Mientras los argentinos discutían los cortes piqueteros en la Ciudad de Buenos Aires y el Conurbano bonaerense, la diplomacia brasileña asestaba un golpe demoledor para asegurar inversiones y desarrollo durante los próximos 7 años sin necesidad de un farragoso Plan Quinquenal o algo semejante. Hay que comenzar a estudiar más en serio un caso que confronta a la Argentina con sus limitaciones más preocupantes.
Miguel Herguedas, de El Mundo, de Madrid, explicó acerca de Luiz Inácio Lula da Silva"(...) El antiguo líder sindicalista trabajó en los pasillos para atraer voluntades de organismos transnacionales y las empresas más importantes del globo, todos dispuestos a aterrizar y hacer negocios en un territorio "todavía no explorado", como reconoció el propio Jacques Rogge, presidente del CIO, sólo unos minutos después de abrir, entre temblores, el anhelado sobre.
Con 11 millones de habitantes, a caballo entre el lujo y la favela, entre Copacabana y la contaminación extrema, Río es un espejo de la realidad en Sudamérica, sede por primera vez de unos Juegos, sólo cerca de ese continente a México en 1968. Una deuda histórica saldada y una doble fiesta, porque los Juegos coronarán dos años históricos para Brasil, organizador también del Mundial de fútbol de 2014. Las dos citas más importantes en sólo dos años, una apuesta en toda regla para colocarse como referente universal del deporte.
El reciente éxito asiático de Pekín ayudó también a que los indecisos se convenciesen de que las novedades pueden salir muy bien. El tradicional inmovilismo del CIO ha evolucionado en estos tiempos de globalización, donde importan más las posibilidades de mercado que las estrictas virtudes organizativas de los candidatos.
Madrid tenía muchas más instalaciones construidas y los emblemas del Rey y de Juan Antonio Samaranch, pero finalmente pudieron más las posibilidades de negocio y las urgencias de la historia. Tal y como reconoció Lula, todavía queda mucho trabajo por delante, pero el CIO decidió al fin dar una oportunidad al Tercer Mundo. Madrid, única superviviente del occidente desarrollado, deberá seguir esperando."
Sin duda una buena introducción al análisis de la política exterior de Brasil, que es lo que posibilitó el triunfo en el Comité Olímpico Internacional como antes en la Federación Internacional del Fútbol Asociado (organizará el Mundial 2014), la articulación del BRIC (Brasil, Rusia, India y China), un movimiento emergente clave en la afirmación del G-20 como núcleo de las decisiones económicas globales; y la cada vez más firme apuesta a conseguir una silla permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU.
Marcel Fortuna Biato, asesor especial de Asuntos Internacionales del presidente Luiz Inácio Lula da Silva, redactó el siguiente ensayo para la revista Política Exterior, de Madrid
"En el momento en que la crisis financiera global proyecta cambios fundamentales en la geografía del poder del siglo XXI, Brasil se encuentra en una encrucijada: ¿Debería asociarse prioritariamente a otros países emergentes, los futuros protagonistas de un mundo en acelerada globalización?
¿O profundizar la integración regional latinoamericana, históricamente el eje central de su política exterior?
¿Por qué privilegiar un grupo fragmentado de países latinoamericanos, cuyos conflictos comerciales y divergencias políticas parecerían impedir la creación de un sólido bloque económico capaz de sobrevivir en una economía mundial cada vez más competitiva?
La realidad física e histórica refuerza la distancia entre Brasil y su entorno geográfico. El imperio luso-brasileño del siglo XIX ya se sentía existencialmente apartado de las repúblicas herederas del imperio español por la lengua, las rivalidades dinásticas, el sistema político así como por las aspiraciones derivadas de sus dimensiones demográfica y territorial. El régimen brasileño representaba el continuismo monárquico, esclavista y expansionista contra el cual se habían levantado los libertadores Simón Bolívar y José San Martín.
“Despegar” de Latinoamérica y de sus naciones inestables y frágiles fue un objetivo nacional tan ansiado como mal disfrazado a lo largo de los años.
