Cada parte trataría a toda costa de dominar "el relato", como le gusta decir a la Presidenta. Pero es factible entrar en este terreno sólo cuando los datos no son concluyentes.
En este caso, la derrota kirchnerista fue tan grande que el esfuerzo que hizo la Presidenta fue notoriamente forzado, y se pareció a una sustitución de los hechos más que a su interpretación. La pregunta que uno puede hacerse es si se trata de una tergiversación consciente, o si el Gobierno cree realmente en su interpretación de lo que han dicho las urnas. Las dos hipótesis son preocupantes, pero la segunda es sin duda peor, porque se trataría de una ceguera que llevaría inevitablemente a problemas de corto plazo.
Pero si el Gobierno tiene que hacer una autocrítica que por ahora se vislumbra que no hará, también sería bueno preguntarnos en tanto sociedad cómo es que hemos dejado crecer este proyecto hegemónico, sin freno ninguno, hasta límites extremos. Es notable el grado de sobreadaptación a la prepotencia de quienes son nuestros servidores públicos, o al engaño, como ha ocurrido con la destrucción de nuestras estadísticas.
Porque si el voto fue excepcionalmente maduro, con evidencia de reflexión, corte de boletas y distribución equilibrada del poder, ¿por qué razón se ha tardado tanto en reaccionar? ¿Por qué dejamos que se dañen nuestras formas básicas de convivencia, y nuestra institucionalidad, sólo por vivir un proceso de crecimiento económico?
Mientras dilucidamos esta pregunta, tal vez haya que estar atentos a la tentación de producir un movimiento pendular que lleve ahora a una sobrerreacción.
En este sentido, el gran desafío para la Argentina de los próximos dos años es el de mantener el equilibrio. En un contexto legislativo diferente, habrá que dialogar y debatir, manteniendo la gobernabilidad. Y si en una cosa es necesario enfocar la energía en este período, llámense gobernantes, oficialistas, opositores, o simples ciudadanos de a pie, es en construir una transición no calamitosa.
Para ello, lo primero que habrá que hacer es controlar nuestra imaginación catastrófica, aquella que nos lleva naturalmente a asociar la idea de cambio con la de catástrofe y no con la de progreso.
Tenemos que demostrar colectivamente que la Argentina puede vivir alguna vez un proceso de cambio como un acto de superación, y no como una devastación que llame a una nueva instancia fundante en 2011.
El autor es licenciado en filosofía


