La vida suele ser paradójica. Justo a uno de los políticos que más combatieron el cepo al dólar le toca ahora aplicar el más severo cepo que se recuerde en los últimos 30 años. Alberto Fernández elaboró una buena metáfora en su momento para criticar el cepo: es como una piedra, dijo, en una puerta giratoria. No permite que los dólares salgan, pero tampoco que entren.

No tiene alternativas por el momento, reconoce. El país debe cumplir con sus compromisos de deuda y no son muchos los dólares que hay. Sin embargo, acaba de pedirle al ministro de Economía, Martín Guzmán, que piense en una solución para los dólares que podrían entrar. Necesariamente, deberían tener garantizada la salida en cualquier momento. Es decir, el que trae dólares para invertirlos en el país tendría que contar con la posibilidad de acceder a dólares con sus ganancias.

Con el actual esquema, no hay empresario extranjero ni nacional con ganas de ingresar dólares a un país donde el acceso al dólar está virtualmente prohibido.

Aunque ni el Presidente ni Guzmán ni nadie en el Gobierno lo acepten, lo cierto es que empezaron a pensar en el día en el que el cepo no existirá. No será inminente, porque el Estado necesita antes acumular reservas, pero es obvio que ningún funcionario está dispuesto a conformarse con un eterno cepo a la compra de dólares.

El problema para terminar con el cepo es la devoción argentina por el dólar. Una larga historia de inflación explica esa afición. El dólar siempre está barato en la Argentina porque siempre estará más caro. El propio Presidente elaboró en los últimos días una contradicción. Dijo que era hora de que los argentinos dejen de amar al dólar, pero señaló, al mismo tiempo, que se conformaría si en 2023, cuando concluya su primer mandato, la inflación fuera solo de un dígito. ¿Acaso les está pidiendo a los argentinos, viejos baqueanos para sortear los estragos de la inflación y la debilidad del peso, que durante tres años se olviden de su capacidad de ahorro? "Estoy señalando una dirección. El país debería ahorrar en su moneda", suele contestar. Tendrá que esperar, entonces, la inflación de un dígito.

El problema del Presidente es que el sector rural y la clase media creen que el peronismo ha venido por ellos. Muchos ruralistas suponen que el gobierno de Alberto Fernández es la continuidad del de Cristina Kirchner y que, en última instancia, la administración de Macri fue un paréntesis en la historia. El Presidente responde que segmentará el impuesto a la soja según la cantidad de producción. Los que producen poco no pagarán nada. Fundamenta su decisión en simples razones de justicia, porque, argumenta, no puede haber igual trato para los grandes productores que para los pequeños. Es justo, en efecto, pero también es una estrategia para dividir al campo. En 2008, la aplicación masiva del impuesto a la exportación de soja abroqueló a todo el sector rural en una sola posición. "He aprendido de aquella experiencia", suele repetir el Presidente. Nunca, en efecto, permitirá que todos vuelvan a estar juntos.

El mayor conflicto está en la provincia de Buenos Aires, donde se mezclaron el aumento de los impuestos a las exportaciones del agro y la fenomenal suba del impuesto inmobiliario, proyectada por el gobernador Axel Kicillof. Las explicaciones de Kicillof son impropias del Estado. Ese aumento, arguye, es compatible con el aumento de la inflación en 2019. Los presupuestos se hacen, por lo general, con las expectativas inflacionarias del próximo año, no del que ya pasó. Si el Estado es el que indexa según la inflación pasada, ¿qué les puede pedir el propio Estado a los trabajadores o a los jubilados? ¿Qué aumento reclamará Hugo Moyano para los camioneros después de escuchar a Kicillof? ¿Por qué los jubilados deberían aceptar que se suspenda la fórmula de aumento de Macri (que contemplaba un 70% de la inflación pasada y un 30% de los aumentos salariales con un adicional de tres o cuatro puntos más) si el Estado aplica un método más directo de indexación? Según un relevamiento de economistas cercanos a los ruralistas, el aumento en las retenciones y la proyección del impuesto inmobiliario significarían una presión fiscal total (impuestos nacionales, provinciales y municipales) para 2020 del 94% para la soja; del 97% para el trigo, y del 94% para el maíz. Eso sucedería solo en la provincia de Buenos Aires. La única justificación que se escuchó es que hay cuatro provincias endeudadas en dólares y ellas están en peor situación que las otras. Son Mendoza, Córdoba, Chubut y Buenos Aires. La culpa no es del ciudadano común. La rebeldía rural está muy cerca de las puertas del palacio. Más le vale al Presidente dar a conocer cuanto antes su sistema de segmentación. El otro problema que provoca Kicillof es que habilita implícitamente a los intendentes a indexar las tasas municipales según la inflación pasada.