Hoy, en tiempos de radical globalización, el continente parecería aún más condenado a una modesta proyección política y menor relevancia económica. Ahora que empresas brasileñas conquistan nuevas latitudes, la consolidación de Brasil como actor global exige maximizar estratégicamente su potencial demográfico e industrial buscando aliados transcontinentales.
Habría que evitar atarse a vecinos destinados al papel de proveedores de recursos alimentarios, minerales y energéticos para los polos dinámicos de la economía mundial.
A partir de esas ideas, Brasil ha elaborado una clara opción para impulsar un ambicioso programa de integración regional sur y latinoamericano. Sus empresas y bancos están en la vanguardia de proyectos viales que acortan distancias continentales y de esquemas de interconexión energética que refuerzan una conectividad natural.
Brasilia apoya la formación de instancias supranacionales que hagan realidad la antigua retórica de solidaridad regional. ¿Cómo se ha producido esa metamorfosis? ¿Por qué subordinar su soberanía nacional y sus planes estratégicos a intereses tan difusos y a vecinos tan poco previsibles? ¿Ha abandonado Brasil la ambición de superar su circunstancia geográfica? ¿Ha olvidado su vocación universalista de actor global?
Esta opción parecería aún más incomprensible ante las resistencias a las que tiene que hacer frente este proyecto. La creciente presencia económica brasileña, sobre todo en Suramérica, se percibe de forma contradictoria: al mismo tiempo que se valora por aportar capitales, tecnología, renta y empleos, provoca temores y desconfianzas nacionalistas, sobre todo en el plano energético. Los recientes roces con Bolivia, Ecuador y Paraguay son una elocuente indicación de que los flujos económico-comerciales no garantizan unas relaciones armoniosas.
Preguntas fundamentales
La política exterior de Brasil es más que un instrumento de proyección de sus intereses nacionales: es el elemento conformador de una realidad nacional, regional y global cambiante que ofrece oportunidades y riesgos.
Las profundas transformaciones en el escenario internacional –el cambio climático, la crisis económica-financiera, la inseguridad alimentaria y energética, el crimen transnacional– no son fenómenos aislados. Están asociados a un desequilibrio fundamental en la sociedad contemporánea: países ricos que desean mantener y profundizar un patrón de consumo insostenible y países en desarrollo que aspiran alcanzar niveles equivalentes de prosperidad.
La compleja y muchas veces perversa conectividad social, tecnológica y económica –la llamada globalización– se acelera por fuerza del ascenso de una nueva clase de actores. Eso implica la inexorable transferencia de poder entre países y regiones. Como resultado de su incorporación competitiva en la división internacional del trabajo, las economías emergentes alcanzan niveles de productividad y, por ende, de consumo próximos a los de las economías maduras. El resultado es una presión creciente sobre la oferta mundial de recursos alimentarios, minerales y energéticos, de un lado, y la migración de empleos, personas e inversiones desde el Norte hacia el Sur, del otro.
La consecuencia es un agravamiento de las tensiones e incertidumbres, visible en los titulares de los periódicos: saqueos de alimentos, reacción xenófoba contra inmigrantes pobres y una brutal competencia por los recursos naturales.
Necesitamos compartir los costes de remodelar un modelo productivo que despilfarra recursos naturales finitos y que, asimismo, condena a parte de la población mundial a una subsistencia en condiciones infrahumanas. Desde la perspectiva de un país en desarrollo, se postulan algunas preguntas fundamentales:
¿Estarán los países industrializados dispuestos, por ejemplo, a apoyar mecanismos supranacionales de control del sistema financiero, de modo que evite los desequilibrios que han conducido a una crisis que tiene en los más pobres sus primeras y mayores víctimas?
¿Aceptarán perder su hegemonía sobre las instituciones de Bretton Woods?
¿Pagarán los costes de adaptación tecnológica hacia una economía de bajo empleo de CO2 para que los países emergentes tengan acceso a la prosperidad sin perjudicar el medio ambiente?
¿Eliminarán sus políticas proteccionistas, que ahogan la agricultura en muchos países pobres que quedan a merced de especuladores de commodities agrícolas y de la generosidad de la ayuda internacional?
