Desde esta columna editorial, hemos sostenido en reiteradas ocasiones que las restricciones del Gobierno a la exportación de carnes y otras medidas intervencionistas no iban a provocar otra consecuencia que un desaliento de su producción y un aumento de su precio. Está hoy a la vista que eso es lo que ha sucedido.

La producción de carne vacuna nacional está acusando actualmente el impacto de la sequía de los dos años pasados y del implacable castigo consistente en una sucesión de erróneas decisiones del gobierno nacional, iniciada en marzo de 2006 con la prohibición de exportar, una medida no registrada en el inventario de intervenciones estatales.

Atemperada esa prohibición poco después, se la reemplazó por una sucesión de arbitrarias intervenciones que fueron minando las energías productivas hasta reducir el stock de ganado estimado en 60 millones a mediados de la presente década a 50 millones, una reducción no conocida en el historial cíclico del negocio ganadero.

Así las cosas, la nueva dimensión productiva se mostró insuficiente para abastecer una demanda doméstica exaltada por constantes intervenciones oficiales y un remanente exportador a manera de un simple saldo, manejado desde la Secretaría de Comercio.

En estas condiciones, el mercado de ganado mostró ese déficit, expresado en precios crecientes hasta duplicar los vigentes un año atrás, mostrando una vez más la rigidez de la demanda de carne vacuna, una característica propia de la dieta nacional.

Los 200.000 ganaderos existentes decidieron -unos más, otros menos- no seguir rematando sus rodeos a los valores pretendidos por el Gobierno, reduciendo la venta de hembras para faena de un ominoso 50 por ciento anterior al 44 en lo que va del año y a un muy bajo 40 en septiembre pasado Se trata de una sana decisión privada, destinada a reconstruir el patrimonio ganadero, sensiblemente deteriorado.

Con una reducción de la producción total de carne, el consumo local naturalmente se está reduciendo desde un pico de 68 kilos por habitante y por año, el más alto del mundo, a aproximadamente 55 kilos, es decir, un 20 por ciento, mientras que la exportación se está reduciendo a poco más de la mitad de la correspondiente al año pasado. Muy lejos han quedado los años 70, en los cuales la Argentina era el primer exportador de carne vacuna del mundo.

Los resultados de la política oficial en la materia no pueden ser más desalentadores. Entre otras cosas, porque provocó el despido de casi 15.000 trabajadores de frigoríficos. La larga historia de la intervención en el mercado de la carne vacuna, reiteradamente expresada en una abundante bibliografía nacional y extranjera, debió inspirar mejor a los responsables de las decisiones gubernamentales. Incluso la aplicación de subsidios a la alimentación de ganado en corrales, ahora en declinación, no sólo no logró los resultados que esperaban sus promotores, sino que, por añadidura, dio lugar a acciones de corrupción.

De existir la intención de privilegiar la mesa de los argentinos, evitando que sea impactada por la suba del precio de la carne vacuna y de otros alimentos, lo más aconsejable sería subsidiar a los sectores de menores ingresos de la población mediante metodologías eficaces, utilizadas en muchas naciones, aun en aquellas de altos ingresos.

Resulta indispensable recomendar no interferir en el proceso de retención de vientres y animales jóvenes en general, tan recientemente iniciado. En tren de recomendar otras decisiones, cabe señalar la necesidad de derogar las restricciones administrativas de las exportaciones que ahora no sólo están referidas a los registros de exportación, sino que abarcan constancias destinadas a evitar supuestas maniobras de ocultación de ingresos de divisas.

Dejar que la mencionada retención fluya sin tropiezos será el mejor y más rápido método de aumentar la producción y hacer llegar a la mesa de los argentinos su plato favorito a precios que estimulen tanto la producción como el consumo y la exportación. En suma, restablecer el equilibrio perdido.