit de organización política que induce a imaginar que la crisis que se abrió aquel año se está volviendo crónica. Este año ese fenómeno arrojó muchas evidencias. El actual ciclo electoral se tragó por lo menos cuatro proyectos presidenciales: los de Julio Cobos, Ernesto Sanz, Pino Solanas y Mauricio Macri. Y puso en serio riesgo los de Eduardo Duhalde y Alberto Rodríguez Saá, que no pudieron concluir su interna por falta de estructura.

Esta minusvalía en el campo opositor es el principal activo del Gobierno para las internas del próximo 14. Con el mismo criterio se puede aventurar que el radicalismo aventaja a los demás rivales de la oposición, ya que dispone de un mayor despliegue territorial en Buenos Aires, Santa Fe, Mendoza, Entre Ríos, Catamarca, Chaco, Neuquén y Santa Cruz. La hipótesis de la eventual superioridad de Duhalde sobre Alfonsín debe ser cotejada con esta corroboración.

La carencia de una maquinaria electoral está agravada por la nueva legislación. La norma que regula las internas establece que para competir en octubre no sólo los candidatos presidenciales sino también las listas de diputados nacionales de cada distrito deben alcanzar el 1,5% de los votos válidos. Cabe suponer que muchos postulantes a la presidencia irán a las elecciones generales desprovistos de representación en numerosas provincias, con la consecuente carencia de movilización y fiscalización.

Desventajas

Otra desventaja organizativa de los postulantes de la oposición es que muchos de ellos imaginaron sus candidaturas partiendo de la tesis de que Cristina Kirchner era invencible. Las elecciones de Santa Fe y Capital llegaron después de que cada uno inscribió su oferta electoral. El calendario fue providencial para el oficialismo. Porque, ¿Binner hubiera sido tan restrictivo con Alfonsín o Macri hubiera renunciado a su candidatura con tanta ligereza en un clima como el que instalaron aquellos comicios?

La falta de organización partidaria no significa sólo la carencia de aparato; también envilece los procedimientos de decisión y degrada la calidad de las estrategias. Sencillo: es muy extraño encontrar ideas allí donde no se cultiva la interlocución. La manifestación más clara de este problema aparece hoy en la pobreza de las campañas electorales, empezando por la publicidad de casi todas ellas. El bajísimo encanto del proselitismo hace juego con la indigencia del sistema político. A los rivales de la Presidenta les está costando muchísimo elaborar un mensaje o beneficiarse de los innumerables errores y desgracias del Gobierno. Algunos de ellos son conscientes de esta dificultad. Alfonsín, por ejemplo, terminó de aceptar el consejo de De Narváez y se puso bajo la tutela del venezolano Juan José Rendón, que auxilia al candidato a gobernador desde hace varias campañas. Duhalde acaba de incorporar a Antonio Sola, experto en campañas con buenos antecedentes en España, México y Haití.

Sin instrumentos

De la inconsistencia del sistema político podría resultar que un amplio sector de la ciudadanía que pretende el relevo del kirchnerismo no tenga a su disposición el instrumental para satisfacer ese deseo. Hay un ejemplo histórico, del estilo de las ucronías que cultiva Rosendo Fraga, que ayuda a pensar el problema. En 2003 hubiera sido posible que Carlos Menem llegara a la presidencia. Habría bastado que el PJ realizara su interna, en la que Menem era seguro ganador. Con el PJ unificado y la oposición colapsada, no hubiera sido alocado que el riojano ganara en primera vuelta. Duhalde lo imaginó e impidió las internas, obligó al PJ a ir a las urnas partido en tres y provocó el ballottage. Pero ese Menem imaginario, vencedor en 2003, es el mismo Menem que renunció a la segunda vuelta para no perder por escándalo. Esa contradicción habla de la naturaleza de esa hipotética victoria: habría obedecido a la inexistencia de un dispositivo capaz de estructurar como fuerza electoral un estado de opinión muy adverso.

¿Puede estar la Argentina de nuevo ante la misma encrucijada? A partir de los resultados de Santa Fe, Capital y los movimientos del PJ en Córdoba, ¿es razonable seguir atribuyendo la eventualidad de una reelección presidencial a las razones que se pensaban hace dos meses? Tal vez no. Tal vez ese triunfo de Cristina Kirchner no sea la expresión de un consenso favorable muy amplio, sino de la insolvencia de sus rivales para convertir en poder un estado de opinión adverso muy extendido.

Las últimas experiencias electorales tal vez no refuten la predicción de que la Presidenta gana, pero obliguen a pensar de nuevo por qué gana. Es decir, cuánto hay en su triunfo de éxito propio o de fracaso ajeno. De cómo se resuelva el dilema depende la capacidad que tenga en su segundo período para abordar una agenda económica que promete ser cada vez más endiablada. El peronismo estará muy atento a esa incógnita. Si la eventual reelección de Cristina Kirchner no manifiesta un respaldo a su liderazgo, sino la carencia de quienes la enfrentaron, el proceso sucesorio interno se abrirá antes de lo previsto. Si no se está abriendo ahora.