Por Rodolfo González Arzac

En esta entrevista del libro ¡Adentro!, —un viaje por las regiones y los personajes paradigmáticos de la Argentina sojera—, que aquí adelantamos, el periodista Rodolfo González Arzac muestra las facetas menos conocidas del emprendedor exitoso que suele retratarse como bonachón y modernizado: la génesis del emporio familiar Los Grobo, el régimen de trabajo de los empleados y las pocas simpatías de vecinos chacareros de Carlos Casares.

Miren. Ahí viene don Adolfo. Trae un guiño en el ojo para las recepcionistas. Lleva pantalón clarito, camisa lila con rayas blancas, zapatos de gamuza y el cinturón de cuero con sus iniciales. Da una orden. Camina doce pasos a la derecha. Y se zambulle en su oficina vidriada, envasada al vacío, arrinconada bien lejos de los escritorios de mando, una pecera que comparte con una de las dos empleadas que tiene a cargo. Adolfo fue un crack. Pasó de tractorista a millonario. Es el fundador. El culpable de todo. Por eso llega dos horas después que el resto de los 120 trabajadores: porque puede. Porque ahora, a los setenta, le toca un segundo plano riguroso. Le queda, en términos concretos, manejar la sección ganadera del gigante de la soja. Y darse unos pocos gustos. Como el de su último cumpleaños cuando recibió un saludo filmado de los jugadores de Boca, se vistió de esmoquin en el gran salón de la Sociedad Rural Argentina, ofreció un banquete para trescientas personas con blinis, queso azul, mousse de centolla, langostinos, palta y salmón; y en el momento sorpresa de la noche cantó a dúo con Palito Ortega, el tucumano, el de la felicidad y el de “qué lindo que es estar en Mar del Plata”. Puede que el de don Adolfo no sea exactamente un retiro de privilegio, por más que se lo vea de tan de buen humor a las diez y media de la mañana y se mueva por el pasillo como deslizándose en una pista imaginaria de éxitos.

Puede que haya costado mucho convencerlo de que dé un paso al costado. Imagino que debe haber asumido a regañadientes este nuevo lugar en la compañía, apenas con la certeza de que se trata de una estrategia, un movimiento más de tantos milimétricos que será mostrado hacia afuera como un paso hacia una nueva cultura de negocios. Por eso es que hace dos horas espero en la recepción de la casa madre de la empresa no a él, sino a su hijo, Gustavo. El número uno de la compañía está ahora en la sala de reuniones de las oficinas. Su mujer, Paula Marra, amabilísima, me pide disculpas por esa demora. Y no es la típica señora esposa tratando de hacer quedar bien a su marido. Paula es su mano derecha en la organización. Se conocieron en la facultad: él enseñaba y ella aprendía, y ahora –dicen ellos siempre– “el trabajo es el 80% de la relación”. (...)

La sede del Grupo Los Grobo podría estar en Silicon Valley. O en Pilar. O en Puerto Madero. Pero en las afueras de Carlos Casares, por cierto, se hace notar muchísimo más y debe haber costado muchísimo menos. La construcción quiebra, justo en el kilómetro 309 de la ruta 5, la alternancia estación de servicio-cabaretestación de servicio-venta de quesos-estación de servicio. Los dueños dicen que la arquitectura es neocriolla. La nave principal tiene dos grandes alas. Es de ladrillo, vidrio y chapa galvanizada.

Los espacios son abiertos, casi sin paredes, y el piso, de cemento alisado. El búnker tiene lo mismo que cualquier empresa de la división: boxes abiertos con computadoras IBM, unas pocas peceras reservadas para los altos ejecutivos, centenares de cajas con papeles que dicen importante, calculadoras de mano, un sector financiero cargado de monitores con índices de las principales bolsas en directo, biromes mordidas y lápices sin punta, y, sobre todo, muchos pero muchos post-it. La diferencia con cualquier otra empresa es el paisaje: desde cualquier silla basculante se ve la tierra sembrada de porotos de soja. El predio, además, tiene un comedor de precio gentil para los empleados. Y al fondo hay un tremendo auditorio para doscientas personas con forma de silo y con paredes recubiertas de bolsas de arpillera. Ahí se hacen videoconferencias con universidades. De Estados Unidos. Obvio. Además, hay un olor. En Los Grobo se huele el mismo aroma bursátil-ejecutivo-tecnológico- norteamericano que durante los años noventa caracterizó a las empresas puntocom en Buenos Aires. El departamento de Recursos Humanos, que conduce Marra, se llama Gestión de Talentos. En los discursos de los jefes y en el de los empleados, en los libros y en los folletos, se repiten consignas como “pasión por hacer” e “inteligencia para darse cuenta”. Y la batalla por la marca es incansable. Casi todos los asalariados llevan chombas, bombachas, chalecos, polars y gorras, y toman mate en termos con el logo del grupo, con la O de “gro” transformada en un símbolo que un día puede ser un disco de arado, al día siguiente un girasol o un engranaje y de ser necesario puede representar un espacio de reunión. Un símbolo, digamos, con final abierto.

