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Julio Cobos y Daniel Scioli no tienen casi nada en común, salvo dos cosas: nunca se pelean con nadie y los dos han sido (uno lo es todavía) vicepresidentes de los Kirchner. Expertos en saber flotar sobre la marea de la vacilación, ambos están condenados al silencio en medio de una política estridente y muchas veces escandalosa. Sólo la acción o el gesto les están permitidos en el angosto desfiladero que les tocó. Un voto oportuno en el Senado o la presencia en una ceremonia kirchneristamente inamistosa son suficientes para colocarlos otra vez en el alborotado primer plano. Una mayoría social, sin embargo, pondera esos secretos embelecos que saben urdir.

Cualquier encuesta de imagen señala a Scioli y a Cobos entre los políticos mejor valorados por un porcentaje importante de argentinos. El caso de Scioli es más difícil de explicar que el de Cobos. No porque uno sea mejor que otro, sino porque Scioli debe gobernar la provincia más complicada del país. El mandatario bonaerense es tributario, no obstante, de esos momentos en los que las sociedades sólo miran a los gobernantes nacionales para tirarles encima hasta las culpas que no tienen. Cobos sobrelleva su propia desventura: su cargo es naturalmente gris, no tiene recursos y su articulada cabeza de ingeniero resulta, a veces, impotente frente al caos de la política.

¿Y si un desvarío electoral los colocara a los dos en la lucha final por la presidencia en el próximo año? En ese hipotético caso (todo puede cambiar todavía), habrá que creer que existe la justicia poética. Ambos fueron maltratados por los Kirchner para que no tengan futuro político; los dos han sido estigmatizados en su momento con la etiqueta de traidores, a la que se accede en círculos kirchneristas por el solo hecho de haber dicho fugazmente que no. Todo lo demás es diferente entre ellos. A Cobos le gusta, por ejemplo, cualquier idea prolijamente escrita en un papel. Scioli, en cambio, prefiere consultar ideas en el módico universo del famoseo argentino.

Una pregunta resulta ya inevitable: ¿qué hacen los Kirchner para que sus más peligrosos adversarios hayan sido las personas más cercanas a ellos? Cobos y Scioli integran sólo los últimos lugares de una lista mucho más larga. Los dos ex vicegobernadores de Néstor Kirchner, Sergio Acevedo y Eduardo Arnold, se han convertido ahora en las expresiones más autorizadas para denunciar el autoritarismo y la corrupción de la dinastía gobernante. Alberto Fernández, que fue una especie de vicepresidente ejecutivo del kirchnerismo durante seis años, es la referencia crítica donde van a parar los kirchneristas desencantados. Scioli habla con Fernández y Fernández, recíproco, habló ayer bien de Scioli. Cabe una sola conclusión: todas las certezas cercanas al matrimonio gobernante son peores que cualquier conjetura desde la lejanía.

El problema de los Kirchner es que todos los días pierden a uno más , lamentan sus allegados. Pierden también como ellos quieren perder. En una hora indecisa entre el miércoles y el jueves último, cuando el Senado ultimaba el tratamiento del 82 por ciento móvil para los jubilados, los senadores Miguel Pichetto y José Pampuro, los últimos convencidos de las bondades oficialistas, llegaron a la conclusión de que estaban ante un empate endemoniado. Decidieron elegir a un senador kirchnerista para que se fuera del recinto; querían perder con dignidad. Pero los sorprendió el santacruceño Nicolás Fernández, el único senador que cuenta con la confianza de los Kirchner. Lo había llamado personalmente la Presidenta para darle una orden inmodificable: había que dejarlo desempatar a Cobos.

¿Por qué? Una derrota limpia carece de argumentos. La derrota impulsada por Cobos les permitió, en cambio, exhibirse como víctimas de una traición. Quizá tengan relativa razón, pero no hicieron más que echar viento al fuego del cobismo fuera del ágora donde está el kirchnerismo fanático. Hasta Elisa Carrió le mandó a Cobos un beso increíble.

