El mal llamado “impuesto a la riqueza”, es en realidad, un tributo de carácter confiscatorio, que atenta contra la inversión, la incorporación de tecnología y la creación de empleo, en un momento en que la Argentina lo necesita desesperadamente. Es decir que, en un intento de resolver el enorme déficit fiscal, producto de sostener un gasto público que no sólo no se aminoró durante la crisis sino, por el contrario, crece día a día, afectaría irremediablemente los recursos que hoy tiene el sector agropecuario para motorizar la economía y alcanzar el crecimiento a mediano y largo plazo.

Contrariamente a lo que se promociona, este impuesto no impactará solo en las grandes fortunas, dado que es un impuesto que grava a los activos, incluso aquellos afectados a la producción, y no tiene en cuenta la eventual existencia de deudas generadas para su incorporación al patrimonio. Ello hace que, en un gran porcentaje de los casos, los afectados por este impuesto, lejos de estar en una situación holgada, deban desprenderse de activos claves como maquinaria agrícola o incluso tierras para poder hacer frente al nuevo gravamen. También afectará la capacidad de invertir en paquetes tecnológicos adecuados, lo que disminuirá los rindes, la cosecha y, por tanto, la capacidad del sector para producir alimentos para abastecer los mercados internos y externos.

En definitiva, este “aporte” es en realidad un verdadero impuesto a los activos, de asignación específica, que afectará la liquidez de los individuos y de las pymes de todo el país de todos los sectores de la economía.

Una de las principales contradicciones del impuesto es que, por un lado, se promueve la capacidad del sector agroindustrial de exportar y generar empleo y, por el otro, se lo castiga con un nuevo impuesto que compromete sus activos y su capacidad exportadora y generadora de empleo. Por si fuera poco, es contrario al federalismo, ya que al no ser coparticipable genera nuevas trasferencias de recursos desde las economías provinciales al poder central, lo que implica una ecuación costo-beneficio negativa para las provincias.

Y lo que es más grave aún: su título es engañoso, ya que solo el 20% de lo producido por el impuesto se destinaría en forma exclusiva a gastos vinculados con la pandemia. Precisamente, en un momento en que nuestro país requiere recuperar la credibilidad y previsibilidad para atraer inversiones internas y externas que apuntalen su castigada economía y traccionen su recuperación de la crisis, este nuevo impuesto lo único que logra es minar la confianza y las expectativas a futuro.