El Frente de Todos no solamente perdió 16,6 puntos y 4,8 millones de los votos con que accedió al Gobierno. En sus núcleos territoriales más firmes, el apoyo al Gobierno cayó 1,7 millones que equivalen a 15,2 del electorado, al tiempo que las fuerzas de oposición, renovadas en sus figuras centrales y en sus estrategias electorales, ganó más de un millón de votos más que los que obtuvo en sus elecciones anteriores.

Un repaso sucinto de los resultados en algunos de sus bastiones hasta ahora más firmes, tales como La Matanza, Quilmes, Lomas de Zamora, San Martín, Florencio Varela o Tigre sugiere que, más allá del todavía no comprobado efecto de la abstención electoral, el Gobierno recibió un castigo de sus electorados más fieles y consecuentes, algo que sus más entusiasmados opositores jamás imaginaron. Perdió incluso votos propios que emigraron, tal vez para no volver, a las listas de los partidos de oposición.

Los primeros estudios de los equipos gubernamentales se aferran casi con desesperación a los abordajes sospechosos del análisis ecológico del voto. Comparan los resultados entre las PASO de 2019 y 2021. Tratan de identificar supuestos trasvases de votos. La operación no carece de riesgos metodológicos serios. Incurren sobre todo en conocidas "falacias ecológicas", derivadas de interpretar que las pérdidas netas de votos propios redundan en ganancias netas de sus adversarios. Olvidan así que resultados electorales finales son en realidad el producto de flujos múltiples y multidireccionales que se orientan en sentidos diversos.

La falacia está en el intento de convencer y autoconvencerse de postulados que sólo pueden ser demostrados a partir de encuestas específicas. Las tablas comparativas de voto por mesa dicen poco o nada.

Este tipo de análisis ignora las condiciones socioelectorales reales de las últimas PASO. Las elecciones terminaron nacionalizando una campaña que casi hasta el final habían transcurrido sin mayores alteraciones a lo largo de los 24 andariveles provinciales. Cada provincia sustanciaba el trámite por separado y, sobre el final, fue el propio electorado el que decidió nacionalizarlas para sorpresa de candidatos y equipos de campañas que asistieron asombrados a un auténtico plebiscito de la gestión de la primera etapa del Gobierno Fernández, con un resultado negativo similar al de todos los oficialismos comparados.

El resultado de las PASO 2021 en provincias clave tales como Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos, San Luis, La Pampa, Chaco y toda la Patagonia ratifica su carácter de "elección crítica", entendiendo por tal un tipo de elecciones en las que la sociedad protagoniza un viraje profundo en sus tendencias básicas, que fuerza a su vez cambios fundamentales en los equilibrios políticos preexistentes, obligando a todas las fuerzas políticas a adaptaciones estratégicas de fondo que abarcan las visiones, objetivos, metas, alineamientos y realineamientos. Modifican el contenido y orientación de sus compromisos y coaliciones de base y terminan en resultados que conmueven el mapa político hasta un punto en el que ninguna de las fuerzas políticas pueda quedar al margen de un esfuerzo general de realineamiento político.

No es esta, por cierto, la primera vez que una coalición electoral imaginativa y exitosa a la hora de rematar su objetivo primario de ganar unas elecciones se estrella tras dos años de gestión contra la dura realidad de los hechos.

El recurso fácil de la denuncia a la "herencia recibida" cae en el vacío. A las promesas iniciales sucede la necesidad de acreditar y certificar capacidad de realización.

A la lógica de las promesas, la cooperación y la legitimidad horizontal, sucede la lógica de la emergencia, las restricciones y la legitimidad vertical. Quienes gobiernan deben hacerse cargo, empeñar el capital inicial y aceptar riesgos. Someterse, sin condiciones, al juicio de las urnas.

Nada nuevo que pueda sorprender a cualquiera que observe con objetividad este ciclo natural en la evolución de la relación entre los gobiernos y la sociedad. Lo inédito es esta vez el ritmo de los acontecimientos, el nivel de desgaste de quienes gobiernan y, sobre todo, el nivel de impaciencia con que la democracia impone sus exigencias.

En este punto, no puede obviarse el análisis de los condicionamientos institucionales del sistema presidencialista.

Es sabido que, al igual que en México, El Salvador, Venezuela y otros países de la región, Argentina reprodujo el modelo del presidencialismo estadounidense, en el que los representantes ( o diputados) tienen un mandato de dos años, contra cuatro del Presidente.