En el medio de la pampa bonaerense se trabaja con horarios de microcentro. Y más: los empleados soportan el “sábado flexible”, un régimen que deja descansar ese día si se cumplieron los objetivos –y sino, no–, pero que es una noticia buena y reciente porque antes el sábado era, directamente, inflexible. La mayoría de los empleados tiene menos de cuarenta años, buenos estudios y, a juzgar por el estacionamiento, un Fiat o Volkswagen de tres puertas. (...) Llevan la mueca del trabajo duro, del día de hoy que es igual que el de ayer y tan parecido a mañana, mientras repiten sus rutinas: la conexión con las bolsas de cereales de Rosario, Buenos Aires y Chicago, la supervisión de las actividades en Bolivia, Uruguay, Ecuador, Paraguay y Brasil –la última alianza, el gran proyecto que obligó a los Grobocopatel a vender el 20% de la sociedad para llevar su secreto de multiplicación de panes al Matto Grosso–, y el trabajo con los chacareros de la pampa húmeda y alrededores (engranaje central de la maquinaria de la compañía). A veces la empresa les alquila la tierra a los pequeños productores y la siembra con los fondos de un fideicomiso. Otras, se asocian con ellos y les venden servicios e insumos. En 2008 la compañía sembró en la región unas 270.000 hectáreas, de las cuales solo posee 12.000. En 2009 proyecta ventas por 800 millones de dólares. En los últimos años, con esa fórmula, con los precios internacionales de la soja batiendo récord, la empresa creció a la velocidad de un rayo.

Una compañía tan grande, pujante, con tanto por delante, necesitaba una cara como la de Gustavo. La fama de don Adolfo podía resultar pesada. En Carlos Casares, los gringos, nietos e hijos de inmigrantes europeos que conforman la capa de pequeños y medianos productores, tienen una opinión crítica sobre Adolfo Grobocopatel. Ayer por la noche, quince productores locales me hablaron de él. Antes de empezar, con espíritu didáctico, uno de ellos hizo una pequeña aclaración que el resto aprobó con murmullos. –Los Grobo no son gringos. Son rusos.

Los Grobo son gauchos judíos. Eso es estrictamente cierto. Más aun, Carlos Casares fue uno de los primeros destinos de esa inmigración en la Argentina. En 1891 la Jewish Colonization Association (JCA) fundó Colonia Mauricio y desde Bessarabia llegaron don Abraham Grobocopatel con su hijo Bernardo, el papá de don Adolfo. Ciento veinte años después se ve que los prejuicios y las diferencias todavía se hacen sentir. Y se las arreglan para llegar a la sección policial de los diarios. En abril de 2008, durante las pascuas judías, doña Edith, la esposa de don Adolfo, la presidenta de la Sociedad Israelita de Carlos Casares, debió denunciar la profanación de catorce tumbas del cementerio judío del partido. Nunca había pasado algo parecido.

Los Grobocopatel son, al fin, la familia más famosa de un pueblo de veinte mil habitantes donde el agua sale de los grifos cargada de arsénico, un pueblo marcado por dos décadas de inundaciones que promovieron la pesca deportiva pero llevaron a la quiebra a ganaderos y agricultores, con una economía sostenida por los campos de lomas y bajos y por tres grandes empresas de acopio de cereales: Los Grobo, Tomás Hermanos, y Grobocopatel Hermanos (propiedad de Jorge, hermano y ex socio de don Adolfo). Carlos Casares es una pequeña ciudad bonaerense como tantas, con su plaza y sus calles –en este caso– mantenidas, con un único hotel, un viejo hotel al que llaman Gran Hotel, y una heladería, Mario, donde se reúnen los chicos a la hora de tomar el té. Una ciudad que, sin embargo, por culpa de esta compañía, sale en Clarín y en TN, en el Jornal do Brasil y en O Globo, en Le Monde y TV5, en el New York Times y así. Una repercusión notable. Aunque los baqueanos prefieran restarle trascendencia.

