En el largo plazo profundizará la tendencia hacia el monocultivo de soja y, ante la falta de oferta local, se encarecerá más el maíz, aumentando los costos no sólo para la producción de alimentos balanceados sino de aceite de maíz y otros derivados.

Lenta, pero inexorablemente, la campaña electoral viene instalándose en la dinámica de corto plazo y se va tornando cada vez más visible la confusión de causas, mecanismos de transmisión y efectos directos y cruzados de decisiones de intervención estatal en los diversos mercados. Junto a esto, a nadie escapa la animadversión (sin motivo) en contra de las actividades productivas formales y la visible tolerancia hacia las actividades informales. Algo que con otros rubros, como el de confecciones textiles, se ha profundizado como lo evidencia el enfrentamiento entre manteros que venden mercadería de origen desconocido y sin pago de impuestos y comercios formales que no pueden soportar los costos operativos ni la carga impositiva.

La acción sobre los precios vía regulaciones responde a un doble diagnóstico equivocado: a) que la política monetaria nunca es útil para combatir la inflación, y b) que los controles estatales, con fines redistributivos logran la estabilidad de precios sin impacto negativo en la producción y el empleo. En el caso de las restricciones a las exportaciones, los efectos negativos se observan recién a 12 o más meses. El atractivo es el de tratar de alcanzar cierta estabilización nominal que permita cierto “bienestar” en pocos meses, que se disipa en pocas semanas. Las elecciones legislativas en octubre, y la psicología colectiva y los medios entran ya en agosto en “modo elecciones”, es claro que se trata de un ensayo para inducir cierta estabilidad preelectoral, supuestamente a costo cero.

El caso de los alimentos es algo complejo. Los productos primarios que son insumos para alimentos de consumo animal y humano son bienes transables, arbitrados con los precios internacionales. El bloqueo de las exportaciones, al igual que los impuestos o retenciones a las mismas, son básicamente equivalentes. Inicialmente tratan de promover el desvío de stocks hacia el mercado interno, para que bajen sus precios o se mantengan por debajo de los internacionales. Pero si no dejan de subir los costos de transporte por combustibles y peajes, y recurrentemente aumenta la variedad de impuestos nacionales o subnacionales, con demanda interna en descenso, no puede esperarse sino un aumento de los costos de comercialización, “tranqueras afuera” de los productores. Cerrar las exportaciones de maíz no tendría, por ende, tanta incidencia sobre el precio de los alimentos balanceados. Menos sobre el precio de pollos, vacas o cerdos por parte pagados por los frigoríficos, ni sobre los márgenes aplicados en los cobrados a supermercados, carnicerías y otros minoristas.

Por otro lado, varios cortes vacunos son bienes exportables. Si aumenta la demanda y el precio internacional, el aumento de las exportaciones resta stocks al mercado interno, presionando su precio a la suba. Puede que no ocurra eso y siga el precio a la suba. Algo esperable aun cuando la demanda interna está deprimida, ya que el mercado de alimentos al consumido no es, ni por asomo, de competencia perfecta. Menos cuando el propio Gobierno persiste en el cierre a las importaciones. Esto último se justifica, aparentemente, por la escasez de divisas del BCRA. Pero quienes importan y exportan son los agentes privados. Si alguien está corto de dólares debería poder comprarlos libremente, pero aumentaría el tipo de cambio e impactaría en los precios. La respuesta oficial son los controles de cambio. Pero esto desalienta las transacciones en el mercado oficial entre privados, forzando a una mayor demanda a ser satisfecha por el BCRA y entes oficiales. ¿Podría evitarse con una política segmentada de “pricing” para diversos cortes de carne, según si los que se exportan a China u otros destinos fueran o no los de mayor demanda interna? ¿Hay real diálogo sobre este y otros temas con los empresarios del sector?

Si se quiere evitar una espiral de suba de precios, la salida razonable es impulsar la oferta, y para ello se requiere reducir sus costos. Pero en buena parte de los alimentos, como carne, lácteos y otros, los productores venden a oligopsonistas de la elaboración de productos. A esto se suma la incidencia de los costos de comercialización y de transporte, en gran medida distorsionados por costos tributario, cargas sociales, transporte, y logística. Resultado, la crónica diferencia abismal entre los precios pagados por los consumidores, y los que cobran los productores primarios. Bloquear las exportaciones de estos últimos desvía stocks en el presente, pero no habrá stocks para el futuro.

En el caso del maíz, las consecuencias no serán muy diferentes a las de la aplicación de los ROE, los ROA, y otros mecanismos de una década a) caída de la producción local y su sustitución por soja, b) suba persistente de precios al consumidor, c) pérdida de mercados externos, d) deterioro de la rentabilidad de los productores, no así de las comercializadoras.

En el largo plazo el probable rebote ascendente de los precios de los bienes producidos con maíz probablemente incentive nuevas regulaciones y prohibiciones. Todos parches que reflejan una concepción según la cual los mercados funcionan peor cuando menos interferencias tienen, y que prefieren mercados monopólicos bajo control estatal, a una economía de mercado.

Son dos ideas atractivas para lograr cierto rédito electoral de corto plazo, pero que promueven una organización económica corporativa y disfuncional que conduce, desde el mediano plazo, a un sendero de bajo crecimiento, inflación, pobreza y más conflictividad política. Algo más que probable si se agrava la epidemia de Covid-19, y se profundizan las erráticas idas y vueltas seguidas por las autoridades para enfrentarla.

Por Héctor Rubini Economista de la Universidad del Salvador (USAL)

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Fuente: El Economista