Kicillof fue más allá cuando intentó que, por ley, todos los recursos que el Estado nacional les envía a los municipios sean girados a la gobernación. Él se encargaría de distribuirlos a los intendentes. Una fronda de alcaldes insurrectos se agolpó en la antesala del despacho presidencial. ¿Por qué Kicillof debería decidir quién recibe cuánto?, clamaban los intendentes. Alberto Fernández logró convencer a Kicillof de que era mejor dejar las cosas como estaban: que los fondos de la Nación fueran directamente a los municipios. El gobernador pidió a cambio solo estar informado de quién recibe cuánto dinero en su vasto territorio. Está sofocando probables pedidos superpuestos de recursos por parte de los intendentes. Acaba de llegar a La Plata, pero ya conoce las viejas mañas de los alcaldes. Les piden a unos y también a los otros.

¿Y la clase media, sometida a los aumentos impositivos y a un dólar un 30% más caro para viajar al exterior? La clase media se acostumbró a viajar al exterior desde los años 90. Es una rutina que no está dispuesta a cambiar. Puede evitar el pago del 30% si usa agencias online o aerolíneas que facturan en pesos. "Las facturas en pesos no pagarán el 30% de recargo", subraya Alberto Fernández. Le envía otro mensaje a la clase media: "No tendrá aumentos de los servicios públicos durante seis meses, más los meses en los que Macri no aumentó", mitiga. Tampoco habrá aumentos retroactivos cuando se descongelen en junio próximo. La excepción son las naftas. El presidente de YPF, Guillermo Nielsen, le anticipó que aumentarían un 10% los combustibles. "Es mucho", le contestó el Presidente. Quedaron en que el aumento sería del 5%. Para Alberto Fernández el yacimiento de Vaca Muerta es fundamental para las inversiones. Tan fundamental que le pidió a Nielsen que viaje al Foro Económico de Davos, a fines de enero, para presentar el proyecto de su gobierno sobre Vaca Muerta. Otra de sus ideas sobre inversiones refiere a la minería. El ministro de Ambiente, Juan Cabandié, le propuso sumarse a las protestas en Mendoza por una ley del gobierno del radical Rodolfo Suárez sobre la minería en la provincia, que la terminó retirando. Alberto Fernández lo frenó en seco a Cabandié. Esa ley es de jurisdicción provincial, le precisó. Le dijo algo más: "Andá a Malargüe y verás cómo los que no tienen trabajo quieren contar cuanto antes con una mina funcionando en el lugar". Su proyecto ideal es el del gobernador sanjuanino, Sergio Uñac, quien cambió la ley de minería y estableció un sistema de control medioambiental en tiempo real con avanzada tecnología. La minería no es mala palabra para el Presidente.

A los jubilados les suspendió la fórmula de Macri, pero no les congeló los salarios. En diciembre hubo un aumento del 9% para todos los jubilados. Habrá otro en marzo, aunque el porcentaje no lo conoce ni Alberto Fernández. Solo un peronista puede hacer esas cosas mientras la vida y la calle siguen andando normalmente. Los mercados, que esperaban un default brutal, festejan esas decisiones. No habrá default y hasta podría haber un acuerdo rápido por los pagos de la deuda. Suben los bonos argentinos y baja el riesgo país. Aumenta, por lo tanto, el valor de las empresas. Están tranquilos los mercados financieros y bursátiles de aquí y del exterior. ¿Podrá el Presidente, en cambio, despejar el malestar de los argentinos?