Una parte de ese fanatismo dice militar en ideas de izquierda. ¿Será la izquierda la que se abrazará al veto de un sustancial aumento a los paupérrimos jubilados argentinos? Cristina Kirchner podría haber ejercido su derecho a un veto parcial y haber dejado el beneficio para los que perciben la jubilación mínima. Hubiera significado para éstos un aumento del 50 por ciento. Temió que el Congreso hiciera una interpretación sobre ese veto parcial con una mayoría simple; el veto total necesita, en cambio, de los dos tercios de los votos del Congreso. Imposible de alcanzar para la oposición.

Cobos nunca perdió la simpatía que cosechó en el interior del país con su voto contra la resolución 125. Más allá de la Capital y del conurbano, el vicepresidente siguió siendo siempre el político más popular del país.

Otro empate más fundamental parece suceder en la prematura campaña presidencial. A los políticos con más simpatía social no se les reconocen los atributos para controlar luego la gobernabilidad. Los que tienen esos atributos ante la mirada social carecen, en cambio, de la simpatía colectiva. En esa ardua y aburrida igualdad se metió Scioli. Se metió después de que ocurrió un definitivo punto de inflexión: el reciente reto público de Kirchner ante un auditorio de intendentes bonaerenses. Scioli nunca volverá a ser el mismo después de esa humillación , cuentan los que lo oyen.

Scioli no decidió lanzarse confiado sólo en un Dios bueno. Antes cotejó que una inmensa mayoría de intendentes presentes en aquel acto se solidarizaron con él y hasta evaluaron luego la posibilidad de escribir un documento público de adhesión al gobernador. Esos caudillos no se estaban abrazando a Scioli, sino diciéndole adiós a Kirchner. Por esos días, en una reunión de intendentes del conurbano para analizar qué harían en las próximas elecciones, el jefe de La Matanza, Fernando Espinoza, deslizó una frase enigmática: Haremos lo que sabemos hacer . Joaquín de la Torre, el novato intendente de San Miguel, le preguntó qué es lo que sabían hacer. Cuidar nuestro territorio. Apoyaremos al mejor , le contestó Espinoza. Ninguno habló de Kirchner.

El sciolismo piensa (el inasible pensamiento de Scioli es otra cosa) que no habrá un próximo presidente peronista si sólo pujaran los antikirchneristas y los prokirchneristas. El peronismo se dividiría entre dos propuestas distintas y los radicales podrían pescar la presidencia en medio de ese río revuelto. Scioli necesita, entonces, poner un pie en el kirchnerismo y otro entre los disidentes. Por eso, fue al penoso acto de Santa Cruz contra la Corte Suprema y compartió el veto al aumento para los jubilados. Pero en esos mismos días comió y durmió con el demonio de los kirchneristas puros. Estuvo en el Coloquio de IDEA, que es para los Kirchner la inverosímil casa del demonio, y allí se mezcló, afectuoso, con Eduardo Duhalde y con José María Aznar, el referente más claro de la derecha española. Fue su penúltimo péndulo.

Kirchner ya no puede hacer nada ante tanta herejía. Scioli hasta ahuyentó su viejo temor de que la venganza kirchnerista le incendiara la provincia. Un incendio ahora lo calcinaría a Kirchner , suponen los amigos del gobernador. Scioli saltó de IDEA al acto de Hugo Moyano, que fue, sobre todo, un mensaje a la política por venir. Ningún presidente tendrá paz si le recortara su desmesurado poder, mandó decir Moyano. Scioli estaba a su lado, pero no fue él quien pagó nada. El matrimonio presidencial fue el que costeó el precio político de estar cerca de Moyano, el dirigente más impopular del país.

Kirchner tampoco puede tomar distancia de Moyano, el último aliado fuerte que comparte, además, la cartografía de sus métodos. Al revés, es el propio Moyano el que anda diciendo, ante surtidos interlocutores, que Kirchner es ya un político débil y errático, tal vez concluido.