Cualquier definición unilateral que se adopte, derogar el régimen o modificarlo, redundaría en un inevitable perjuicio para la sociedad toda. Pero hay más. Si se apelara a una tercera opción, cual sería reducir el nivel global del gasto público hasta limitarlo a lo financiable sin incurrir en endeudamientos que agregarían vulnerabilidad, de un dilema pasaríamos a enfrentar un irresoluble trilema que suele ser bastante común en el ámbito de las políticas monetarias y cambiarias, según lo he planteado hace años discutiendo la convertibilidad (La Economía de los ‘90, Edic.Macchi, 2000).
Se trata de un trilema porque, con Gregory Mankiw, la elección de cualquiera de las tres opciones acarrearía “inevitables problemas”. La derogación de las retenciones desfinanciaría al presupuesto y podría agudizar la inflación; el tratamiento diferencial de los bienes alcanzados según zonas, rendimientos, extensión de las explotaciones, localización geográfica y puntos de concentración, etc. tampoco conforma, porque requiere operaciones complejas que, además, pueden comprometer los ingresos. Finalmente, la disminución del gasto público hasta un nivel financiable no cuenta con la aprobación de políticos, teóricos y menos de los enormes intereses creados que recorren la trayectoria de las distintas erogaciones.
De las tres opciones, la eliminación de las retenciones y la reducción de los gastos en las condiciones actuales resultarían proposiciones quiméricas y beligerantes, luego la diferenciación da la impresión de que carece de atractivo aunque resulte menos irritante. A corto plazo no hay solución. Empero, debería reconocerse que por algún motivo los derechos de exportación no configuran una categoría tributaria defendible en el mundo académico y en las economías comparadas, al margen de su cuestionamiento histórico por parte del GATT y de la OMC. El argumento central, el de la amenaza de inflación, entre otros, habría que revisarlo con sumo cuidado, habida cuenta que según Néstor Roulet, la derogación de las retenciones sobre el trigo incidiría en un 3% en el precio del pan, y en el caso del maíz alrededor del 2,48% en el del pollo y un 1,2% en la leche.
Ahora bien, frente a las dificultades para resolver el trilema, parece necesario asumir definiciones más categóricas aunque demanden tiempo y nos impacienten. El problema central es el sistema tributario actual cuya falta de lógica se remonta, quizá, a más de medio siglo con superposiciones y emparches distantes de toda lógica. En el Coloquio de Idea celebrado en Mar del Plata hace mas de un quinquenio presenté un trabajo donde las recomendaciones fiscales conciliaban los propósitos de desarrollo con equidad y estabilidad monetaria y cambiaria. Ni los que se quejan ahora y mucho menos quienes están satisfechos sin crítica, se animaron a innovar y el sistema sigue desvencijándose. Durante el primer semestre tres especies anómalas generaron ingresos a la DGI por $ 36.000 millones, más de la tercera parte del Sub total DGI de la planilla de registro. Casi 21.000 millones responden a derechos de exportación donde la soja lidera, $ 12.000 por impuesto al cheque y $ 3.000 millones por bienes personales.
Estamos frente a una emboscada. La velocidad de crecimiento del gasto público impide renunciar a las retenciones o corregir las tasas, al menos significativamente. Las erogaciones se han desmadrado y el pánico al déficit paraliza, de manera que hay que promover algún cambio radical que obviamente demandará tiempo, pero debe asumirse el desafío. En primer lugar, elegir sin demora un grupo de expertos incuestionables que propongan modificar el sistema tributario y los criterios de asignación y control estricto del gasto público. Luego, actualizar los contenidos, eliminando rémoras como el impuesto sobre los bienes personales que no existe en el mundo al igual que débitos y créditos (al cheque). Las mal denominadas rentas extraordinarias de la tierra deben incluirse en el Impuesto a las Ganancias como sucede en todo el mundo desarrollado y subdesarrollado o, en última instancia como propuso Raúl Cuello en la Revista Impuestos (Julio de 2010) diferenciando la renta del producto. Un impuesto específico no sería descartable pero enfrentaría las mismas dificultades. Si se iniciara ahora mismo la tarea, en un año se progresaría como no se hizo en décadas y la disciplina fiscal bien entendida, es decir, en función de las necesidades del desarrollo y elevados niveles de empleo sin sobresaltos desestabilizadores, dejaría de ser una irrealizable esperanza. Las variantes son enormes y la recomendación debería servir para jerarquizar un diálogo político aburrido y sin el entusiasmo que conllevan las ideas razonables e innovadoras.