–A Casares se lo conoce por Roberto Mouras. Gracias a Dios.

Roberto José Mouras nació por aquí, en Moctezuma, como Adolfo Grobocopatel, pero su especialidad fue el Turismo Carretera. En la entrada de la ciudad tiene un monumento. Murió en 1992, estrellado contra un talud de tierra. Corrió 268 carreras, ganó 50, subió al podio 91 veces y consiguió tres campeonatos con un Dodge. Mouras es el orgullo de todo el pueblo, un pueblo de gringos tuercas, que mueren por el automovilismo.

Como Jorge Zabala. Que tiene unos cincuenta años, participó en otros tiempos de la Sociedad Rural de Casares, y es uno más de los productores que después de haber salido a pelear contra la suba de las retenciones a la exportación de cereales y oleaginosas en 2008 ejercita el hábito de reunirse a discutir de política con sus pares. Esos cuatro meses de confrontación con el gobierno nacional, que unieron a los chicos con los grandes, a los Zabala con los Grobocopatel, terminaron hace rato. Pero dejaron una huella. Ahora nadie se quiere quedar callado.

–Yo no tengo nada contra los grandes. Yo siempre digo: no quiero que me den nada. Pero que no me saquen. Los Grobo tienen una fundación, un fideicomiso, evaden impuestos y nosotros no los podemos evadir. Tienen abogados, contadores, todo un circo armado con el que yo no puedo competir. A mí me cuentan las costillas y ellos están cubiertos en las espaldas. Porque ellos también están con el poder político. Son gente muy hábil, muy trabajadora y muy eficiente. Pero acá habría más riqueza si no estuviera Grobo y si sus empleados, en vez de sus empleados, fueran chacareros. El presidente de la Federación Agraria local, Juan Carlos Pasturini –que fue carnicero por diez años, se fundió con la ley federal de carnes, y ahora tiene dos campos y, de vez en cuando, le vende granos a Los Grobo– soltó también la rabia.

–Brasil tiene los mejores frigoríficos, Chile la transformación eléctrica y a nosotros nos devuelven Aerolíneas. Este país es una joda. En 2001 la gente pidió que se fueran todos y todavía no se fue nadie. ¿Vos me preguntás por Los Grobo? Muchos productores les han dado a Los Grobo las tierras en alquiler. Otros pasaron de ser arrendatarios a ser prestadores de servicios para el pool. Es así. Estamos atados a los grandes exportadores, que son pocos y que se llevan las ganancias. Este país es un colador.

Los Grobo viven en Casares y son de Casares. El viejo Bernardo era pastero. Después se acomodaron con los militares y les vendían cereal, avena, de todo. Los camioneros cuentan que con un camión ellos vendían tres. Pero ojo que siempre que hay una estafa hay dos. Yo no les echo toda la culpa a ellos.

Esa noche, de todos los chacareros que se convocaron para contarme sobre la familia en cuestión, el que más lo conocía a don Adolfo era el número dos de la Federación Agraria, Jorge Bibini. Y esperó el último turno para contar su experiencia como antiguo empleado de la empresa.

–Yo trabajé quince años con Adolfo Grobocopatel. Transportaba cereal y fardo. Y no soy enemigo de ellos, soy amigo de ellos. Y conozco muy bien su manejo. Los considero, vamos a decirlo en palabras brutas: audaces para los negocios. Lo que dijeron los productores es cierto. Posiblemente hayan vendido dos o tres veces el mismo camión. A veces fue así. Yo solía llevar avena abajo y fardo arriba, pesaba todo, y vendía los fardos con el quilaje de la avena. Pero yo no puedo decir que son malos porque conmigo han sido buenos. Me han salido de garantía para que compre un camión.

Lo que pasa es que, lamentablemente, hoy los tenemos en contra. Ellos pueden hacer el negocio grande y nosotros vamos a terminar siendo sus empleados. Ponen el precio de los insumos y de los laboreos. Y hay una competencia grande.

