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EL gran logro del matrimonio gobernante en las últimas semanas ha sido instalar en la opinión pública la discusión sobre una cuestión muy lejana y bastante improbable como la eventualidad de un triunfo electoral de Néstor Kirchner en la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 2011.

Tal logro es doblemente meritorio: faltan nada menos que 17 meses para ese acontecimiento electoral y los Kirchner vienen de sufrir una dura derrota el 28 de junio último, además de haber experimentado una dramática caída en su nivel de imagen positiva a partir del conflicto con el campo, desatado tres meses después de la asunción de la actual jefa del Estado.

Según la tempranera estrategia trazada por los operadores del oficialismo, la reelección de Néstor Kirchner dependería de dos condiciones: 1) que obtenga el 40 por ciento de los votos válidos emitidos; 2) que la oposición se encuentre tan fragmentada que ninguno de sus candidatos presidenciales pueda alcanzar el 30 por ciento.

Negar que la pareja presidencial ha mejorado levemente en la percepción de la ciudadanía y que la oposición en su conjunto se ha estancado sería tan equivocado como imaginar que, en 2011, los dirigentes opositores obrarán con absoluta ingenuidad, más allá de sus conocidos desatinos.

Dos experimentados analistas de opinión pública, como Eduardo Fidanza y Jorge Giacobbe, coinciden en un diagnóstico similar sobre el electorado argentino en el presente. Hay un 60 por ciento de la ciudadanía que no votaría nunca a los Kirchner y hay un 20 por ciento que casi con seguridad votaría por ellos. El restante 20 por ciento ve luces y sombras en la gestión kirchnerista, por lo cual podría acompañar o no al actual oficialismo.

Siguiendo ese análisis, también hay coincidencia entre los mencionados consultores en que el gobierno nacional sedujo en los últimos dos o tres meses a una porción de aquel 20 por ciento de indecisos, elevando su piso de apoyo en ocho o nueve puntos y llevando la imagen positiva de los Kirchner a niveles del 28 o 29 por ciento.

Lo cierto es que el matrimonio presidencial está experimentando una recuperación o, si se quiere, un rebote desde valores muy bajos, como las acciones que mejoran sus cotizaciones luego de una estrepitosa caída. Nadie puede pronosticar dónde se estacionará esa recuperación, pero es prudente pensar que los elevados niveles de imagen negativa le marcan un techo hoy inferior al 40 por ciento. Una reciente encuesta de Ipsos, realizada entre 1200 personas en el nivel nacional, da cuenta de un 61 por ciento de desaprobación de la gestión gubernamental. Ergo, un ballottage significaría en la actualidad la definitiva derrota de los Kirchner.

Claro que los argentinos somos emocionales y ciclotímicos. Y nuestra opinión pública es demasiado volátil como para pretender ver la actual recomposición de fuerzas, incluida la recuperación del kirchnerismo, como una fotografía antes que como una película en desarrollo.

La visión de Artemio López, un analista de opinión pública cercano al gobierno nacional, es algo diferente. Su hipótesis de un triunfo de Néstor Kirchner en la primera vuelta electoral parte del supuesto de que el oficialismo tiene un piso electoral del orden del 32 por ciento y de que no le debería costar mucho sumar lo que le falta hasta el 40 por ciento. En su particular interpretación, añade el hecho de que, en los últimos comicios legislativos, el kirchnerismo y sus aliados redondearon el apoyo de un tercio del electorado cuando todavía sonaban los ecos de la pelea con el campo y en medio de un aumento del desempleo y de expectativas económicas desfavorables por los coletazos de la crisis financiera internacional.

Habrá que tomar con pinzas esta visión. La consultora de López había pronosticado en 2006 en Misiones el triunfo del gobernador kirchnerista Carlos Rovira, que finalmente perdió por paliza ante el obispo Joaquín Piña, al igual que un éxito de Néstor Kirchner contra Francisco de Narváez el año pasado.

El optimismo que reina en el club de la buena onda kirchnerista reside en el retorno a niveles de crecimiento económico del 6 por ciento anual, sin importar la inflación, y en la instalación de una sensación de prosperidad alentada por el incremento del consumo, que sea más fuerte que otras sensaciones como la de inseguridad.

Otro dato que inyecta esperanza en el oficialismo es la proyectada actualización del monto de la asignación universal por hijo en función del índice de corrección de las asignaciones familiares que cobran los trabajadores del sector formal, que el año último rondó el 33 por ciento.

De acuerdo con cálculos que se hacen en el oficialismo, los 180 pesos por hijo de padres desocupados o del sector informal podrían ascender a 240 pesos, al tiempo que el universo de beneficiarios, que hoy comprende a las familias de 3,5 millones de niños, debería extenderse sensiblemente, en función de que se estima en 5,7 millones el número de menores en circunstancias de vulnerabilidad. Pero la escasa información estadística confiable y la mucha burocracia inútil impiden llegar a todos ellos en lo inmediato.

Paradójicamente, en las últimas semanas, amas de casa solteras que habitan barrios acomodados de la Capital Federal y que, en ciertos casos, envían a sus hijos a costosos colegios privados han recibido notificaciones de la Anses invitándolas a recibir la asignación universal. Nadie pareció reparar en que el simple estado civil no es condición de indigencia o que un gran porcentaje de parejas conviven sin casarse. ¿Será una nueva modalidad del gobierno nacional para congraciarse con una clase media urbana que no lo ha favorecido con su voto?

Los errores del Bicentenario
La multitud que festejó en las calles la llegada del Bicentenario estuvo muy por encima de las pequeñeces políticas. No se movilizó para apoyar al kirchnerismo o al macrismo, sino por algo tan simple como celebrar el hecho de ser argentinos.

Hay que reconocer que, esta vez, tanto el gobierno nacional como el porteño hicieron bien las cosas y montaron espectáculos dignos del hecho que se conmemoraba.

Hay que lamentar, en cambio, que voceros del kirchnerismo pretendieran descalificar a una parte de la sociedad argentina, al hablar de "la fiesta de unos pocos en el Teatro Colón" y "la fiesta de todos en el Obelisco". Algo tan triste como la premeditada decisión ideológica de la Presidenta de no concurrir a la gala del primer coliseo argentino.

No menos equivocado es que allegados a Mauricio Macri crean que la reinauguración del Colón le cambió la suerte. Basta un indicador: dos días después de la celebración del Bicentenario, una figura emblemática de los medios a quien nadie podría tildar de kirchnerista, como Mirtha Legrand, puso contra las cuerdas a la diputada macrista Paula Bertol cuando ésta intentaba defender a su líder de las acusaciones de espionaje. Un motivo para concluir que, todavía, el jefe de gobierno porteño tiene que explicar mejor muchas cosas, al margen de las consideraciones negativas que pueda merecer su verdugo, el juez Norberto Oyarbide.

La sociedad argentina le asestó una bofetada a lo cotidiano, festejando en absoluta paz y concordia, más allá de cualquier bandería política. Se mostró dispuesta a participar de una gesta de unión nacional que la dirigencia política en general y los maltratadores seriales de la Casa Rosada en particular no parecen dispuestos a llevar a cabo.

El Bicentenario mostró la mejor cara de la sociedad argentina. Ahora hace falta que la dirigencia siga su ejemplo.