Una respuesta afirmativa a estas preguntas requiere la democratización del proceso de toma de decisiones a escala mundial. Ante el aplazamiento de la reforma del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, de las instituciones financieras multilaterales, así como un acuerdo en la Ronda de Doha de la Organización Mundial del Comercio (OMC), Brasil ha decidido apostar por alianzas innovadoras. Esa diplomacia de geometría variable ha dado lugar a coalitions of the willing entre países con objetivos comunes en asuntos específicos y agendas definidas. Al contrario de aquella formada por Estados Unidos para invadir Irak, el objetivo de Brasil es reconstruir –y no subvertir– el multilateralismo:
En el ámbito de la OMC, en 2001 se logró eliminar las patentes de fármacos contra el sida, fundamentales para los programas de salud pública en países en desarrollo.
En 2003, se constituyó el G-20 en el seno de la Ronda de Doha para impedir que se acordase un marco comercial desfavorable para los países agrícolas más pobres.
A través de la iniciativa IBSA (India, Brasil y Suráfrica), que supone la concertación de las tres democracias en desarrollo más grandes del mundo y con reconocida capacidad de liderazgo en sus regiones correspondientes, sus miembros colaboran en tecnología, comercio y seguridad para desarrollar proyectos de cooperación Sur-Sur.
Las cumbres de países suramericanos con países árabes, en 2005 y 2009, y con África, en 2006, son las primeras reuniones a gran escala –fuera del sistema de la ONU– que aproximan a bloques de países en desarrollo.
Los países BRIC (Brasil, Rusia, India y China) han acordado condicionar su apoyo a las reformas del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial aprobadas durante la reunión del G-20 en Londres a que se otorgue a los emergentes un poder de voto compatible en esas instituciones.
El Plan de Acción contra el Hambre y la Pobreza, lanzado en 2004, para financiar los Objetivos de Desarrollo del Milenio es un embrión de un sistema tributario global fuera del control de gobiernos nacionales.
Globalización ‘versus’ democracia
La estrategia de profundizar lazos con actores emergentes es más que un aggiornamento de la actuación externa de Brasil. Es resultado de una revisión del paradigma de la propia sociedad brasileña; una reinvención de la imagen del país. El imaginario popular –así como el himno nacional brasileño– sostiene que las dimensiones geográficas, el dinamismo demográfico y las riquezas naturales aseguran un futuro de gran potencia.
Un cuarto de siglo de crecimiento económico mediocre y crisis social obligaron a buscar un nuevo paradigma que escapara tanto a los excesos de la oleada neoliberal de los años noventa como al estatismo desarrollista de las décadas anteriores, bajo tutela autoritaria o elitista.
Era necesario abandonar esa percepción complaciente, la ilusión de un “destino manifiesto” basado en las riquezas naturales del país, para forjar un nuevo consenso nacional en torno a prácticas políticas y sociales incluyentes –esas sí nuestras potenciales ventajas comparativas–.
Como herencia de un aprendizaje posdemocratización y de la lucha por la inserción en la economía globalizada, surgió una nueva perspectiva, anclada en los valores inherentes a la madurez política, la recuperación de la deuda social, la estabilidad económica y la integración regional.
La confianza en el potencial transformador de la sociedad democrática se proyecta en la actuación internacional de Brasil. En la promoción de una agenda de cambios en la esfera mundial, sus mayores aliados son variables nacionales –la defensa de la democracia como instrumento de promoción del desarrollo político, social y económicamente sostenible–.
Sin embargo, la concreción de esos objetivos democráticos suele chocar con una globalización que demanda una creciente cesión de soberanía nacional en nombre de la integración competitiva en una economía interconectada. Es un reto particularmente difícil para países con limitados recursos para protegerse de los impactos, económicos o climáticos, de la interdependencia global. Esa aparente contradicción es aún más acusada en Latinoamérica, donde se abrió un espacio para que los sectores tradicionalmente olvidados tuvieran la oportunidad histórica de hacer oír sus demandas y aspiraciones por medio del proceso electoral.
La precariedad de las instituciones políticas y de los partidos para adaptarse a esas complejas fracturas étnicas, lingüísticas y sociales explica que en algunos países se haya considerado necesario “refundar” las estructuras de poder.
