Para replantear las condiciones que bloquean el desarrollo económico de la Argentina no alcanza con el dispositivo de política económica que tuvimos en los últimos años, limitado al tipo de cambio competitivo, al superávit fiscal y al nuevo set de precios relativos con ventaja para los bienes sobre los servicios. Nada de eso resolvió la concentración económica, supuso mejoras sustantivas en la distribución del ingreso ni aumentó la capacidad de decisión nacional sobre el proceso económico.

Si bien es cierto que en esta nueva etapa la política económica, y el discurso que la acompaña, es de corte neodesarrollista y no neoliberal como en los 90, hay puntos donde coinciden. En primer lugar, ambas concepciones son tributarias de la perimida teoría “del derrame”, y por eso no hay políticas públicas para redistribuir ingresos por fuera de lo que pueda producir el mercado laboral. En segundo lugar, ambas comparten la visión de que el motor del desarrollo es el capital privado más concentrado, por lo que las políticas públicas deben dirigirse a su promoción. En la etapa neoliberal esto se hizo mediante privatizaciones y desregulaciones; en la actualidad se realiza por medio de los subsidios y las regulaciones estatales.

Por eso el proceso de cambio requiere un nuevo papel del Estado como orientador del proceso de inversión. Hay que replantear la relación del Estado con la cúpula empresarial. Y no discutir solamente a cuánto tiene que estar el dólar, como venimos haciendo hace 30 años.

La última devaluación generó una brutal pauperización social y una mayor concentración de la cúpula empresarial. Hoy el costo de otra nueva resultaría demasiado alto, con más de 13 millones de pobres y la mitad de ellos niños. Y ni siquiera se justificaría para las grandes empresas, que hasta meses antes del inicio de la crisis registraron ganancias inéditas.