Hagamos un ejercicio. Pensemos en el mundo y en la Argentina de un año atrás y comparémoslo con el presente. Un año atrás el mundo comenzaba a experimentar algunos problemas. Los mercados financieros de los países centrales se tambaleaban y muchos de sus actores redireccionaban sus inversiones hacia operaciones sobre materias primas (commodities). Así, el precio de los cereales y oleaginosas, por un lado, y del petróleo, por el otro, se dispararon de manera casi incontrolable. El barril de petróleo llegó a orillar los 150 dólares y la soja experimentó un precio superior a los 610 dólares la tonelada. La economía europea entonces se mostraba estable y los republicanos empezaban a despedirse de la administración de los Estados Unidos inmersos en problemas bélicos, fiscales y financieros.

Argentina, tras cuatro años de prosperidad y crecimiento, vio cómo ese desarrollo económico comenzaba a resentirse. El momento inicial de esa declinación podemos encontrarlo en la derrota sufrida por el gobierno en su pretensión de gravar aquellas ganancias extraordinarias derivadas del aumento de los precios de los granos. Creo que es correcto afirmar que la causa fue no sólo la derrota sino también el camino transitado hacia esa derrota que se cristalizó en la votación parlamentaria. A partir de allí, se inició una crisis política de magnitud que determinó un debilitamiento del Gobierno en la consideración social y el inicio de un tiempo de desconfianza.

En noviembre de 2008 en el mundo se desató un conflicto financiero de magnitud. Los mercados centrales vieron caer colosos de las finanzas y entraron en procesos recesivos y el mundo asistió a una formidable caída de los valores superior al 45 % del producto bruto mundial. Mientras tanto, los países emergentes, que desde comienzos del siglo y hasta entonces habían crecido exportando materias primas al mundo desarrollado, vieron cómo sus economías retrocedían por no encontrar dónde colocar su producción excedente.

El mundo de hoy es distinto. En los Estados Unidos gobierna un demócrata con una actitud infinitamente más abierta que la que expresaba su predecesor republicano. Pero el contexto que le toca administrar es sumamente difícil: culminará este ejercicio con un déficit fiscal del 13% y una desocupación del 10%. Europa no muestra una situación muy diferente. Su producción industrial ha caído cerca de un 20% en lo que va del año y las hipótesis más optimistas dicen que su producto bruto interno caerá cerca de un 3,5% en el año en curso.

Argentina, por encima de los trastornos internos, ha sentido los coletazos de esa crisis. Su producción industrial exhibe en el primer semestre del año un decrecimiento de más de un 8%. En el mismo período el deterioro de las cuentas públicas se expresa en una merma del superávit cercana al 70% comparado con igual período del año anterior. Ese desplome en la recaudación del Estado tiene dos causas principales: las caídas del consumo y de las exportaciones.

Hay además una serie de cuestiones políticas que no pueden soslayarse. Por un lado, al Gobierno le costó entender el momento que afronta y por eso inicialmente minimizó el resultado electoral y reafirmó el rumbo de sus políticas. Por el otro, el mayor problema que el país enfrenta es la pérdida de la confianza y de la credibilidad que vastos sectores de la sociedad argentina expresan y que repercute negativamente en las expectativas de los mercados.

En cualquier caso, tal vez con poca premura, advertido de la situación, el Gobierno ha intentado corregir algunas de aquellas lógicas que en algún tiempo le sirvieron pero que hoy parecen no encontrar eco en la ciudadanía. Ha realizado cambios en sus equipos de ministros y ha convocado al diálogo a las demás fuerzas políticas, mostrando una vocación por oír el parecer de los otros.

Todo ello está bien pero no parece suficiente. Los que en teoría se conocen como gobiernos consensuales en la realidad no existen. Son los distintos valores, las diversas visiones y los diferentes objetivos los que marcan las fronteras de la política. De ese modo, pueden compartirse diagnósticos y objetivos, pero difícilmente se compartan remedios. El Gobierno y De Narváez pueden tener un mismo diagnóstico sobre las causas de la crisis y un mismo objetivo declarado (salir de este momento crítico), pero unos y otros han de diferir en cómo hacerlo. Seguramente el Gobierno promoverá la expansión del gasto y De Narváez su restricción.

Todo diálogo es bienvenido. Pero el diálogo en sí mismo no alcanza. Si el problema es la confianza (mensualmente salen del sistema financiero 2.000 millones de dólares) hay acciones concretas que deberían estar tomándose de inmediato. Las acciones desplegadas sobre el INDEC tendientes a revisar la metodología de cálculo del Índice de Precios al Consumidor (IPC) van en el sentido correcto. Pero para que alcancen plenamente ese propósito, sería necesario que esa revisión se desarrolle en un contexto en el que la presencia de personas o funcionarios cuestionados no se convierta en obstáculos en la búsqueda de aquel logro.

Pero además, es ineludible volver a darle un nuevo impulso a la capacidad productiva de Argentina y, en ese sentido, necesitamos darle una política concreta de expansión al campo. No sólo porque es parte central de nuestra economía, sino también porque su presente dista mucho de ser aquel que caracterizó los seis años anteriores. Con una reducción en la realización final de granos producto de la sequía sufrida (este año se producirá un 35% menos), una merma en la producción ganadera y una inexplicable concentración del sector lácteo, se hace imperioso diseñar nuevas políticas. Sólo pensar que la soja representaba hasta aquí el cincuenta por ciento de la superficie sembrada y que en la próxima siembra ocupará el sesenta y cinco por ciento de esa superficie, en desmedro de los otros cultivos, de la ganadería y del sector lácteo, autoriza a recomendar la revisión de las políticas hasta aquí implementadas.

Esas nuevas políticas no necesitan centralmente eliminar las retenciones en desmedro de las cuentas fiscales. Tal vez sería un fuerte incentivo para la producción agropecuaria eliminar las restricciones impuestas a las exportaciones por parte de la Secretaría de Comercio y la Oncca.

También la Argentina debe volver a integrarse al mundo a partir de la reafirmación de su pertenencia al Mercosur. Sería inentendible que nuestro país no pueda materializar una alianza más sólida con la administración de Obama como lo ha hecho Lula en Brasil. Tan inexplicable como que no podamos reinsertarnos en el concierto financiero mundial por las dilaciones evidenciadas en la resolución de parte de nuestras deudas (Club de París). Argentina debe afrontar el próximo ejercicio en mejores condiciones financieras y aventar todo riesgo de incumplimiento.

La historia demuestra su condición dinámica. Como las circunstancias mutan, distintas son las armas con las que deben enfrentarse cada uno de esos momentos. Lo más difícil para el gobernante exitoso es no enamorarse de aquellas políticas que han rendido sus frutos en un tiempo específico y admitir que, como todo cambia, también deben cambiar formas y modelos para que sirvan al proceso reparador y transformador propio de la política.

Eso es así. Sólo basta con ver cuánto han cambiado el mundo y nuestro país en tan sólo un año.