La convocatoria de asambleas constituyentes en Bolivia y Ecuador, por ejemplo, expresa una fundamental confianza en la posibilidad de que un sistema democrático reformado pudiera responder a las aspiraciones de todos los sectores. Fortalecer instituciones capaces de generar gobernabilidad transparente y legítima no es lo mismo que someterse de forma acrítica a las fuerzas del mercado, como se ve con la actual crisis financiera.
Con matices y especificidades nacionales, la región pasa así por una verdadera revolución aunque esencialmente pacífica. Todos comparten la convicción de que la democracia y la protección de los derechos humanos son los mejores instrumentos para promover la inclusión social y el desarrollo sostenible. Eso no impide, sin embargo, que el proceso de democratización refuerce contradicciones sociales y haga explotar tensiones latentes en sociedades marcadas por altos niveles de exclusión y frustración socio-política.
Integración regional: de Alalc a Unasur
La ausencia de mecanismos institucionales maduros para hacer frente a las demandas sociales de sectores de la población antes olvidados se manifiesta no sólo en la política nacional, sino que potencia conflictos históricos entre vecinos.
Así están los frustrados esfuerzos de integración lanzados por la Alalc (Asociación Latinoamericana de Libre Comercio), en 1960, reinventado en 1980 con la Aladi (Asociación Latinoamericana de Integración). Si bien se registró un importante incremento del comercio intrarregional, poco cambiaron las deficiencias económicas de la mayoría de los países.
El principal instrumento de integración –la conformación de una unión arancelaria– hizo aún más obvia la falta de competitividad y complementariedad de las economías menores de la región.
De poco sirvió asegurarles un acceso privilegiado a los mayores mercados consumidores si perpetuaba, en términos prácticos, un patrón de intercambio ya muy cuestionado. El superávit estructural que Brasil, por ejemplo, mantiene con la mayoría de sus vecinos refleja, en parte, la incapacidad de esos países para reducir su dependencia de productos de bajo valor agregado, denunciada hace décadas por Raúl Prebisch en la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal). Se comprende así que la “invasión” brasileña de esos mercados pueda crear temores económicos y rencores nacionalistas contrarios al proyecto de integración.
La fragilidad de las institucionales nacionales –agravada por políticas radicales de privatización bajo la euforia neoliberal de los años noventa– ayuda a explicar este fenómeno.
El caso de Bolivia es especialmente ilustrativo. Con la desestructuración de Yacimientos Petrolíferos Fiscales de Bolivia, se eliminaron los mecanismos nacionales de formulación e interlocución en materia de exploración y distribución del gas natural.
Así, durante esos años las empresas transnacionales se ocuparon de la exploración del subsuelo boliviano. La falta de capacidad técnica de Bolivia impidió articular un debate público consistente y políticamente legitimado sobre la mejor forma de desarrollar lo que rápidamente se ha convertido en la primera fuente de ingresos fiscales del país.
El resultado fue una discusión distorsionada que manipulaba electoralmente demandas históricas de un país de identidad nacional marcada por el sentimiento de explotación y victimización. Similares han sido las contestaciones ante las inversiones e intereses brasileños en Ecuador o los cuestionamientos de Paraguay sobre la legitimidad del tratado que determinó la construcción de la hidroeléctrica de Itaipú.
Esos hechos no prueban la imposibilidad de hacer del comercio y de las inversiones intrarregionales un poderoso vector de integración. Muestran, más bien, la urgencia de combatir las asimetrías.
En la esfera bilateral, las iniciativas brasileñas incluyen programas de cooperación técnica y líneas de crédito blando que promuevan eficiencia y competitividad en sectores prioritarios para las economías menores: tecnología para negocios agrarios, infraestructura productiva, programas de inclusión social, formación técnica, etcétera.
Esas políticas complementan proyectos de ampliación de la infraestructura regional de comunicación, transportes y energía, ayudando a consolidar un espacio económico integrado a nivel continental. Se trata de revertir una lógica económica fragmentada y de aislamiento resultante de siglos de comercio preferencial con las ex metrópolis y otras potencias extrarregionales.
