En esta última semana hemos visto manifestaciones en las calles de diversa naturaleza: el multitudinario reclamo por el aborto legal; las protestas en distintos puntos del interior del país por la presión fiscal sobre el campo; el masivo pedido de justicia por la muerte de Fernando Báez Sosa y las víctimas de violencia.

Protestar es un componente esencial de toda democracia que involucra derechos fundamentales, como peticionar a las autoridades y expresarse en libertad. En el caso particular de la Argentina, la movilización social y la protesta tienen una larga tradición y se han convertido en un recurso habitual, prácticamente permanente, para hacer públicas y sostener las múltiples demandas sociales que no encuentran otros espacios formales o institucionales para canalizarse. En efecto, desde la Revolución de Mayo en adelante, con su consigna “el pueblo quiere saber de qué se trata”, siempre que hay un conflicto tendemos a salir a la calle, protestar, ocupar el espacio público, más que a involucrarnos en la cosa pública (res pública) de manera regular y persistente. Esa sana y vibrante voluntad de participación que sin dudas caracteriza a la sociedad argentina suele sin embargo ser un comportamiento más bien espasmódico o coyuntural, que no bloquea, pero sin duda desalienta el involucramiento en la mecánica de las instituciones. En consecuencia, no modifica en el fondo los problemas del sistema político, fundamentalmente los errores en el diseño e implementación de política pública y en particular la incapacidad del Estado para justamente responder de forma equitativa y sustentable a las demandas de los ciudadanos.

Es un país que tiene, según lo expresara el gran politólogo argentino Guillermo O´Donnell en un artículo señero, “¿Y a mi qué (...) me importa?”, de 1984, una vocación más igualitarista y participativa en la movilización, que un respeto a las instituciones, a las reglas y a un compromiso perseverante para cambiar las cosas dentro de la lógica de la puja política-democrática, que requiere particularmente paciencia, perseverancia y metas de corto, mediano y largo plazo. De este modo, la cultura y las prácticas políticas predominantes se desplazan casi siempre al espacio público (calles, rutas, plazas) y no en terreno más frío, complejo y a menudo frustrante de la vida institucional.

Esto en buena medida nos permite comprender por qué el país no logra un desarrollo político que le permita encarar desafíos más significativos en términos de logros económicos y sociales, como por ejemplo derrotar a la inflación e impulsar un ciclo de crecimiento sostenido que revierta la decadencia en la que nos encontramos hace tantas décadas.

Esto no implica restar importancia a las manifestaciones masivas, ya que facilitan que muchas cuestiones de interés ciudadano obtengan visibilidad y se instalen en la agenda. Pero ocurre que no todos los actores políticos y sociales tienen la misma capacidad organizativa y logística para desplegar esa clase de estrategias. Es decir, los temas de la agenda tienden a estar dominados por aquellos segmentos de la sociedad que tienen recursos organizacionales más adecuados para ocupar y movilizarse en el espacio público. Esto no necesariamente significa que sean las cuestiones más importantes o incluso estratégicas las que captan la atención de las élites políticas o predominan en el debate mediático. En síntesis, podemos estar pagando un precio muy significativo por este sesgo hacia las manifestaciones y movilizaciones que caracteriza a nuestra cultura política. No sólo no sirven en sí mismas para solucionar las cuestiones que motivan los reclamos, sino que pueden estar desplazando de la agenda política otras cuya postergación puede implicar consecuencias muy negativas para el conjunto de la sociedad.

Dentro del vasto repertorio de la protesta, los reclamos vinculados a las víctimas de violencia y casos de inseguridad son las que más movilizan en los últimos tiempos. Recordemos algunos emblemáticos como las marchas por el asesinato de la joven catamarqueña María Soledad Morales o del fotógrafo José Luis Cabezas, en la década del 90, hasta las masivas manifestaciones, a principios del 2000, que se realizaron en todo el país en reclamo por una mayor seguridad, luego del secuestro y posterior asesinato de Axel Blumberg. Impulsadas por su padre, Juan Carlos, reunieron a más de 100 mil asistentes y culminaron con la entrega en el Congreso Nacional de un petitorio firmado por 2 millones de personas que empatizaban con el dolor de un padre ante la pérdida de un hijo. Finalmente, ante la presión de la ciudadanía, en 2004, se fueron aprobando, sin mucho debate, una serie de leyes, conocidas como Leyes Blumberg, que modificaban el Código Penal argentino y apuntaban al endurecimiento de las penas, llegando a la modificación que permite sumar penas hasta 50 años de cárcel y elevando las penas mínimas y máximas para la sola portación de armas y para los robos cometidos con ellas. A pesar de ello, cómo era de esperar, estas reformas fracasaron en el sentido de que no lograron evitar los delitos, sobrepoblaron las cárceles y no frenaron la inseguridad.

Año tras año nos encontramos con nuevos casos de asesinatos que sacuden a la opinión pública y ante cada nuevo hecho de violencia social, ante cada nueva víctima, la sociedad argentina sigue pidiendo justicia, manifestándose en las calles a través de innumerables marchas, que cada vez con más frecuencia son convocadas por las redes sociales, especialmente Twitter. Suelen tener un efecto catártico, brindan una ilusión de participación, una sensación de que por el mero hecho de gritar una consigna o caminar con una pancarta, se puede obtener un cambio. La última marcha realizada a un mes del brutal asesinato a golpes de Fernando Báez Sosa, perpetrado por un grupo de rugbiers, bajo el lema “Basta de violencia”, sirvió para recordar y aglutinar a varios familiares de otras víctimas de muertes violentas, entre los que se destacaron Juan Carlos Blumberg; Jimena Aduriz, madre de Ángeles Rawson, quien fuera asesinada por su portero; y Andrea, madre de Andrés Rueda, asesinado por motochorros en Concordia, entre otros.

Como en otras oportunidades, este hecho busca convertirse en un “caso bisagra que va a producir cambios en la sociedad”, según palabras del abogado de la familia, Fernando Burlando. O como expresara Julieta, la novia de Fernando Baez Sosa: “Espero que después de hoy algo le haga click en la cabeza a la gente. Necesitamos que haya gente que pida justicia porque si nadie hace nada todo sigue igual”. Lamentablemente, la experiencia argentina sugiere si no hay cambios más profundos en términos de infraestructura institucional, la protesta en las calles no hace la diferencia.

Fuente: TN