Antes de la cita con los productores, estuve con otro viejo empleado de don Adolfo, Horacio Cervellini, que trabajó con él en la década de los 80 y ahora dirige el periódico Nueva Imagen. Cervellini es el enemigo público del viejo Grobocopatel en Carlos Casares. Cuatro meses atrás su título de honor fue confirmado con una condena de un año de prisión en suspenso del juzgado correccional Nº 1 del Departamento Judicial de Trenque Lauquen por ser considerado responsable del delito de calumnias en perjuicio del padre de Gustavo. Fue porque en enero de 2006 publicó una crónica donde se apuntaba contra el empresario por “atentar contra la vida de una humilde familia demoliendo la casa a tirones con un tractor, mientras ellos estaban adentro, para lograr que se fueran”. Cervellini colecciona causas de don Adolfo pero también de casi todos los miembros de la familia. Los Grobocopatel denunciaron que Cervellini los persigue. (...)

A pesar de todo, Cervellini sigue hablando bien de Gustavo Grobocopatel, el hombre que, ¡miren!: ahí viene. Tres horas después de lo acordado, todo colorado, recién salido de su brainstorming, con jeans, camisa y zapatillas blancas. Es el mismo que se fue de Carlos Casares para estudiar en la Universidad de Buenos Aires. El que se quedó en la Capital dando clases sobre manejo y conservación de suelos durante siete años más. El que un día volvió al pueblo y se sumó a la empresa familiar. El mismo al que tenían para los mandados: llevaba la galleta, traía la carne, abría la tranquera y volvía a llevar la galleta hasta que un día le subrayó a don Adolfo que se había recibido de ingeniero agrónomo. Y lo ascendieron.

Su primer gran éxito fue venderle a su papá el truco de la modernización. Don Adolfo se separó de su hermano Jorge, compró computadoras y empezó a sembrar soja con siembra directa, un método revolucionario que hizo posible ganar mucha más plata con mucho menos trabajo a cambio de mucha mayor dependencia de fertilizantes, herbicidas e insecticidas (la revolución tecnológica agropecuaria empujada primero por los ecologistas y rápidamente reacondicionada por las corporaciones internacionales en una jugada fabulosa y millonaria). El segundo éxito de Gustavo, el más importante, fue convertirse en un terrateniente sofisticado.

–A mi abuelo le llevó toda su vida tener un campo propio. Mi padre tardó veinte años en hacer su primer millón. Y yo hago un millón todos los días.

Gustavo cree que eso pasó por dos motivos. El primero es que él, a diferencia de tantos, a diferencia más bien de casi todos, “se da cuenta”. El segundo, es que “en esta sociedad del conocimiento” –donde vivimos– el que “se da cuenta” no necesita ni elongar para dar el gran salto y caer sobre una mullida colchoneta de billetes verdes.

El tercer gran éxito de Gustavo, por fin, es el que solo se advierte dando vueltas por Carlos Casares.

–Casi todas las personas con las que hablé aquí me resaltaron que usted consiguió cambiar la fama de tipo duro y áspero que se ganó su padre.

–Yo creo que son etapas. Cuando las personas arrancan en la vida y tratan de conseguir algo, lo más común es que lo hagan a los golpes. Y a los palos. Cualquier historia de desarrollo tiene una parte de “los palos”. A mí me tocó lo más cómodo. Es injusto evaluarme a mí sin evaluar mi pasado. Me hago responsable también de eso. No es que tengo por objetivo cambiar la imagen. Yo soy yo porque mi viejo me dejó. Hay alguien que me abrió el camino para que lo pueda hacer. Hay una famosa frase que dice que cuando tenés veinte puteás a tu viejo, después más o menos lo entendés; y a los cincuenta decís: “¿Por qué me falta?” (...) Gustavo dice que no es gorila. Que siempre fue progresista. Que hasta tuvo ideas de “filoizquierda” en la Facultad, donde militó para que se forme el Centro de Estudiantes en la década de los 80. Su primer voto fue a Oscar Alende, del Partido Intransigente, tercero en el escrutinio de 1983. Pero dice que admiración, lo que se dice admiración, sólo tiene por Arturo Frondizi, a quien conoció por medio de su sobrina que, entonces, le sonreía. Al único presidente que conoció más íntimamente fue a Fernando de la Rúa. De la Rúa fue abogado de Don Adolfo y cuando Gustavo se recibió, lo convocó para que lo aconsejara sobre un asunto de peso: cómo poner el césped de su quinta de Villa Rosa. Por esos días, De la Rúa era senador. Gustavo le guarda un agradecimiento: fue uno de sus primeros trabajos profesionales. Gustavo jura que con Néstor Kirchner apenas se apretó las manos un día y que a Cristina Fernández de Kirchner sólo la vio el día de su asunción en un banquete en el Palacio San Martín, reservado para los grandes empresarios. Esos pocos gestos, parece, alcanzaron para que el gobierno argentino le presentara al presidente venezolano, Hugo Chávez, para un negocio que prometía 400 millones de dólares. A los pocos meses, tal vez con el impulso del ruido que hacía su presencia en el país vecino, Gustavo llegó a las oficinas del presidente de Colombia, Álvaro Uribe, con quien también cerró buenos tratos.