Con el objetivo de proporcionar financiación, el Banco Nacional de Desarrollo (BNDES), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y la Corporación Andina de Fomento (CAF) están ampliando sus áreas de actuación. Asimismo, al tiempo que se crea el Banco del Sur, se amplían los mecanismos de comercio en moneda local y de financiación comercial.
Es natural que este proceso se inicie en la esfera suramericana, donde la unidad geográfica y los antecedentes históricos favorecen la conectividad y la conformación de cadenas productivas regionales.
En el ámbito de Mercosur –que trata de ampliarse y fortalecer sus mecanismos de gobernabilidad–4 el proceso está más avanzado e incluye el Fondo para la Convergencia Estructural (Focem) que ofrece recursos, aún modestos, para eliminar deficiencias estructurales de las economías menores.
Sin embargo, para superar las debilidades comparativas no bastan gestos de cooperación y solidaridad. A la histórica aspiración bolivariana de un continente cohesionado e igualitario se contraponen temores de que la integración sea, en la práctica, un instrumento de cesión unilateral de soberanía por parte de los menos fuertes.
Refundación institucional
Si la globalización plantea la “refundación” democratizadora del multilateralismo, la arquitectura regional también está cuestionada. La Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), así como el reforzamiento del Grupo de Río y el proceso de diálogo Latinoamérica y Caribe, iniciativas lanzadas en 2008, son parte de la respuesta. Lo que algunos consideran una multiplicación desordenada y contradictoria de instituciones refleja, en verdad, la enorme experimentación institucional de una región que empieza a redescubrirse a sí misma en en un escenario global en mutación.
Unasur ofrece un paraguas institucional para superar el antiguo reduccionismo mercantilista que pretendía restringir la integración a la esfera comercial. Sólo en América del Sur, existen tres diferentes regímenes de comercio, pero todos interconectados por una clara visión de la importancia de que el continente se presente unido. La demostración más elocuente de esa determinación de presentarse como zona de estabilidad política, social y de seguridad fue la demanda de toda Latinoamérica, independientemente de consideraciones ideológicas, por superar la “anomalía cubana”.
La búsqueda de una estabilidad duradera es la esencia del reto de reinventar las relaciones regionales y, por ende, hemisféricas.
Históricamente, la región vivió bajo el temor atávico de que la persistente inestabilidad en naciones aún en proceso de consolidación estatal favoreciera intervenciones externas (el caso cubano es el ejemplo más emblemático). Esto explica no sólo el retraso en la consolidación democrática y la inmadurez cívica en Latinoamérica, sino también las sospechas y rivalidades que refuerzan el autoritarismo reaccionario y el nacionalismo militarista que durante décadas padecieron los países del Sur –y de Latinoamérica en concreto– que vivieron de espaldas unos para los otros, retrasando su unidad continental.
Históricamente, el temor a la injerencia externa se potenció por una identidad nacional frágil y por la inseguridad ante una élite blanca que marginaba a un sustrato de mestizos políticamente “no confiables”. De la misma manera se explica la vinculación entre la identidad nacional y las persistentes disputas territoriales y, por tanto, la importancia de los principios de no intervención e inviolabilidad de las fronteras consagradas en el Derecho panamericano.
En este escenario, la reciente constitución del Consejo de Defensa Suramericano (CDS) tiene una importancia crucial para la integración regional, al ofrecer un foro de diálogo y concertación permanente para, entre otros objetivos, discutir y solventar tensiones entre los vecinos de la región.
Sintomáticamente, la creación del CDS ganó impulso tras el conflicto fronterizo, en marzo de 2008, entre Ecuador y Colombia. El enfrentamiento resultó de la inercia regional para contener el desborde transfronterizo de la campaña del ejército colombiano contra las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
En el ámbito del CDS, se podría producir por primera vez una efectiva discusión regional sobre un asunto cuya internacionalización Colombia siempre evitó por temer injerencias externas. La determinación para superar un cuadro desestabilizador en todo el continente se debe al convencimiento de que ese conflicto es incompatible con una efectiva integración regional.