Argentina es, sin embargo, el único país que combina las elecciones de medio término con la renovación parcial de sus cámaras legislativas. En nuestro sistema, los diputados duran cuatro años en sus funciones, al igual que, desde 1994, el Presidente. El dato singular es que la Cámara se renueva por mitades cada dos años.

Los "Padres Fundadores" de Estados Unidos diseñaron estas elecciones cada dos años como una de las tantas formas de salvaguarda de la sociedad ante la previsible tiranía de las mayorías. No temían tanto al poder de los presidentes, que en aquellos tiempos iniciales eran vistos como auténticos próceres en vida, que protegían a la sociedad de los desbordes de las facciones parlamentarias. La exigencia de renovación parcial era una forma de mantener viva la competencia entre los representantes. De obligarlos a someterse a la voluntad popular y a renovar su mandato representativo en condiciones de competencia abierta. No existía todavía la coraza protectora de la partidocracia. La exigencia de protección era una exigencia antioligárquica. Cada dos años, el efecto innovador del voto enfrentaba a las facciones y diluida sus tendencias a la concertación.

Más de doscientos años después, en el caso de América Latina, la situación se ha invertido. El poder de los presidentes tiende a acrecentarse y sucumbe ante la tentación del cesarismo populista. Las elecciones parlamentarias cobran así otro sentido. Se convierten más bien en instancia de control y de protección de los equilibrios del poder. De allí que los oficialismos tratan de convertirlas en plebiscitos de gestión y las oposiciones las visualizan en cambio como oportunidades para reforzar sus funciones de control.

La lógica pendular que alterna ciclos de entusiasmos y desencantos ha vuelto a operar y los resultados vuelven a ser los mismos. Un presidente bajo estado de shock, al que propios y extraños intentan responsabilizar de los fracasos y al que todos intentan convertir en una víctima propiciatoria capaz de lavar las responsabilidades de todos. Con el agravante de que, por tratarse de un gobierno colectivo, la ola de responsabilidades amenaza con desbordar al resto de la coalición, incluido el núcleo del poder (representado por CFK y el resto de sus aliados).

La mayor novedad institucional es acaso la del que el componente semiparlamentario del Jefe de Gabinete, introducido en la Reforma Constitucional del 94, parecería comenzar a funcionar.

En lugar de hacer estallar el fusible tradicional de la figura presidencial, la sobrecarga de demandas emanada del desastre electoral sólo logra precipitar la caída del Gabinete Cafiero y fuerza a los socios de la coalición gobernante a activar como mecanismo sustitutivo el ascenso del Gabinete Manzur.

La debilidad extrema del Presidente encuentra así una salida a través de la fortaleza institucional de un expediente no muy diferente al del vigente en casi todas las democracias avanzadas.

A un Gabinete que cumplió sus funciones en 2019 a la hora de un desembarco apresurado e improvisado en en el poder, sucede después de su fracaso electoral otro Gabinete de naturaleza y propósitos muy diferentes. Lo integran figuras mucho más duras y experimentadas, que cuentan con el apoyo de gobernadores de provincia, todos ellos reforzados en su importancia territorial. Ministros, por otra parte, con peso y trayectoria propia, a los que los miembros de la coalición no podrán reivindicar jamás como "propios" y a los que, en consecuencia, deberán escuchar y respetar en sus funciones.

Si todo funciona, el resultado final en las urnas de noviembre será lo de manos. Lo que habrá importado realmente es que el sistema ha comenzado a funcionar más allá de las capacidades de sus oconales protagonistas y que un gobierno que ni siquiera ha llegado a la mitad de su mandato lograra reconstruir las energías institucionales para llegar hasta el final de su período.

En el caso de que la experiencia fracasara, por pérdida de confianza y deterioro creciente de su apoyo electoral, siempre quedará abierta la posibilidad de otros gabinetes más adecuados y capaces de gestionar la crisis. Incluso hasta la posibilidad, al final, de un Gabinete de concentración nacional, una experiencia hasta ahora desconocida en la experiencia institucional y política del país que podría avanzar en la senda de nuevas innovaciones institucionales que acaso permitan administrar mejor el tipo de crisis recurrentes de un sistema político que exige reajustes urgentes y con vistas al largo plazo.

Por Enrique Zuleta Puceiro
Fuente: Diario Época