–¿Le debe algo al Estado?

–Yo le debo a la Argentina. Le debo el hecho de que mis abuelos hayan venido de Rusia y les hayan dado un lugar para desarrollarse. Eso se lo debo a la Argentina. No siento que mi negocio pase por una relación con el Estado, ni que pasó, ni creo que pueda pasar. Pero no soy principista en eso. Estoy a favor de la articulación entre el sector público y el sector privado. Los viajes en aviones oficiales y la relación amigable con los Kirchner terminaron durante los días del conflicto agropecuario de 2008.

Hasta entonces Gustavo Grobocopatel fue el exponente más conocido de los beneficiados con la política oficial para favorecer las exportaciones –con un tipo de cambio adecuado– y, al mismo tiempo, permitir la concentración económica del sector, dejándolo sin intervención y dándoles igual trato impositivo a los grandes que a los chicos. En esos cuatro meses de batalla, con desabastecimiento y cortes de ruta, Gustavo Grobocopatel declaró estar en contra de los paros pero mucho más en contra de la resolución ministerial que había subido el impuesto a la exportación de soja, maíz, trigo y girasol. Sólo una vez lo vieron participar de uno de los actos de protesta. Fue en la plaza municipal para apoyar al intendente de Carlos Casares, Omar Foglia, un radical que enfrentó las decisiones tomadas por el gobierno central. El resto del tiempo, Gustavo esperó a que los demás pelearan por el dinero de ellos... y por el suyo.

Pero de pronto, mientras se agudizaba el debate sobre los cultivos, los impuestos, los negocios y la soberanía alimentaria, con el paso de los días algo ocurrió: casi todos estaban hablando mal de él. O de eso que, de repente, todos empezaron a llamar “los pools”. Los pools son fideicomisos más grandes o más pequeños, a veces sencillamente pueblerinos, como vaquitas colectivas, para sembrar y cosechar más. Son asociaciones que arriendan tierras y negocian la compra de insumos desde una posición de mayor fuerza. Y, a diferencia del pequeño productor, a quien además le disputan la tierra que arriendan, no hacen circular las ganancias en los pueblos donde la obtienen y, muchas veces tampoco cumplen con la rotación de los cultivos para cuidar las tierras que no son suyas. Van de campo en campo, como termitas, arrasando nutrientes. Se calcula que en la Argentina, las cincuenta compañías más grandes –tengan la forma de pool o de empresa– siembran 1,3 millones de hectáreas y facturan alrededor de 1.000 millones de dólares. Desde 2002 a 2008 tuvieron una renta reconocida de alrededor del 15% anual. La presidenta de la Nación y el presidente de la Federación Agraria Argentina, Eduardo Buzzi, rivales en el conflicto agropecuario, coincidieron en evaluar negativamente su profusión. Y cada vez que pudieron pusieron de ejemplo a la compañía made in Carlos Casares. –Usaban a Los Grobo para un debate entre ellos. La Presidenta tratando de dividir entre grandes y chicos al sector agropecuario (algo que nunca consiguió). Y Buzzi reclamándole que ahora reivindicaba a los chicos pero siempre había apoyado a los grandes. No es el foco del problema. El foco del problema es el desconocimiento absoluto de la Presidenta y de Buzzi de lo que pasa en el campo. Los Grobo ni siquiera es un pool. Somos peor que un pool. Somos formadores de pools. Estimulamos a los pools para que crezcan, se desarrollen y sean competitivos. Somos como la madre de los pools.