La utilidad del CDS se comprobó rápidamente. Su puesta en marcha –aún antes de que estuviera plenamente operacional– permitió evitar ya en 2008 otra grave amenaza regional. Bajo su supervisión, se encauzó un diálogo permanente entre el gobierno de Bolivia y los líderes autonomistas de las provincias de la “media luna” (Santa Cruz, Tarija, Beni y Pando).
Como resultado, se fortaleció Unasur y el compromiso colectivo de afrontar democrática y pacíficamente los múltiples retos que unen –y también separan– a las naciones suramericanas. El mismo principio presidió la decisión de constituir otros consejos. La lucha contra la droga, por ejemplo, buscará soluciones comprehensivas para un problema de carácter transnacional y desestabilizador del orden político y social.
La región no superará sus retos y problemas sin buscar respuestas propias. Es preciso acabar con el viejo hábito de ofrecer disculpas pero no hacer nada y, por ende, ofrecer a actores extrarregionales pretextos o tentaciones para intervenir y ocupar los peligrosos vacíos de poder dejados por la inacción local.
Con esta idea los países latinoamericanos asumieron, en 2004, la misión de paz de la ONU en Haití, frente al fracaso de sucesivas ocupaciones militares del país en el siglo XX por potencias extrarregionales. En adelante, Latinoamérica exigirá una mayor colaboración de la comunidad internacional para financiar la recuperación de un país cuya inestabilidad podría amenazar la seguridad regional.
Las implicaciones fueron aún más trascendentales en el caso del conflicto entre Colombia y Ecuador. Aunque no se han normalizado aún las relaciones bilaterales, la “intervención” de la comunidad latinoamericana (reunida en la Cumbre del Grupo de Río, en Santo Domingo, 2008, y después en una sesión extraordinaria de la Organización de Estados Americanos, OEA) asentó una doctrina fundamental.
Colombia se comprometió a no hacer incursiones militares desautorizadas, reconociendo así que las fronteras nacionales son inviolables, pese a la resistencia de EE UU, que pretendía que la lucha contra grupos terroristas –como califican a las FARC– justificaría tales violaciones.
En contrapartida, quedó claro que no habría espacio para “aislar” a EE UU, bajo el pretexto de un supuesto intervencionismo yanqui. Asimismo, se consagró la tesis panamericanista de la no injerencia, pero con un espíritu de diálogo constructivo con Washington.
La creación del CDS contribuye a establecer un diálogo maduro y equilibrado con EE UU respecto a una agenda hemisférica en la cual tiene legítima preocupación e interés, pero no prerrogativas absolutas. También cabe mencionar la decisión histórica de la OEA, en junio de 2009, para eliminar la resolución de 1962 que suspendía la pertenencia de Cuba a la organización. La fórmula encontrada, que contó con el apoyo de EE UU, transfiere a La Habana la necesidad de explicar por qué no desea reingresar en la OEA y, por ende, aceptar su cláusula democrática.
Unasur es un punto de partida, no de llegada. Su estatuto anticipa las circunstancias en las que países extra-suramericanos podrán ser admitidos. Se trata de un paso natural y esperado de ampliación del arco de diálogo institucionalizado en América Latina, en beneficio de reivindicaciones que unen a toda la región.
La opción latinoamericana: democracia y desarrollo
Las alianzas innovadoras promueven lo que el presidente, Luiz Inácio Lula da Silva, llama una “nueva geografía económica y comercial”. Más democracia en la toma de decisiones que afectan a todos es el precio para responder a los retos de un mundo de creciente competencia y, paradójicamente, interdependencia.
Brasil no pretende ejercer liderazgo, pero confía en que sus avances en estabilidad económica con inclusión social sean de relevancia más allá de sus fronteras. El programa del gobierno Lula –también en su ámbito exterior– está centrado en dos tesis heterodoxas que emanan de la experiencia común a toda la región. En primer lugar, se niega la disyuntiva heredada del periodo de gobierno militar de que o la economía crece o se distribuye renta.
Se ha demostrado, en especial en Suramérica, que la ampliación de un mercado de consumo de masas anclado en la expansión del empleo y de los salarios –a su vez resultante de una mayor oferta de crédito y de políticas de transferencia de renta– garantiza el crecimiento sostenible, aún más en tiempos de recesión global.
