No se puede relativizar la importancia crítica de la debilidad de la moneda para comprender el proceso inflacionario, porque está ligada a una larga historia de excesos fiscales y monetarios, devaluaciones bruscas resultado de desequilibrios externos, y defaults soberanos; se caracteriza por una alta inestabilidad en la de la demanda de dinero. La memoria del ahorrista va más allá de los controles cambiarios y/o la intervención que el Banco Central pueda hacer en el mercado de cambios. Ante eventos que modifican su percepción de riesgo de inflación/devaluación, aumentan la velocidad de sustitución de activos generando corridas y/o saltos en la brecha cambiaria. Un plan de estabilización exitoso debe internalizar esta realidad y comprender que la memoria no se borra con un acto de fe sino con reformas sostenibles de los factores que llevaron a construir dicha desconfianza en primer lugar.

El ministro Martín Guzmán parece reconocer esta realidad en vista de la importancia que le asigna a los equilibrios macroeconómicos en la Ley de Presupuesto -el corazón de su estrategia de estabilización-. El problema es que, para acelerar la convergencia a la meta de inflación el Gobierno recurre a intervenciones en el mercado (incluido el cambiario) que se contradicen con los equilibrios presupuestarios y externos requeridos para superar el trauma de la moneda débil. Esto se debe a que introduce distorsiones microeconómicas y se postergan reformas estructurales de fondo.

Pacto Social

El plan promueve un acuerdo tripartito trabajadores-empresas-gobierno para coordinar hacia la baja las expectativas de inflación. Propone una reducción de la tasa de devaluación del peso en la franja comercial al 25% anual y aspira un esfuerzo solidario de empresas y trabajadores para converger a la meta de inflación de 29% anual estipulada en el Presupuesto. El plan del gobierno suma a sus logros los resultados de algunas paritarias que -cláusulas gatillo aparte- son consistentes con dicha meta.

Asimismo, se convocó a las 1.000 empresas más grandes del país a que provean información al Estado sobre sus planes de producción, precios, inventarios, etc. con el fin de monitorear márgenes de utilidad e influir en su política de precios (evitando la “formación de precios”).

Las revisiones tarifarias a priori serían también consistentes con la meta de inflación. El Gobierno planea así llegar a las elecciones legislativas de octubre con una inflación más baja y una posible recomposición de salarios reales tras dos años de fuertes bajas.

El optimismo oficial se ampara en el rebote económico en curso (5-6% tras una caída de 10% en 2020), y consecuente mejora en la recaudación, originado en menores restricciones de movilidad de trabajadores y consumidores y en el auge de los precios de las materias primas en curso (que brindará dólares adicionales a las reservas y, vía retenciones, al fisco).

Asimismo, si se aprueba la ampliación de capital del FMI, ayudará a postergar la renegociación de deuda con organismos internacionales al 2022. El fisco contará este año también con un ingreso (supuestamente) excepcional -el Impuesto a la Riqueza- y la posibilidad -siempre que la segunda ola de covid-19 no desbarajuste los cálculos- de eliminar los subsidios ligados a la pandemia. Aún si las jubilaciones aumentan (debido a que están ligadas 50% a la recaudación), el déficit fiscal primario podría reducirse a 3%/3,5% del PBI (la mitad del nivel de 2020). Ello sería conducente a menores necesidades de financiamiento con emisión y a un eventual acuerdo con el FMI para reestructurar su deuda post-elecciones.

Expectativa inflacionaria

Si bien probablemente el Gobierno logre reducir la inflación en los próximos meses, la inercia de la expectativa de alza de los precios es elevada y hace falta gran credibilidad del programa fiscal de mediano plazo para que los anuncios logren reducirla bruscamente -algo que el índice de riesgo país al filo de 1.600 puntos básicos no convalida.

Además, la agudización de las intervenciones de mercado para apurar la desaceleración de la inflación involucran una acumulación de distorsiones (cepo, atraso cambiario, intervención del BCRA, atraso tarifario, regulación de comunicaciones y empresas de salud, precios máximos en sectores no regulados) cuya inevitable eventual corrección mantiene viva la expectativa de alza de los precios al consumidor. También existe el riesgo que se disparen el gasto público y la emisión monetaria cerca de las elecciones.

Desde el punto de vista macroeconómico, los principales riesgos son:

1. Evolución desfavorable de la segunda ola de infecciones de covid-19 y/o continuas dificultades en la campaña de vacunación podrían frenar el rebote;

2. Los productores agropecuarios que no liquidan sus exportaciones más allá de las necesidades de producción podrían reducir la disponibilidad de divisas;

3. El aumento del déficit cuasi fiscal del BCRA debido a un rápido aumento de las colocaciones de Pases y Leliq en los bancos -se estiman intereses por el equivalente a USD 11.000 millones en 2021-, eleva la tasa de interés de mercado comprometiendo el proceso de reactivación; y

4. Un deterioro de las condiciones internacionales por suba de la tasa de interés ligada al endeudamiento covid-19 podría tener impacto negativo en el precio de las materias primas -la tasa de interés de los Treasuries subió fuertemente-.