–El dato cierto es que hay ciento y pico mil campesinos y pequeños productores menos que hace diez años. ¿No, Gustavo? –Sí. Y 400.000 camioneros más. Ahora hay más trabajo pero está en otros lugares. Y de ahora en adelante habrá un nuevo proceso de concentración fuerte. Hay más necesidad de capital para hacer la agricultura. A los pequeños productores que no tengan acceso al capital se les va a complicar. El desafío para el interior no es prohibir que este proceso de modernización ocurra. Acá va a haber una plataforma con menos agricultores pero la gente tiene que quedarse a vivir en los pueblos y trabajar en las industrias y los servicios de los pueblos. Por eso tiene que haber un proceso de inversión pública y privada que facilite la generación de valor agregado dentro de los pueblos. El papel del Estado es fundamental y es facilitar. Porque el Estado de bienestar terminó. Si queremos un Estado de bienestar vamos a tener un Estado peor. Acá hay un problema de diseño en el que hay que poner el foco: es más importante el proceso de transferencia de recursos de los municipios al gobierno nacional que el proceso de concentración del uso de la tierra. Además te digo una cosa: gracias a que les alquilamos los campos no tuvieron que vender la tierra, porque los Bancos se las iban a rematar. Estoy seguro de que Los Grobo han hecho más por los pequeños productores que el Banco Nación de Carlos Casares.

Tal vez fue la soja. Pedro Cerviño, referente del Foro de Agricultura Familiar que agrupa a 180.000 familias campesinas –productores que, con el 13,5% de las tierras cultivables argentinas contribuyen con el 20% del Producto Bruto Agropecuario–, me lo había explicado bastante bien algunos meses atrás. Para miles de productores grandes la soja fue oro en polvo. Y para miles de productores chicos, un auténtico salvavidas económico.

–La soja vino a resolver períodos de mucho malestar y pobreza como en la década de los 90. Los pequeños productores que siembran soja en la pampa húmeda son los que sobrevivieron sin perder su predio durante la década de los 90. Nosotros no vamos a condenar al tipo que tiene cincuenta hectáreas, siembra soja, y le va bien. Lo que pensamos es que es necesario tener diversificación, un manejo de la soja adecuado en términos agroecológicos. Está claro que casi el ciento por ciento de la soja en la Argentina se hace con siembra directa y que se usa todo el paquete tecnológico de Monsanto y compañía. Y eso es terrible. La parafernalia de productos químicos produce trastornos en la salud y degradación ambiental. Hay que hacer un esfuerzo para limitar el radio de la soja: una cosa es la pampa húmeda donde los suelos resisten bastante y otra Santiago del Estero, Salta o Chaco.

Gustavo Grobocopatel dice que la soja le permitió a la Argentina pagarles al Club de París y al FMI. Que es una cosa maravillosa. Que la come hervida, como poroto, en las ensaladas. Que es un producto fantástico, que se usa hace años en China y que es la fuente de proteínas más importante que tiene la humanidad. Que por suerte la podemos hacer acá y vender afuera. Que él fue vegetariano durante cinco años, que compraba las cosas en el negocio La Esquina de las Flores, y que por esos días tenía un estado físico bárbaro, que ya no tiene. Ahora, en cambio, tiene mucho más dinero. Aunque –dice– no es un tipo con altos requerimientos. Salvo por “unas pocas cuestiones sofisticadas”.

–¿Si el lujo me parece vulgar? Depende. El lujo entendido como una cartera de no sé qué marca me parece vulgar. Pero hay cosas que me gustan. Me gusta Venecia. Y me encanta el Jockey Club de Buenos Aires. Gustavo confiesa que proyecta retirarse de esta actividad en breve, cuando cumpla cincuenta (tiene 47). Dice que va a renovar los objetivos, que no quiere seguir haciendo lo mismo porque sí. Que tiene pensado, a partir de ese momento, dividir su vida en dos. Que va a dejar la corona. Que no se va a dedicar a la política. Y que es poco probable que pretenda ganarse la vida con su trío folclórico Cruz del Sur. Pero entonces: ¿Qué será de su vida? “Me gustaría ayudar al mundo a resolver el problema del hambre”, dice, atrevido. Como si nada.