En según lugar, la integración regional no es incompatible con la globalización. Más bien al contrario: la capacidad de actuación soberana de cada país en una economía globalizada se refuerza en el contexto de un bloque regional.
En ese esfuerzo por proyectar valores y objetivos con potencial transformador de un status quo insatisfactorio, los primeros y mejores aliados de Brasil son sus vecinos inmediatos. Son los países que viven la misma trayectoria, cada uno a su ritmo, de superación de una larga historia en la que el autoritarismo político sirvió de pretexto para profundizar la exclusión social y económica.
Actuando en conjunto podemos alcanzar mejor no sólo los cambios internos necesarios, sino también empujar la reforma de la gobernabilidad global –política, económica y comercial– necesaria para alcanzar el potencial de un continente con vastas reservas energéticas, pero donde falta electricidad; una región de enorme biodiversidad, pero cuyo medio ambiente está desprotegido; uno de los más ricos territorios agrícolas y minerales del mundo, pero donde permanecen profundas asimetrías sociales y económicas. Hay una simbiosis entre la cohesión regional en torno a una visión del mundo y la capacidad de influir en los cambios en la esfera internacional.
Otro importante aliado de Latinoamérica es España, por la experiencia de su transición democrática y posterior ingreso en la UE. La lección que compartimos es clara: ni modernización autoritaria ni mesianismo son la respuesta para la falacia de un modelo de desarrollo periférico de sociedades desmovilizadas políticamente y anémicas cívicamente.
La construcción de una institucionalidad inclusiva a nivel nacional y regional ayuda a solventar el dilema de una globalización que potencia, a la vez, tensiones socioeconómicas domésticas y rivalidades regionales. Éstas son las lecciones para la política exterior de un Brasil que se democratiza política, económica y socialmente. El gobierno Lula es heredero de la continua discusión nacional sobre cómo aplicar esas lecciones a un país emergente que busca realizar su vocación –tantas veces postergada– de actor global.
La intensificación de las relaciones de Brasil con países en desarrollo sea en África, Asia, Latinoamérica u Oriente Próximo ha generado críticas de que se estarían marginando los vínculos tradicionales con las potencias avanzadas. Sin embargo, las ventajas de la diversificación de mercados –sobre todo para exportación de manufacturas– han quedado claras ante la actual crisis mundial, donde los países en desarrollo más afectados son aquellos con un comercio concentrado precisamente en Europa, Japón y EE UU.
Como corolario, los desafectos de la actual política exterior brasileña citan una desmedida “generosidad” de Brasilia para calmar los sentimientos antibrasileños en detrimento de intereses comerciales y de la propia dignidad nacional (el episodio más notorio ha sido la manipulación sensacionalista del proceso de nacionalización de dos refinerías de Petrobras en Bolivia). Independientemente de las razones a veces electoralistas, las obligaciones económicas y comerciales de Brasil y sus empresas con los vecinos han sido cumplidas.
Es difícil imaginar que una diplomacia más dura sirviera para algo más que reforzar un cierto nacionalismo epidérmico. La única alternativa efectiva ofrecida por los críticos a la actuación del gobierno Lula sería retomar la agenda original librecambista de Mercosur, pero ésta se ha mostrado incompatible con las aspiraciones de los vecinos regionales así como con el recrudecimiento proteccionista en la actual crisis económica global.
En un mundo que abandona antiguos paradigmas económicos y quiebra mitos ideológicos, reforzar la confianza y disolver los recelos, atreverse a crear nuevos nexos de interés y ganancia mutua, sobre todo con países vecinos, debe ser el eje de la política exterior brasileña.
Lo llamamos “paciencia estratégica”. ¿Cómo ejercerla y con qué grado de “generosidad”? ¿Buscar nuevos aliados, compromete o, al contrario, refuerza antiguas alianzas? ¿La integración potencia o restringe la proyección de un país como Brasil?
Esos asuntos están cada vez más presentes en la mente del elector brasileño, consciente del impacto del mundo globalizado sobre su vida y de las posibilidades y riesgos que se presentan a un país con creciente proyección internacional."