El proceso de estabilización también encuentra severas limitaciones en el cepo cambiario. Si bien por un lado el control de cambios restringe la demanda de dólares -aumentando prima facie la demanda de pesos; por el otro, restringe la oferta de divisas para insumos críticos de la economía y así restringe la producción y oferta de bienes (como ocurrió en 2011-2015) generando inflación y estancamiento simultáneamente.

Algunos analistas elogian la estrategia del Gobierno para reducir la brecha cambiaria y de ese modo contribuir al proceso de estabilización. El tema es que no mencionan el rol de intervención del BCRA -vendiendo bonos en dólares y luego cancelando esos bonos contra reservas- para lograr dicho objetivo. Esta intervención da cuenta de por qué el superávit comercial está asociado con caída de reservas internacionales del 9% en 2020.

Plan de largo plazo, aún ausente

A mediano plazo, la principal carencia es la falta de un programa multianual de convergencia fiscal que asegure la sostenibilidad de la deuda. El riesgo país, a pesar de las recientes mejoras fiscales y de la exitosa reestructuración de la deuda soberana con acreedores privados, se mantiene en niveles de default.

La licuación de sueldos estatales como mecanismo de ajuste fiscal encuentra límites naturales sino sindicales. La baja eficiencia (incluida la corrupción) del sector público y el exceso de empleo estatal (en las provincias especialmente) y la presión tributaria (entre las más altas del mundo) son insostenibles con un gasto público consolidado que representa estimativamente 47% del PBI en 2020 (por lejos el más elevado de la región).

El bono demográfico de las jubilaciones (por una pirámide poblacional todavía no “envejecida”) se está dilapidando: no hay planes para equilibrar el sistema de jubilaciones en el largo plazo mediante aumentos en la edad de retiro, modificaciones en la fórmula de reemplazo, incentivos a la contribución y protección de los activos del Anses. Un Acuerdo de Facilidades Extendidas con el FMI, necesario para la reestructuración a largo plazo de deuda que el Gobierno desea, requiere reformas estructurales que el actual gobierno no está dispuesto a diseñar y mucho menos implementar.

Así y todo, el verdadero talón de Aquiles del programa es el desincentivo a la inversión: con la tasa de inversión al 15% del PBI en 2020 es improbable que la recuperación de lugar al crecimiento sostenido. Hacen falta niveles por encima de 20% para crecer a través de procesos de acumulación de capital. El no ajuste por inflación para el cálculo del Impuesto a las Ganancias corporativas y el confiscatorio Impuesto a la Riqueza y a los Bienes Personales tienden a erosionar aún más la base tributaria del país -como lo atestigua la alta proporción de ahorros en el exterior de los argentinos. El capital es esencialmente móvil y buscará las mejores retornos y riesgos fuera del país. Las empresas además enfrentan incertidumbre regulatoria y cambiaria, controles de precios y de los márgenes de utilidad (aún en sectores no regulados).

La desvalorización del sistema de precios para asignar los recursos en forma eficiente tiene como contrapartida la politización de salarios, precios, tarifas y el tipo de cambio. Como si el Estado pudiera determinar que salarios puede pagar una empresa, qué tipo de cambio es correcto para el comercio internacional, o qué tarifas debe percibir un generador o distribuidor eléctrico sin entender la lógica empresaria de invertir y producir en función de los incentivos que generan los precios de mercado.

La normalidad económica a la que la sociedad aspira guarda una importante relación con las leyes económicas que el actual Gobierno no parece estar dispuesto a cumplir. Sólo para citar un ejemplo, las retenciones al agro en el corto plazo mejoran la recaudación y bajan el precio doméstico de los alimentos. Pero simultáneamente impactan negativamente en la producción y la inversión del principal sector generador de alimentos (desincentivando mejoras de productividad y costos) y por ende en la generación de divisas. Esto no hace más que agravar la restricción externa perjudicando el crecimiento y vía recurrentes devaluaciones el salario real.

Algo similar ocurre con el sector energético donde la Argentina continúa con un enorme potencial de autoabastecimiento y exportación de gas y petróleo frustrado por repetidas intervenciones en los márgenes y precios reconocidos al inversor.

En resumen, el Plan Guzmán se beneficia de efectos cíclicos a la salida de una catástrofe económica global (precio en alza de las materias primas) y sobre todo local (la recesión contrajo el gasto público real y ahora el rebote mejora la recaudación). De no mediar un agravamiento severo por la segunda ola de covid-19, se puede esperar una recuperación económica cercana al 6%; la meta de inflación es de improbable concreción. El problema es la sostenibilidad del plan y, más allá de ello, la ausencia de integralidad del programa. En particular, llama la atención la ausencia de una estrategia de integración global. La integración comercial promovería la modernización de la economía y aumentos de salarios sustentables ligados a mejoras de productividad.

La integración comercial a su vez requiere una reforma del Estado para mejorar su eficiencia y bajar su costo tributario sin lo cual las empresas no podrán ser competitivas y el sector privado no podrá seguir creando riqueza. El balance fiscal estructural requiere reformas en áreas como jubilaciones, política tributaria y racionalización del Estado; no parches. La estrategia debería otorgar un rol central al sistema de innovación, educación y salud potenciando el capital humano para la economía del conocimiento del siglo XXI.

Fuente: Rosario Finanzas